Balanceándose ligeramente, Ra cayó en una especie de sopor y cuando despertó unos minutos después, su estado de ánimo había cambiado completamente. Gritó una orden y al instante aparecieron dos guardias Horus casi idénticos que se arrodillaron ante él esperando órdenes con la cabeza inclinada. Les dijo que, antes de salir a recibir el cargamento de cuarzo, llevaran a la sala de la Puerta la bandeja con el arma capturada a los terrícolas. Cuando se enviara el cargamento, la bandeja iría también.
Como un par de camareros en un banquete, los soldados recorrieron el salón del trono sosteniendo la gran bandeja cargada con el explosivo nuclear desmantelado.
Siguieron avanzando y se pusieron encima del medallón. Ra miró a Anubis y arqueó una ceja, evidentemente esperando algo. Era un juego sádico al que Ra jugaba con sus servidores cuando estaba enfadado o aburrido: obligarles a adivinar lo que deseaba. Fallar podía suponer, y con frecuencia así era, un castigo doloroso y brutal, pero esta vez Anubis contaba con suficiente información.
Anubis apretó la joya engastada en el escarabajo de la parte posterior de su muñequera de cuarzo y metal, y el medallón se activó. Cuando la pared circular de luz azulenca envolvió a los Horus y su carga, fueron transportados suavemente al medallón de abajo.
Ahora era el joven Skaara quien estaba al mando de la operación. Durante la larga marcha por el árido desierto, O’Neil y el chico fueron encima de los montones de cuarzo, enredados en una calurosa discusión sobre estrategia que escapaba a la comprensión de Daniel. Después de enseñarles unas cuantas palabras, Daniel se limitó a oír cómo se torpedeaban con las respectivas ideas. Con gestos, mímica y veinticinco palabras, el hombre y el muchacho detallaron todo el plan, abandonando ocasionalmente el diálogo para explicar las innovaciones a los demás.
Mucho antes de llegar a la rampa de entrada de la pirámide, dieron por supuesto que les estaban vigilando. Había que observar un estricto protocolo antes de introducir la carga en la pirámide. Las gentes religiosas de Nagada eran muy escrupulosas con la práctica de estos ritos, incluso cuando la pirámide estaba vacía. Skaara había participado en muchas entregas y, como hijo menor de Kasuf, a veces había dirigido la ceremonia. Pero en esta ocasión tenía que hacerlo bajo la atenta mirada de Ra y en compañía de cuatro novatos. Cualquier equivocación o algo fuera de lo normal despertaría sospechas.
Cuando llegaron a la base de la larga rampa, Skaara se arrodilló entre los dos obeliscos y empezó a cantar con voz fuerte y clara.
—
Atema en-Re. Hallam a’ana t’yon shaknom, assar Arem-Re
. —«Ra procedente del Sol, a ti te ofrecemos generosamente los frutos de nuestro trabajo, oh Ra, Sagrado Dios Sol».
Cuando acabó, se puso en pie y miró a Nabeh esperando su opinión. Su excéntrico amigo se encogió de hombros, como diciendo que el cántico había estado muy bien.
—¿Qué es eso? —preguntó Skaara, viendo algo bajo el jaique de Nabeh.
—¿El qué? —dijo el otro, haciéndose el tonto.
—Ahí, debajo del jaique. Es el sombrero verde, ¿verdad?
Nabeh no sabía qué decir, así que se rió nerviosamente. Todos le habían dicho que no podía llevar el casco, pero él se había negado a dejarlo en la cueva. Por la forma en que le hablaba Skaara, dedujo que había cometido un grave error.
A los pocos segundos, sus ojos se llenaron de horror cuando miró por encima del hombro de Skaara y vio en la entrada de la pirámide a tres guerreros Horus con sendos fusiles pulsátiles.
Paralizado, Skaara se quedó un momento imaginando lo que les ocurriría si los guardias descubrían el preciado tesoro de poliuretano que escondía Nabeh. Sin saber muy bien qué hacer, ordenó a los miembros del equipo, todos con las capuchas caladas, que se arrodillaran para presentar sus respetos a los dioses. Después de unos segundos que le parecieron interminables, se puso en pie y desenjaezó al
mastadge
de Daniel, «Un Poco», poniéndolo a un lado y entregando las riendas a Nabeh, a quien le dijo malhumorado en voz muy baja:
—Si encuentran el sombrero, nos matarán.
El tontorrón de Nabeh era incapaz de entender que el casco podía implicarle en la huida que Sha’uri y los chicos habían ideado.
De los laterales de las carretas colgaban gruesas sogas de cáñamo. A una señal de Skaara, los obreros encapuchados asignados a la primera carreta cogieron las sogas y lentamente empezaron a tirar del vehículo para subir la cuesta. Pero, según avanzaban, se les presentó un problema inesperado por culpa del feo y grasiento guía. El
mastadge
de Daniel, lleno de celos, empezó a quejarse y a bramar. Nabeh habló al animalito, intentando desesperadamente que se calmara. Pero, ajena a las amenazas del muchacho, la bestia seguía llorando. Asustados y temiendo ser descubiertos, ninguno de los obreros encapuchados se volvió para mirar al animal, cosa más bien rara.
—¡
Fa’al
! —gritó el jefe Horus, sin quitar el ojo de encima a los obreros que subían la carreta.
—¡
Hassim ni kha’an souf
! —Sin dudarlo, todos enseñaron las manos.
Receloso aún, el guerrero de cabeza de halcón bajó unos cuantos pasos y miró fijamente a Nabeh, que estaba enredado en una discusión con el ingobernable
mastadge
. Había conseguido tranquilizarlo y se hallaba fuera de la rampa, pero de todos modos llamaba demasiado la atención. Skaara estaba seguro de que el Horus estaba a punto de ordenar al imbécil de su amigo que se diera la vuelta, y entonces todo estaría perdido.
El guerrero descendió unos cuantos metros con la mosca en la oreja, pero finalmente volvió a poner su atención en la primera carreta, donde los seis obreros seguían mirando al frente, con la cabeza gacha. Inspeccionó el vehículo unos momentos y luego indicó a los otros guardias armados que les dejaran pasar.
Cuando el Horus volvió a subir la rampa, todos respiraron aliviados. Skaara lanzó una mirada de reojo a Kawalsky y Feretti, que marchaban descalzos junto al último vehículo. Le devolvieron la mirada y asintieron.
Cuando la primera carreta desapareció en las sombras del Vestíbulo, el
mastadge
intentó por última vez comunicarse con Daniel, lanzando un mugido ensordecedor. El jefe Horus lanzó otra mirada de soslayo al animal y se quedó pensando unos instantes antes de susurrar una orden al oído de los otros dos guardias, quienes inmediatamente dieron media vuelta y entraron, mientras su jefe estudiaba la reacción de los que permanecían al pie de los obeliscos. Pero, una vez más, nadie hizo nada. Al cabo, él también siguió a la carreta hacia la oscuridad.
—Sabía que este maldito truco del Caballo de Troya era una gansada —murmuró Feretti a Kawalsky, tan nervioso e inquieto como siempre—. ¿Cree que debemos entrar?
—Puede que funcione —replicó el teniente.
En el interior, los tres Horus rodearon la carreta. El oficial de mando gritó una orden, pero nadie se movió. Se aproximó a uno de los obreros y le quitó la capucha, dejando al descubierto el rostro aterrado de un pastor pelirrojo. Tiró al muchacho al suelo y pasó al siguiente de la fila; también le quitó la capucha. Sha’uri dio un grito cuando la poderosa mano le arrancó un mechón de cabellos. Asombrados de ver a una mujer, los guardias se miraron. Pero aquello no fue nada comparado con la sorpresa que les esperaba, cuando, saltando del montón de cuarzo, Daniel y O’Neil levantaron las armas, apuntaron y empezaron a disparar. Al mismo tiempo, otras armas convencionales abrieron fuego por debajo de los jaiques de los pastores, iniciando una lluvia de balas en el Vestíbulo que resonaba en todas partes. Desgraciadamente, Daniel y O’Neil habían elegido al jefe Horus como objetivo. Sus disparos habían reducido a pulpa las zonas desprotegidas de su cuerpo. Pero la acción había dado a los otros tiempo suficiente para ocultarse en las sombras.
El pelirrojo salió huyendo hacia la puerta y en la huida un meteorito del tamaño de un puño brotó de uno de los fusiles pulsátiles, cruzó la sala y le alcanzó en la nuca, matándolo en el acto. Daniel saltó a la zona neutral situada entre la carreta y las columnas, consiguiendo poner a salvo a dos pastores que disparaban impulsivamente, llevándolos detrás del cargamento de cuarzo.
—Vamos, todos adentro —dijo Kawalsky, subiendo rápidamente por la rampa mientras una puerta de guillotina, una gigantesca losa de piedra, descendía de lo alto. Kawalsky era rápido, pero no tanto como para entrar antes de que el monolito sellara la entrada. Cuando se dio cuenta de que no lo conseguiría, redujo la marcha y miró atrás. Nabeh, moviendo las piernas como si fueran de goma y sujetándose el casco con la mano, se acercaba a una velocidad increíble. Kawalsky dudó tanto que el chico lo alcanzó. Alargó la mano, le quitó el casco, lo lanzó como un disco de jugar en la playa y el casco se deslizó por la rampa hacia el menguante hueco de la puerta.
—¡Gooooool!
El casco quedó encajado debajo del pesado bloque de piedra en el momento preciso. Aunque algo aplastado, mantuvo la entrada abierta unos centímetros.
—¡Arranca los maderos de la carreta para hacer palanca!
Kawalsky debía de estar soñando. Aquella losa pesaba tres o cuatro toneladas por lo menos, pero Feretti no dudó en saltar rampa abajo y ayudarle a partir unas cuantas tablas de las carretas.