Stargate (38 page)

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Authors: Dean Devlin & Roland Emmerich

Tags: #Ciencia ficción

Agotado, Daniel se tambaleó y cayó a la arena. El
mastadge
detuvo el paso, miró atrás y empezó a aullar con más fuerza aún que el viento. O’Neil se quitó las gafas protectoras y dio la vuelta a la duna hasta que encontró a Daniel, que estaba ya medio enterrado.

«Un Poco» siguió chillando a la tormenta mientras ambos hombres volvían, pero de repente se puso a trotar y desapareció en la corrosiva noche. Pensando a toda prisa, O’Neil intentó que Daniel llamara al animal antes de perderlo de vista, pero fue imposible. No entendía por qué abandonaba de repente a su querido humano en medio de la tormenta. A pesar de sus gritos, el bicho desapareció.

El coronel arrastró a Daniel hasta lo alto de la duna y allí se sentaron los dos. Habían navegado lo más lejos que podían llegar por el Río de la Mierda y ahora el remo se les había encallado en el desierto. O’Neil se ató más fuerte la capucha y empezó a sentir que la arena se amontonaba en torno a él, enterrándolo vivo lentamente.

Media hora después regresó «Un Poco» aullando al viento. Cuando estuvo cerca, los náufragos distinguieron la silueta de varias figuras con casco que se acercaban a ellos. La figura que iba delante trepó hasta lo alto de la duna, se quitó el casco y las gafas protectoras y empezó a reír a carcajadas. Era Nabeh, el pastor tocado del ala. Tras él, engalanado con el uniforme de la Infantería de Marina los Estados Unidos, apareció Skaara, que, entrecerrando los ojos, miró a O’Neil y le enseñó el pulgar hacia arriba.

Empujado por los chicos, con los ojos hinchados y cerrados, Daniel sintió que lo subían por una ladera hasta la entrada de la caverna. Cuando Kawalsky vio quién era, bajó el fusil y acudió en su ayuda. O’Neil entró por su propio pie y echó un vistazo al lugar.

Una docena de muchachos, sin edad para vestir uniforme militar, estaban embutidos en los trajes de camuflaje que habían rescatado del campamento. Apostados contra los muros estaban los veinticuatro fusiles y varias cajas de munición, y en medio de la cueva se había improvisado un hospital de campaña. Brown, con el brazo en cabestrillo, estaba atendiendo a Feretti.

—¡Lo consiguió! —saludó Kawalsky al coronel, dando un grito de alegría.

Ahora, todos los miembros del equipo que habían sobrevivido estaban juntos y dispuestos. O’Neil le dio unas palmaditas en el hombro, su saludo estilo soldado, y continuó inspeccionando la cueva, notando que Skaara y Nabeh lo seguían como si fueran sus guardaespaldas. O’Neil se volvió y los inspeccionó con cara de contrariedad.

—Vamos, coronel —dijo Kawalsky—, no pertenecen a las Brigadas Especiales, pero están deseando alistarse. —Evidentemente, Kawalsky estaba tan orgulloso del trabajo que habían hecho ese día los muchachos como del de sus propios hombres.

—Teniente, quíteles las armas antes de que se hagan daño.

—Pero, señor…

—Ya me ha oído. Recoja las armas y mándelos a su casa.

Kawalsky estaba a punto de explotar. Estaba harto de que O’Neil irrumpiera en situaciones que no entendía, situaciones que él tenía absolutamente controladas y que lo pusiera todo patas arriba.

—No tienen adonde ir —dijo Kawalsky fríamente, a título informativo—. Si aparecen en la ciudad, los ejecutarán por ayudarnos. Además, su ayuda podría venimos bien, señor. —Su tono de voz no dejaba lugar a dudas sobre a quién pensaba acudir en caso de necesidad.

—¿Para qué? —preguntó O’Neil furioso, mirándolo de frente—. ¿Utilizar su ayuda para hacer qué, teniente?

Pero para Kawalsky la respuesta estaba clara. El equipo necesitaba ayuda para volver a cruzar la Puerta de las Estrellas y regresar a casa sanos y salvos. Le sorprendía que su superior hubiera olvidado el objetivo de la misión.

Daniel, que veía claramente de dónde partía la confusión, se apoyó en un codo y gritó a O’Neil:

—¿Por qué no les dice la verdad? Dígales por qué puso esa bomba junto a la Puerta.

Kawalsky miró fijamente al coronel como si acabara de tomar el mando y le preguntó:

—¿De qué está hablando ese hombre, coronel O’Neil?

—Mis órdenes eran muy sencillas caballeros: enviarles a todos ustedes a casa y después quedarme a investigar cualquier cosa que pudiera representar un peligro para la población de la Tierra. Si encontraba algo —continuó, chascando los dedos—, tenía que destruir la Puerta. Y no me dirán que no hemos encontrado nada.

—¿Y por qué no me informó usted, señor? —preguntó Kawalsky, indignado.

—Tenía que conocer los detalles. ¡Necesitaba saber!

—¿Y yo no, señor? ¿No se le ha ocurrido pensarlo?

—Maldita sea, usted, en teoría, no tenía que estar ya aquí. Ni usted ni nadie. Todos tendrían que haber cruzado ya la Puerta gracias a la pericia del amigo Jackson.

Aunque Kawalsky comprendía las razones de O’Neil, le fastidiaba la situación. Había estado al mando de la operación mucho antes de que apareciera O’Neil y nadie le había hablado de aquella medida de emergencia. No se le escapaba que los cerebros grises del ejército solían tener ocurrencias raras, enigmáticas y a menudo absurdas, pero aquello desbordaba la capacidad de las neuronas de Kawalsky. Y lo malo es que no podía replicar.

Daniel, harto de la imbecilidad y el servilismo que por lo visto conferían los galones, intervino en la polémica.

—Y según el gran plan, ¿se tenía que quedar usted aquí con un arma nuclear? Me encanta, ¿sabe usted?, me encanta. Pues ahora la tiene el niñato ese y mañana la enviará por la Puerta con un cargamento del cuarzo que extraen aquí. En teoría, cuando la bomba parta, el cargamento hará de detonante y provocará una explosión cien veces superior a la capacidad intrínseca de la bomba.

—¿Se lo ha contado nuestro amigo? —preguntó O’Neil con escepticismo.

—Sí.

—Muy bien, no tenemos elección. —El coronel dio un paso al frente, recuperando el mando de la situación—. Tenemos que interceptar la bomba antes de que pueda mandarla…

—Escúcheme, coronel —dijo Daniel—. Es la otra Puerta, la de la Tierra, la que supone un peligro. Piénselo. Mientras esté en condiciones de funcionar, siempre tendrá la posibilidad de emplearla. Por lo tanto, es la Puerta de la Tierra la que tenemos que cerrar.

—Tiene toda la razón —dijo O’Neil—, pero gracias a usted ya no tenemos esa posibilidad, ¿cierto? —Se puso en pie, avanzó a zancadas hacia la entrada de la cueva, todo lo que el huracán le permitió, y tomó asiento allí.

—Lo sabía —dijo Feretti, rompiendo el silencio—. Siempre he sabido que era una misión suicida.

Tardaron más de una hora en serenarse y recordar que estaban todos del mismo lado. Daniel pasó todo el tiempo ocupado explicando las cosas de las que se había enterado dentro de la pirámide y traduciéndoselas a Sha’uri y a los nuevos reclutas.

Cuando todo estuvo otra vez en calma, se acercó a O’Neil, que seguía sentado junto a la entrada contemplando distraídamente la tormenta de arena.

—Entonces, ¿ha aceptado el hecho de que nunca regresará? —O’Neil se sentía tan vacío como el día en que los hombres del general West fueron a buscarle a su casa. Siguió mirando al frente sin parpadear. Daniel volvió a intentarlo—. ¿No tiene personas de las que preocuparse? ¿No tiene familia?

—Tuve una familia —respondió el coronel con voz monótona—. Ningún padre debería sobrevivir a su hijo.

Daniel no supo qué responder. Aunque había sufrido mucho en la vida, seguía sin saber cómo reaccionar ante el dolor de los demás. Era una realidad brutal y estaba más allá del alcance de las palabras. Cuando sus padres murieron, tuvo que aguantar a un montón de necios que se le acercaban para decirle «ahora descansan en paz» y «probablemente ha sido lo mejor». Así pues, no pensaba aliviar el dolor de O’Neil con tópicos azucarados. Pero al mismo tiempo tenía que hacer algo. El coronel se estaba hundiendo en algún remoto lugar de su interior y el equipo no podía permitirse el lujo de perderlo.

—Escuche, coronel —dijo, tranquilo pero apremiante—. No quiero morir. —Esta frase llamó la atención del otro—. Y sus hombres tampoco. Ni estos chavales que nos están ayudando. Es una vergüenza que usted tenga tantas ganas de acabar con su vida.

Las palabras de Daniel le sentaron como una patada en el estómago. Estaba a punto de contestarle, de hacer o decir algo para desembarazarse de Jackson, pero, cuando levantó la vista, éste ya se había alejado y Skaara se acercaba haciendo equilibrios con un cuenco de comida para su coronel.

O’Neil vio que se le derramaba un poco de salsa por el borde mientras el muchacho se mordía la lengua para mantener la concentración. Durante el altercado con Kawalsky, Skaara le había defendido, diciéndole en egipcio al musculoso teniente que se apartara del coronel.

—¿
Anasaar
? —preguntó, ofreciéndole el cuenco.

Sin dejar de pensar en lo que Daniel le había dicho, O’Neil le dio la espalda y concentró la vista en la tormenta. Skaara se quedó perplejo. Olió la comida y pensó que no estaba mal, pese a haberla cocinado en una gruta. Decidió cumplir su cometido y le puso el cuenco delante.

Como el hombre de la boina negra no le hacía el menor caso, Skaara empujó el cuenco para acercárselo un poco, luego otro poco, otro más, y así varias veces, invitando al coronel a comer. Era lo más tonto que O’Neil había visto en mucho tiempo y ahuyentó al muchacho con la mano para que lo dejara en paz. Pero Skaara se dio cuenta de que estaba ganando la batalla e insistió. Cuando O’Neil lo miró con cara de palo para darle a entender que hablaba en serio, y que hiciera el favor de largarse inmediatamente, Skaara se puso a cloquear y a batir los codos con los brazos doblados, imitando a un pollo, numerito que Feretti le había enseñado hacía un rato.

O’Neil acabó por rendirse. Aquello era el colmo de la ridiculez; tuvo que sonreír.

—Un polluelo, ¿eh?

—¡
Boyyuelo
! —repitió el muchacho, con tanta expresividad que el coronel no pudo por menos de echarse a reír. Alargó la mano y con los dedos le revolvió el pelo en un espontáneo gesto de afecto. Luego se inclinó hacia delante y tomó el cuenco, aceptándolo como un regalo.

Veinte minutos después, el cuenco estaba vacío y el coronel contemplaba la tormenta mientras su mente vagaba por otro lugar del universo, transportada al pasado, a una tarde concreta, allá en Yuma. Era un día claro de primavera de hacía dos años. Aparcó, tocó la bocina para avisar que estaba en casa, sacó del garaje la bolsa del equipo y la tiró en la parte trasera del cinco puertas. Volvió a ponerse al volante y tocó de nuevo el claxon, pero en vano. No sabía por qué el crío tardaba tanto, pero fuera lo que fuese no justificaba que llegara tarde al primer partido de la temporada. Cerró el vehículo de un portazo y se dirigió a la entrada principal, que estaba cerrada. Se había dejado las llaves en el coche. Cuando volvió con ellas intuyó que pasaba algo, pero en cuanto abrió la puerta lo supo con toda seguridad.

Echó un vistazo al cuarto de estar. Estaba desordenado, pero nada fuera de lo normal.

—¿Estás aquí, hijo? ¡J. J.!

Entró en esa sala y miró, pero en seguida salió corriendo al pasillo e irrumpió de golpe en la habitación del chico. El suéter de su uniforme colgaba en el respaldo de una silla. Luego fue a su dormitorio. La mesita de Sarah estaba abierta y en teoría debía estar cerrada permanentemente. Fue entonces cuando oyó la sirena y se lo imaginó todo.

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