Stargate (46 page)

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Authors: Dean Devlin & Roland Emmerich

Tags: #Ciencia ficción

Los niños entendieron lo que quería decir y un par estalló en risitas nerviosas por su forma de pronunciar las palabras.

—¡
Ya’ani
! —gritó Ra, inundando el corredor con el alarido. Los niños salieron corriendo en todas direcciones alejándose de allí—. Se acabó la hora de los juegos —dijo, avanzando hacia ellos.

Como a una imagen repulsiva de un sueño olvidado hace mucho, Daniel contempló al faraón dorado, a aquel adolescente bárbaro e inmortal que se aproximaba a él, con las sandalias de oro claqueteando en el frío mosaico del suelo a un ritmo uniforme e inexorable. Se volvió para mirar a Sha’uri, que empezaba a moverse encima del medallón. Necesitaba algo más de tiempo para hacerla revivir.

Ra estaba casi en el medallón cuando Daniel arremetió contra él. Sin ningún esfuerzó, su oponente detuvo su impulso abriendo simplemente la mano y lanzándolo hacia atrás hasta hacerlo caer junto a Sha’uri.

Con toda su audacia, Daniel insistió e intentó atacar nuevamente, pero esta vez el castigo fue más severo. Ra lo detuvo con toda la fuerza paralizante del aparato, retorciéndole los brazos mientras con la mano le obligaba a bajar la cabeza y arrodillarse sumisamente a sus pies. Instantes después, la cara de Daniel empezó a deformarse como el reflejo de un espejo líquido. Todos sus huesos y órganos comenzaron a dilatarse y contraerse, cambiando de forma a medida que el cuarzo, una versión reducida de la Puerta de las Estrellas, empezaba a descomponerlo a nivel molecular. En pocos segundos estaría muerto.

Todavía retenido en el medallón de abajo, Anubis intentaba quitarse de encima al coronel. Pero O’Neil vio el dispositivo que el chacal llevaba en la palma de la mano y recordó que le había visto usarlo para activar el medallón cuando les habían capturado. Era la oportunidad que tenía para acabar con aquello de una vez por todas.

—Recuerdos a Tutijamón.

Levantó la muñeca de Anubis y la puso contra el suelo de un golpe, activando el dispositivo que se ocultaba en el escarabajo. El láser azul empezó a cortar el aire a pocos centímetros de la cabeza de Anubis. Cuando éste vio que el haz luminoso ocupaba el círculo del disco del techo, olvidó el dolor que sentía y se puso como loco. Retorciéndose, sacudiéndose y chillando de horror, buscó un punto de apoyo para apartar a O’Neil. El coronel recordaba que el rayo había partido el pliegue de la ropa de Sha’uri y retuvo medio cuerpo de Anubis dentro del medallón. Esperó a ver qué pasaba cuando la cortina de luz completara el circuito.

Cuando el rayo azul surgió como una daga en el aire, Ra reaccionó aflojando ligeramente la presa sobre Daniel mientras intentaba apartarse. A pesar del dolor, Daniel se dio cuenta de lo que estaba pasando. O’Neil. Estaba en el medallón de abajo tratando de señalarle la forma de salvarse.

Reuniendo las pocas energías que le quedaban, se estiró y agarró la mano de Ra. El faraón no entendía. ¿Por qué quería sujetarle de aquel modo? Apretó el dispositivo y aumentó la intensidad para obligar a su prisionero a aflojar las manos, pero de nada sirvió. Daniel seguía aferrándole.

Las dificultades de Ra eran mayores de lo que había previsto. El cilindro de luz azul había recorrido las tres cuartas partes de su trayectoria. Cuando Daniel vio lo cerca que estaban los dos, empezó a pensar que tal vez pudiera vencer. Levantó ambas manos y sujetó la muñeca de Ra.

—¡Suéltame! —ordenó éste. Pero Ra estaba tan asustado que había cerrado la mano antes incluso de liberarla.

Daniel empezó a sentirse más despejado. Cuando vio que el láser estaba a menos de medio metro, apretó con más fuerza el brazo de Ra, con los dientes hundidos en la parte blanda del hueso. Parpadeó y vio algo que colgaba del cuello de Ra: el disco solar que Catherine le había regalado para desearle suerte.

Al verlo, soltó de pronto una mano y lo arrancó en el preciso instante en que la cortina de luz terminaba su recorrido.

El muro luminoso inmovilizó el brazo del faraón. Daniel se apartó y miró a Ra, que estaba como pegado al medallón, luchando en vano por liberarse. Cuando Daniel y Sha’uri empezaron a difuminarse, también lo hizo parte del brazo de Ra, segado por el rayo. El rey cayó de espaldas sin dejar de chillar de dolor mientras se contemplaba el muñón. A su vez, la máquina le presentó la cabeza recién cortada de su único guerrero capacitado, Anubis, cuyas mandíbulas aún se agitaban.

El faraón adolescente se desplomó y empezó a pedir socorro. Tenía que llegar al sarcófago. Por sus experimentos sabía que la máquina era capaz de reconstruir miembros mutilados, pero de nada le servía saberlo si se desangraba antes de llegar.

Volvió a llamar a sus ayudantes, pero los niños habían huido de la sala o procuraban mantenerse bien ocultos. Enfurecido por la insubordinación, Ra se puso en pie y se envolvió el brazo en los pliegues del faldón dorado. Avanzó hacia el trono tambaleándose, gritando, sin dejar de jurar que castigaría a todos los que habían desatendido su llamada.

Episodio XXIII

El poder supremo

O’Neil reconoció en el acto la mano mutilada de Ra, con el instrumento torturador aún en la palma. Pero cuando apartó la vista del decapitado Anubis, descubrió que Daniel y Sha’uri estaban allí helados, exhaustos y destrozados.

Presa del pánico, el coronel corrió hacia la bomba.
03:46
y continuaba retrocediendo.

Aunque Daniel estuviera consciente, tardaría más tiempo en activar la Puerta de las Estrellas. O’Neil sabía que tenía que despertar a Daniel y detener la bomba, así que corrió hacia ella, tecleó la orden de cancelación y, una vez escrito el último número, pulsó la tecla de introducción y respiró aliviado. Pero fue un respiro prematuro, pues la cuenta atrás continuaba.

03:22… 03:21…

Aterrado, el coronel se devanó los sesos intentando recordar. ¿Qué había olvidado? ¿Por qué no funcionaba el código? Probó nuevamente los códigos y todos volvieron a fallar.

Sin munición, con varias bajas y a falta de cuchillos y bayonetas, Kawalsky no tenía ya ninguna opción. A excepción de Skaara, que quería luchar hasta el final, los demás pastores estaban heridos y agotados.

Las aeronaves habían aterrizado por fin y los dos Horus se estaban aproximando. El teniente sabía que era inútil oponer resistencia.

—Tenemos que rendimos —gruñó.

—¿Qué? —ladró Feretti.

—Perderemos cualquier batalla que iniciemos aquí. Tenemos que rendimos y rezar porque O’Neil esté vivo todavía.

—Si el coronel está vivo, seguro que ya está en Colorado.

—No estoy preocupado por nosotros, Feretti, sino por los niños. Si no oponemos resistencia, puede que sólo los hagan prisioneros.

Sin embargo, aquélla era la única opción que Feretti no estaba dispuesto a aceptar: entregarse. Era algo que se le había grabado en el cerebro desde que iniciara los entrenamientos en las fuerzas especiales. No rendirse jamás. No obstante, cuando echó un vistazo a los chicos heridos, se dio cuenta de que Kawalsky tenía razón.

El teniente tiró a un lado el fusil vacío y fue al encuentro de los dos guardias. Skaara no podía creer lo que veía. Feretti también arrojó su arma y siguió a Kawalsky con los brazos en alto.

Uno a uno les fueron siguiendo los pastores, alejándose de la barricada con las manos en alto. Aunque lo intentó, Skaara no pudo convencerles de que lucharan hasta la muerte. Cuando el último muchacho pasó por delante de él, se resignó, tiró su pistola e hizo lo mismo que los demás.

Anduvieron unos cuantos metros por la arena y se pusieron de rodillas. Kawalsky esperaba que este gesto los salvara de la ejecución. Los guardias estaban aún a más de cincuenta metros cuando de repente montaron los fusiles, dispuestos a disparar. En el silencio del desierto el ruido de esta acción se oía mucho más cerca. Los halcones levantaron las armas, dispuestos a fusilar a todo el equipo. Kawalsky pensó que si veían caer primero a los soldados, tal vez los chicos empezaran a correr, así que se adelantó rápidamente para recibir el primer impacto, pero en ese instante su corazón y sus pies se pararon solos.

Eco de tambores. Los soldados miraron el anillo de dunas que les rodeaba, vacío mientras el ensordecedor caos acústico resonaba en el desierto. Parecía el fragor de mil tambores, golpeados con brutalidad por personas ajenas al tiempo y al ritmo.

Uno de los halcones se volvió y disparó dos veces a los supervivientes y sus carretas, pero todos se pusieron a cubierto un segundo antes de que la pulsación lanzara un ardiente y seco silbido por encima de sus cabezas. Cuando volvieron a levantar los ojos, vieron a un millar de hombres de Nagada al pie de la colina contemplando la escena y a otros cien a sus espaldas, mientras el ruido seguía aumentando de volumen y furor.

Los dos Horus se mantuvieron firmes sin dejar de mirar a los nuevos intrusos, cuyo número aumentaba. Miraron a otro lado y vieron a otro centenar de hombres en una loma, formando una muralla humana entre los pilotos y sus naves. Y cientos y cientos que se acercaban batiendo cacerolas con cucharas, empuñando herramientas de la cantera, cuchillos, escobas, adoquines. Ocuparon las cimas de las dunas, no cientos sino miles, todos contribuyendo a hacer insoportable el ruido. Musculosos jóvenes ejecutaban una rítmica danza riendo y gritando, sintiendo el regocijo de ser colectividad por primera vez en toda su vida. Como animales retenidos durante demasiado tiempo, vibraban de energía, dispuestos a entrar en acción inmediatamente.

Y de repente apareció Kasuf en lo alto de la duna más alta, y cuando levantó los brazos toda la atención se concentró en él. La orden de que cesaran los tambores pasó de boca en boca y en pocos segundos todo quedó en silencio. El anciano se puso delante de la gigantesca horda, pero hacía falta un milagro para detener a la multitud. Bajó a la mitad de la pendiente y se volvió hacia la multitud, indicando que guardaran silencio.

Uno de los pilotos aprovechó el momento para invocar el temor a Ra y, repitiendo una letanía que él y el pueblo conocían muy bien, gritó:


Aten-Re, tiyi harukha khare na’aran Ba, Henten. Re
. —Ra, Señor del Sol, recompensa la piedad y castiga la sedición. Ra, Señor de la Justicia.

Kasuf respondió levantando el báculo en el aire y gritando con todas sus fuerzas:

—¡
Bani dharam Ka
! —¡Poder supremo!

En seguida, todo el pueblo bajó las dunas, invadiendo como un maremoto la arena. Ambos guerreros empezaron a disparar al ritmo que les permitían las armas, sin detener aquella loca invasión. De repente salió de la muchedumbre un largo y sostenido grito de guerra. Nadie lo había planificado, pero ahora que todos vibraban con la misma nota, el grito se convirtió en fuente de fortaleza, recordándoles que eran un solo pueblo y uniéndolos para conseguir una meta común. Y se acercaron en aplastante mayoría como un mar vengativo.

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