En el momento en que la enorme nave espacial despegó de la pirámide, los millares de ciudadanos se volvieron locos de alegría y bailaron como dementes, saltando de cabeza en la arena, cantando, burlándose de la nave y sus herramientas. Saltaban unos encima de otros, se abrazaban y se cogían de las manos. Cualquier cosa servía para expresar el desbordante gozo que les fluía de dentro.
La única persona que no disfrutaba de la victoria era Skaara. Sabía que habían ganado y que había valido la pena. Pero él había perdido a su amigo Nabeh.
Entre la turbulenta multitud divisó el casco que estaba caído junto a la base de la rampa y pensó quedárselo de recuerdo, así que se abrió paso agresivamente para acercarse y recogerlo antes de que se lo quedara cualquier alegre nagadano.
Le faltaba menos de un metro cuando vio una mano quemada que se estiraba y asía el casco. Skaara se aproximó para ver quién era. Nabeh. Chamuscado y sangrando, pero vivo, arrastrándose con sus últimas fuerzas para recuperar el codiciado tesoro. Skaara apartó a la gente a puñetazos para llegar junto a él, cogió a su amigo y lo abrazó con todas sus fuerzas.
—¿Me viste, Skaara? Volaba.
Skaara sonrió con lágrimas de alegría en los ojos.
—Te vi, Nabeh.
Los otros pastores también vieron a Nabeh y llegaron corriendo, y lo mismo les ocurrió a Kawalsky y Feretti, dominados por la emoción del momento. El teniente, preparado para atender heridas en campañas militares, inspeccionó en el acto las de Nabeh. Feretti lo miró preocupado.
—No está tan mal como parece. Se pondrá bien.
Skaara y Nabeh miraron a Kawalsky sin entender una palabra, pero el teniente estaba seguro de que entendieron su tono de voz.
—Te vas a poner bien. Eres un tío duro.
Disfrutando de la victoria, Kasuf casi había olvidado lo de Skaara cuando vio a los muchachos reunidos en torno a Nabeh. El anciano se acercó lo más deprisa que pudo, vio que el joven seguía con vida y, al mirar a Skaara, todos los planes que había hecho para mostrarse inflexible con él se vinieron abajo. Cogió al muchacho y lo abrazó, levantándolo como si fuera un niño, gritando como los demás.
Los niños de Ra salieron corriendo de todas partes. La chica de más edad salió disparada como un rayo hacia la sala de baños, donde sabía que se ocultaban los más pequeños. Los reunió rápidamente, se los llevó al medallón y empujaba al último de ellos cuando Ra salió de su cámara privada y se desplomó en el trono, inclinando el orgulloso porte sobre la mano mutilada y dolorida. Sabía que era demasiado tarde para detener el rayo. Se irguió lentamente y bajó las escaleras, acercándose a los niños, mientras las lágrimas afloraban a sus ojos de color ámbar.
—¡No podéis abandonarme! —chilló.
En parte era una orden y en parte una súplica. Pero, en cualquier caso, llegaba demasiado tarde. La despiadada pared de luz azul estaba a punto de sellarse y, en cuanto lo hiciera, los niños desaparecerían absorbidos desde abajo en una ráfaga de luz.
En el lugar donde habían estado los niños se materializó de pronto la bomba de O’Neil. Fue lo último que vería Ra. Los números rojos de la cuenta atrás parpadeaban en los contadores gemelos, anunciando a Ra su propia destrucción.
00:09, 00:08, 00:07.
Cuando comprendió quién le había enviado el odioso regalo, frunció los labios dejando los dientes al descubierto y emitió un aullido fantasmal cual ráfaga de aire envenenado procedente del infierno.
00:02, 00:01
. Hubo un relámpago y acabó todo. La criatura semejante a la luz se volvió sólida y reventó en un millón de partículas diminutas.
Daniel, Sha’uri y O’Neil salieron de la pirámide tambaleándose, a tiempo de observar cómo desaparecía de la vista la nave de Ra. La muchedumbre apiñada abajo no pudo apartar los ojos cuando la nave empezó a desaparecer.
—Se va —anunció Daniel.
La nave estaba ya a kilómetros de distancia, alejándose a toda velocidad hacia el punto de fuga cuando el contador llegó a cero. Pero si no hubiera estado desplazándose a esa velocidad, el estallido de luz blanca habría cegado incluso a aquella distancia a todos los que estaban abajo. Lo que percibieron tras la brillante pulsación inicial fue un fabuloso espectáculo de fuegos artificiales. A causa no sólo de la reacción nuclear en sí, sino también como resultado de la alta temperatura, que superó el punto de fusión del cuarzo, la nave estalló en mil pedazos, formando largos arcos en el cielo.
—Se va para no volver —añadió O’Neil.
Cuando la gente se dio cuenta de que Sha’uri, Daniel y O’Neil habían salido de la pirámide sanos y salvos, otro rugido de alegría estalló entre la muchedumbre.
Detrás de ellos iban los niños medio desnudos, los jóvenes esclavos de Ra. Miraban a su alrededor y se sentían fuera de lugar entre las gentes toscamente vestidas de las canteras. O’Neil quería hacer una advertencia a todo el que deseara agredir a cualquiera de aquellos niños, tomándolos por símbolos de Ra, así que se puso a uno en la cadera y con la otra mano enseñó su pistola.
Kasuf y su séquito se arrodillaron para rezar, pero Skaara dejó atrás a su padre y subió hasta la mitad de la rampa mirando a O’Neil y a los demás. Con una dilatada sonrisa, el joven se llevó la mano a la sien a modo de saludo militar. Hubo algo en el gesto que conmovió a O’Neil, que se quedó mirando al chico sin poder hablar. Poco a poco, todo el equipo de pastores se puso detrás de Skaara y saludó.