Ra llegó presuroso al sarcófago y se abalanzó sobre la losa del interior. Temblando descontroladamente, se cubrió con el sudario mientras la tapa se cerraba lentamente por encima de él. El sordo zumbido de la máquina era tan sedante como una canción de cuna. Aquello significaba que cesaría el terrible dolor del brazo, que despertaría con un muñón curado que con el tiempo se convertiría en mano. Pero había más. Estar en la máquina significaba la placidez total y el voluptuoso sueño de la muerte. El sarcófago era lo único por lo que sentía cierto afecto; se arrastraba hasta su interior siempre que necesitaba aliviar su enfermedad crónica: la soledad.
Ra no tenía amigos, carecía de relaciones. Desconfiaba de todo el mundo excepto de sus niños, pero éstos eran tan incultos que no resultaban una compañía grata. En realidad, sólo eran sus mascotas. Y no tenía a nadie con quien hablar. Llevaba miles de años ganando todas las discusiones, aunque fueran por una memez. Había prohibido la escritura y todos los planes de enseñanza de la cultura anterior a la esclavitud. En menos de cien años de gobierno, sus súbditos se comportaban ya como si hubieran sufrido una lobotomía. Dueño de su propio destino, el mundo que le rodeaba era fiel reflejo suyo, y este mundo era árido y estéril. Ser tan viejo tenía sus desventajas.
Poco antes de que se cerrara la tapa del sarcófago, como un recién nacido que vuelve al vientre materno, oyó el espantoso ruido de voces que había estallado afuera.
Alarmado, salió del sarcófago y fue tambaleándose a sus aposentos privados, dirigiéndose al enorme ventanal para ver el feroz espectáculo que se había improvisado en la arena. Cuando sus soldados salieron corriendo, no le hizo falta ver más. Lo único que podía hacer era escapar.
Fue al panel de control y programó los instrumentos. En seguida empezaron a chirriar los elevadores mientras las gigantescas argollas de cuarzo despedían cantidades ingentes de aire bajo los laterales de la pirámide. Cuando las grandes secciones doradas de la nave espacial empezaron a plegarse, algunos niños se habían reunido ya en los brazos de Khnum, pataleando encima del medallón como habían visto hacer a Daniel, intentando escapar antes de que Ra cumpliera la amenaza de castigarles.
Como un banco de pirañas, la muchedumbre acudió desde todos lados y cayó encima de los soldados, arrancándoles los miembros uno por uno. El ataque continuó hasta que los dioses no fueron más que manchas de sangre en manos de la gente.
Al mismo tiempo, otra multitud se apiñó en la rampa, esforzándose para derribar la colosal puerta de piedra. Trabajando a las órdenes de Kawalsky, la levantaron con facilidad y pusieron montones de piedras sueltas para calzarla y mantenerla abierta. Casi todos los que entraron se quedaron merodeando por el Vestíbulo, temerosos aún de penetrar en la oscuridad y enfrentarse al mismísimo Ra.
No existía un plan de ataque concreto, sólo un desfile continuo de personas por el desierto para impedir que Ra hiciera daño a Sha’uri, los pastores y los terrícolas. Una vez eliminados los Horus, que eran el primer objetivo, la entrada volvió a convertirse en un caos. Kasuf convocó inmediatamente a los Ancianos para consultarlos.
De pronto se oyó en el cielo un estallido que acalló a la multitud en un abrir y cerrar de ojos. Siguió el profundo rugido de la maquinaria interna de la nave entrando en funcionamiento. Las largas pinzas de los brazos estabilizadores se soltaron solas y los paneles de la megalítica vidriera empezaron a deslizarse. Ra huía.
Los nagadanos habían ganado. Cuando fueron tomando conciencia de este hecho, un grito de alegría estalló en la multitud, el grito de victoria de unos conquistadores sin afán de conquista, porque lo cierto era que no habían acudido allí para obtener una victoria; habían ido a defender a los terrícolas y a los pastores, héroes de la ciudad.
Pero a un nivel más profundo, habían acudido porque podían hacerlo. Por primera vez en la memoria colectiva del pueblo, vieron que podían elegir. Cuando los soldados de Ra llegaron a la ciudad matando y quemando indiscriminadamente, nadie se enfrentó a ellos; ni siquiera el hombre más fuerte que hubiera presenciado el asesinato de su hijo se habría atrevido a rebelarse. Luego llegaron aquellos hombres, los primeros visitantes de la historia, y cambiaron radicalmente las cosas. Con ayuda de dos hijos de Kasuf habían matado al malvado Horus en la cantera y luego habían ido a desafiar a Ra en su propio templo. Si un milagro es un acontecimiento que inesperada y masivamente amplía la definición de lo posible, entonces la llegada de
Dan-yor
y los soldados podía considerarse como tal. Cuando empezaron a difundirse las noticias de sus hazañas, un sentimiento vivificante inundó la ciudad, la intuición de que súbitamente cualquier cosa era posible. Así pues, habían acudido dispuestos a acabar con Ra.
Se les había caído la venda de los ojos y el hábito de la obediencia había sido reemplazado por la sed de justicia.
Toda la cara de Daniel era una magulladura morada y azul, como lo eran también sus manos y sus hombros, todas las zonas de su cuerpo que habían recibido el impacto del dolorosísimo poder desintegrador de la joya de cuarzo. La sangre que le salía de la nariz y los oídos indicaba claramente la posibilidad de que tuviera alguna hemorragia interna. Pero sus constantes vitales eran normales. Las heridas parecían más graves de lo que realmente eran, porque el instrumento no había tenido tiempo de alcanzar la masa crítica y licuar a Daniel por dentro. Una vez liberado de la magia negra del pequeño medallón, el daño había cesado al instante.
El rugido de la nave espacial durante el despegue despertó a Daniel, obligándole a abrir los ojos de golpe. Sonrió al ver a Sha’uri, que también empezaba a recuperar la conciencia. Tenían los dos un aspecto horrible. Ella le devolvió la sonrisa.
De repente Daniel recuperó la memoria. ¿Dónde estaba O’Neil? ¿Y la bomba? Se incorporó y escrutó la sala, divisando al coronel junto al artefacto, tocando todos los paneles de control que encontraba. No había conseguido detener la cuenta atrás.
00:41, 00:40, 00:39.
Daniel se puso en pie de un salto y corrió hacia él asustado, tambaleándose mientras la sala temblaba violentamente.
00:32, 00:31, 00:30.
—¡Párela! ¡Ra se marcha! ¡Hemos ganado!
—¡Ya lo intento! ¡Está manipulada! No puedo detenerla!
—¿Manipulada? ¿Por quién? —La respuesta era una fea y siniestra verdad que O’Neil sólo deseaba fuera una broma.
—Servicio de Información Militar —dijo.
00:22, 00:21, 00:20
. Ambos hombres miraron la bomba atónitos. Luego se miraron entre sí y se pusieron a hablar a la vez. Habían tenido la misma idea.