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Authors: Dean Devlin & Roland Emmerich

Tags: #Ciencia ficción

Stargate (44 page)

O’Neil se acercó a las escaleras situadas en la base del gigantesco anillo, con intención de recoger el arma que había dejado en la mesa de la bandeja. Pero no se detuvo allí. Daniel le dio un empujón y, al estrellarse contra la mesa, cayó rodando al otro lado junto con la bomba.

Cuando O’Neil quiso incorporarse y llegar al medallón, Daniel estaba ya detrás de la brillante cortina de luz sosteniendo a Sha’uri en brazos. Ajeno al peligro, dejó que las piernas de la chica quedaran demasiado cerca del haz de luz y cuando los rayos se cerraron formando un cilindro, un pliegue de la túnica de la muchacha quedó fuera. El rayo atravesó la tela y la cortó limpiamente. O’Neil la vio caer al suelo.

—Jackson, ¿qué demonios está haciendo? ¡La bomba! Cuando ya empezaba a desaparecer, Daniel le dijo algo tras la cortina luminosa. Ningún sonido podía cruzar aquella barrera, pero el coronel estaba seguro de haber leído en sus labios la palabra «espéreme».

Luego se desvaneció, desintegrándose en una ráfaga de luz ascendente.

O’Neil se giró para comprobar el reloj:
11:08
.

Un golpe violento. El coronel lo recibió en la barbilla y cayó de espaldas. Cuando levantó la vista, sintió un hormigueo punzante en la nuca. Sabía que tenía que llegar este momento. Acechándole desde arriba, en actitud asesina, estaba el fósil deformado que tanto le había dado que pensar en el silo: el imponente guerrero con armadura y cabeza de chacal. El mejor guerrero de Ra: Anubis.

Tenía que llegar a la bomba y detener la cuenta atrás para dar tiempo a que volviera Jackson.

Kawalsky lo intentó con todas sus fuerzas, pero no pudo mover la carreta. Cuando los dos primeros pastores salieron de las dunas, se agazapó contra un lateral del vehículo y les explicó a toda prisa su plan.

—Lo primero es volcar esta carreta. Luego esa otra para traerla aquí y construirnos un pequeño fuerte, ¿estamos?

—¡
Shtamos
! —exclamaron entusiasmados los chicos. Kawalsky los miró de nuevo—. No habéis entendido una palabra de lo que he dicho, ¿verdad?

Verdad. Ninguno había comprendido el plan del teniente. Pero sí habían captado la esencia de sus palabras: va a ocurrir algo y tenéis que colaborar.

Cuando vio que el cielo estaba despejado, Kawalsky saltó, colocó a los chicos a ambos lados y, todos juntos, consiguieron volcar la carreta, esparciendo el cargamento de cuarzo por la arena. Después de arrastrar un poco el vehículo y darle la vuelta, se dirigieron al segundo.

Skaara y Feretti llegaron a tiempo para echarles una mano. Tiraron fácilmente la carga, dieron la vuelta a la carreta y después se metieron debajo para evitar la siguiente pasada de las aeronaves.

A cuatro patas, Kawalsky calculó el peso de la carreta y acto seguido, al igual que Atlas, la fue levantando poco a poco con los hombros. Los demás le imitaron, levantaron la carreta y retrocedieron después hacia los obeliscos.

Una vez instalado el puesto de mando temporal, Skaara llamó a los demás pastores para que se refugiaran allí. Kawalsky y Feretti les cubrieron y los chicos salieron corriendo de entre las dunas esquivando a los planeadores.

—¡Nabeh!
Anda ni, anda ni
—gritó Skaara.

Nabeh estaba todavía en lo alto de la rampa, casi a cien metros de ellos. Reuniendo todo su coraje, empezó a bajar como un patizambo hacia el centro de la pendiente a toda velocidad, sin que hubiera ninguna nave a la vista. Pero cuando estaba a medio camino, uno de los pilotos lo divisó y viró hacia allí.

Skaara trató de advertirle.

—¡
Khem eem, khem eem
!

Pero Nabeh, paralizado por el impulso de la carrera, siguió avanzando. Skaara salió del refugio antes de que pudieran detenerlo, corriendo e indicando a Nabeh que saltara de la rampa, pero antes de poder hacer nada, el pequeño reactor disparó dos veces seguidas. La tierra que había delante de Nabeh estalló en piedras y polvo. Skaara sintió la oleada de calor pasar por delante de sus mejillas un segundo antes de ser golpeado por la primera piedra voladora.

La brisa llevó el polvo directamente hacia los rebeldes. Cuando finalmente se despejó, no había rastro de Nabeh ni de lo que había ocurrido. La única pista era el casco verde deformado que llegó rodando con el humo como un neumático borracho.

Skaara llamó desesperadamente a su amigo, pero pronto se vio arrastrado hacia atrás. Tenía la manaza de Kawalsky en la muñeca y tiraba de él hacia la barricada. Lo metió debajo de la carreta y lo retuvo hasta que dejó de forcejear. Consultó con Feretti las opciones que tenían y en menos de un minuto llegaron a la conclusión de que ya no les quedaba ninguna.

—Bueno, al menos podemos concentrar todo el fuego en el mismo objetivo —dijo Kawalsky, montando el lanzagranadas que habían rescatado los pastores—. Me voy a cargar esos aviones con este bicharraco.

Feretti rodó de espaldas y sacó tres granadas de su larga túnica.

—En circunstancias normales le explicaría por qué esto no es un plan, técnicamente hablando. Le daría una lista de razones para que entendiera que no es más que un patético sucedáneo de plan. Pero en este instante me parece un plan. Así que llevémoslo a cabo.

En cuanto quedó explicada la estrategia, uno de los planeadores se aproximó lentamente, estornudando una serie de disparos bien calculados. Los militares apuntaron a la nave y los chicos comprendieron en el acto.

—¡Ahora! —gritó Kawalsky. Diez fusiles convencionales más Feretti con el lanzagranadas salieron repentinamente del búnker, apuntaron y empezaron a hacer agujeros en el cielo.

Una de las granadas rozó la cola del planeador. No había dañado su estructura, pero consiguió desestabilizarlo y por un instante pareció como si el desviado
udajit
fuera a estrellarse contra las carretas. Pero el piloto recuperó el control. Sin embargo, se oyó un violento impacto cuando el ala se partió al chocar con uno de los obeliscos, cayó en barrena como una estrella fugaz y explotó en una bola de fuego.

Daniel llegó al palacio y se encontró frente a la bruñida escultura del dios carnero Khnum. Miró a su alrededor dispuesto a enfrentarse con quien fuera preciso, pero la sala estaba completamente vacía.

Con Sha’uri en brazos, empezó a correr hacia el espléndido salón del trono mientras las colosales figuras talladas en las columnas parecían seguirle con la mirada. El claqueteo de sus botas resonó en las paredes cuando atravesó el corto pasillo que conducía al sarcófago que le había resucitado.

Estaba abierto. Depositó a Sha’uri en el duro lecho del sarcófago y retrocedió unos pasos cuando la máquina empezó a funcionar. Observó cómo el cuerpo de Sha’uri se deslizaba en el interior de la tumba vivificadora y cómo sus gruesas paredes se cerraban lentamente. Cuando la joven desapareció de su vista, Daniel se dio cuenta de lo estúpido que era todo aquello. No tenía idea de cuánto podía durar el proceso, ni siquiera sabía si tenía que activar la máquina de algún modo. Estaba atrapado en la ciudadela de Ra y no tenía salida. Mientras transportaba a Sha’uri al medallón, le había pasado vagamente por la cabeza la idea de razonar con Ra, suplicarle, darle algo a cambio. Ahora que tenía más tiempo para pensar, se daba cuenta de lo absurdo de la ocurrencia.

Ocultándose tras el dorado féretro, intentó no pensar en las implicaciones de lo que había hecho. Bajó la mirada y vio que aún sostenía en la mano la hoja de papel con las coordenadas de la Tierra. Se golpeó la cabeza contra el sarcófago varias veces. Había malgastado la oportunidad de volver al silo y cerrar definitivamente esta caja de Pandora antes de que escupiera sus demonios en las montañas de Colorado.

Se dio la vuelta y empezó a estudiar el lateral del sarcófago, esperando hallar alguna pista. Grabada en los largos paneles de oro estaba la historia de Osiris, descuartizado por sus enemigos, cuyos restos habían sido esparcidos por todos los rincones del Nilo. Su esposa, Isis, vagó mucho tiempo por el país reuniendo poco a poco los pedazos. Cuando tuvo el cuerpo completo, lo envolvió con tela y papel. La última parte del grabado mostraba a Osiris renacido.

Daniel levantó la vista y vio a Ra, erguido serenamente al pie del misterioso ataúd. Retrocedió al otro extremo de la caja y dio unos pasos hacia la puerta. Ra no hizo nada por detenerlo. En la entrada del pasadizo, Daniel vio a los niños que salían de los aposentos de Ra y bajaban la escalera del trono. Su primer impulso fue salir huyendo, pero luego recordó la bomba que estaba abajo. No tenía adónde ir.

Ra se adelantó desconcertado, situándose entre Daniel y el lugar donde estaba Sha’uri.

—¿Por qué? —preguntó con voz áspera—. ¿Por qué venir aquí ahora? —Daniel no se movió, no respondió—. ¿Por esto? —Ra echó un vistazo al sarcófago y volvió a mirarle—. ¿Has puesto algo dentro?

Daniel se abalanzó sobre Ra, pero fue sometido rápida y violentamente. Ra abrió la palma de la mano y mostró el letal medallón con el que tanto le gustaba experimentar. Incluso antes de que Daniel se aproximara, la pequeña joya lo lanzó hacia atrás como si hubiera chocado contra un autobús, dejándole la piel escocida, sensación que recordaba haber sentido en el viaje a través de la Puerta.

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