Sujeta a la espalda llevaba el arma de cañón largo, pero su herramienta de trabajo preferida era el látigo de cuero y azotaba a los obreros casi continuamente en su ansia por llevar el cargamento a su amo lo antes posible. Unos cuantos trabajadores, más viejos, ya se habían desmayado, pero habían tenido la prudencia de hacerlo fuera de la vista del guardia de casco de halcón.
Por encima de los riscos de la cantera, dispuestos a emprender la marcha en dirección a la pirámide, se hallaban cuatro fuertes
mastadges
unidos a cuatro carretas, todos lavados, acicalados y ataviados con gualdrapas, campanillas y largas guirnaldas de flores secas del desierto. Cada una de las destartaladas carretas servía para transportar una tonelada de cuarzo aproximadamente y cuando los obreros acababan de llenarlas saco a saco, se ponían en camino. Según la tradición, la primera carreta se llenaba con los pedruscos mayores, cuyo tamaño no superaba al de una nuez, y la última, la más pesada, sólo transportaba polvo de cuarzo.
Situados en diversos puntos de la cantera había media docena de pabellones de procesamiento, señalados por pequeños obeliscos que sobresalían del techo de lona de una gran tienda de campaña. Era allí donde el cuarzo se seleccionaba, se clasificaba en función del tamaño y la pureza, y luego se lavaba. Todo servía, hasta el más minúsculo grano, que se fundía con otros materiales para producir valiosas aleaciones.
Los obreros llevaban los sacos de mineral hasta la base de las gigantescas escaleras que ascendían como una cicatriz por un lateral de la cantera. Trepar por ellas no era asunto fácil, pero trepar con cincuenta kilos a las espaldas y más de treinta grados al sol no sólo era agotador, sino peligroso. Y aquel día, cuando casi todos los nagadanos habían sido obligados a regresar, los seleccionados para el trabajo tenían que subir muchas veces las escaleras.
Uno de los obreros perdió el sentido y se desmayó cerca del lugar en que se había apostado el guardia Horus. Llevaba un rato esperando su turno al pie de la escalera cuando al parecer fue presa del calor. Varios obreros que estaban cerca intentaron ponerle de pie, pero antes de que les diera tiempo el guardia llegó corriendo y gritando al hombre que se levantara y siguiera trabajando.
Cuando lo tuvo a tiro, el corpulento guerrero lanzó un latigazo a la espalda del hombre, cortándole la gruesa tela de la ropa. El pobre hombre se esforzó por recuperarse, pero volvió a desplomarse sobre la arena, lo que irritó aún más al Horus, que desenvainó una daga dentada, dispuesto a dar una buena lección a los demás.
Sin embargo, en el último segundo el minero saltó ágilmente y apuntó al vigilante con un fusil pulsátil, el mismo que Ra había entregado a Daniel. El guardia, helado, se quedó mirando fijamente al obrero: era el coronel O’Neil. Sin apartar la vista de él, el coronel cargó metódicamente el arma y se puso de pie mientras otros «mineros» sacaban también los fusiles escondidos bajo la ropa y apuntaban al Horus.
Lentamente, el guerrero aflojó los dedos y dejó caer el látigo. Kawalsky se apresuró a quitarle el arma que llevaba a la espalda.
Pero en ese instante se oyó la voz de Kasuf gritando en lo alto. Se acercó aterrado al borde del barranco y observó la confrontación. Cuando vio lo que estaba ocurriendo, se llenó de pánico y empezó a chillar y a señalar con el dedo. Cientos de mineros sorprendidos empezaron a rodear lentamente al heterogéneo comando y a su prisionero, sin saber claramente qué hacer. No obstante, lo que decía Kasuf estaba surtiendo efecto. O’Neil vio que Sha’uri, Skaara y los demás aficionados del grupo miraban y escuchaban al anciano. Sabía que el viejo intentaba asustarlos para que volvieran a obedecer, así que era necesario hacer algo inmediatamente.
—Jackson —gritó el coronel—, ¿qué está diciendo?
Daniel escuchó unos instantes e intentó traducir la arenga de Kasuf.
—Dice que hemos venido a traer la desgracia a este pueblo… rábanos, una matanza. Que Ra matará a todo el que le desobedezca, y ahora… Ahora les está pidiendo que no colaboren con nosotros… que no despierten la ira de los dioses.
—Que no despierten la ira de los dioses, ¿eh? —O’Neil miró al Horus con desprecio. Tranquilamente, cubrió la distancia que les separaba y miró la máscara dorada, exactamente la garganta de la gran máscara de halcón. Estaba frente a la temida deidad y no le impresionaba lo más mínimo. Todos tenían la atención puesta en él. Y de repente, con la misma indiferencia con que se había acercado, dio la espalda al guerrero, sin alejarse. Sabía que sus hombres lo detendrían en caso de que intentara algo. O’Neil meneó la cabeza fingiendo que no entendía nada.
—¡Este hombre no es ningún dios!
Giró sobre sus talones, apuntó al pecho del Horus y apretó el gatillo. El impacto se estrelló en el peto blindado del corpulento soldado, lanzándolo de espaldas como si lo hubiera atropellado un camión.
—¡
Nghaaaaah
! —gritó Kasuf, como si el disparo lo hubiera recibido él.
Pero el chillido se fue modulando hasta convertirse en un largo y quejumbroso gemido que se difundió por el valle. Kawalsky, O’Neil y Brown, sin saber qué hacer, se concentraron en contener a la multitud con los fusiles. Ninguno de los mineros podía creer lo que acababa de hacer O’Neil. Unos días antes habían sufrido las consecuencias de la ira de Ra, aguantando indefensos mientras su ciudad era saqueada e incendiada por un delito mucho menor, y ahora este violento milagro, este crimen imposible, inimaginable, se había llevado a cabo sin previo aviso delante de sus propios ojos. Unos cuantos mineros se arrodillaron en seguida y, siguiendo el ejemplo de Kasuf, empezaron a orar fervientemente. Pero casi todos estaban demasiado confundidos para reaccionar.
O’Neil ya estaba dispuesto a todo. Se dirigió a sus hombres y gritó la orden.
—A las carretas. ¡Ya! —Y encabezó la marcha abriéndose paso entre la muchedumbre hacia la base de los riscos.
Daniel sabía que había algo que no andaba bien. Rezagado, miraba los rostros del populacho aturdido; rostros asustados y absolutamente perplejos que evitaban su mirada. Era evidente que no entendían lo que había pasado y, sin saber muy bien por qué, advirtió que era necesario que comprendieran que se trataba de un tiranicidio.
—¡Un momento! —exclamó.
Se acercó corriendo al cuerpo sin vida del guerrero y desactivó los enganches del casco. Las láminas de metal de complicados ornamentos se replegaron en el collarín dorado que le cubría la parte superior del pecho. Bajo la máscara se veía la vulgar cara del soldado más negro de Ra, el que había dirigido la matanza de Nagada. A excepción de la armadura y el
udjat
que llevaba tatuado en el hombro, parecía hijo de cualquier familia de la población. Daniel lo incorporó para sentarlo y mostró el cuerpo a los mineros reunidos.
—¡Mirad a vuestros dioses! —gritó en egipcio, para que su voz se oyera por encima de las plegarias de Kasuf—. ¡Es un hombre como los demás!
Al instante, tanto la voz de Daniel como la del anciano quedaron ahogadas por los murmullos que se extendieron como un reguero de pólvora entre las filas de obreros. Fue un momento extraordinario. Daniel contempló cómo a este pueblo maltratado se le caían de los ojos los velos de la ilusión. Con cierta dosis de teatralidad, empujó el cuerpo inerte y lo dejó caído en el fango. Recogió el fusil que le había dado Kawalsky y se apresuró a reunirse con el pelotón.
Casi todos los nagadanos se habían puesto decididamente de su lado. Al pasar por delante de ellos, muchos pronunciaron palabras de ánimo y felicitaciones. Estimulado de este modo, Daniel apretó el paso, pensando en lo bien que había sabido resolver la situación. Entonces divisó a la bella Sha’uri sonriéndole con orgullo, aunque cambió rápidamente su expresión por otra de horror cuando miró en dirección al Horus. Los gritos de la multitud le alertaron del peligro inminente.
El disparo de O’Neil sólo había dañado la armadura. Había dejado inconsciente al hombre, que se había recuperado y ahora blandía ofuscado una herramienta, una piqueta que había cogido del suelo. Cuando Daniel se giró, el guerrero estaba a punto de alcanzarle con el arma. Sin tiempo para pensar, Daniel apuntó con su fusil y disparó. Era la segunda vez en su vida que apretaba un gatillo, pero aquel disparo fue a parar exactamente donde debía, debajo del peto del hombre, destrozándole el estómago. El impacto lo lanzó por los aires y aterrizó dándose con la cabeza en el borde de un muro de contención. Hasta los soldados profesionales hicieron una mueca de dolor en el momento del impacto. Y si los mineros estaban confusos antes, ahora no salían de su asombro. Claro que no había nadie más aturdido que Daniel, que seguía allí con el arma temblándole entre las manos.
—No es tan fácil, ¿eh? —le dijo O’Neil, que había bajado la escalera y le quitaba ya el fusil.
Fue idea de Nabeh cambiar al animal que guiaba la caravana por la repugnante y babosa bestia que había salvado la vida a Daniel y O’Neil durante la tormenta, una acción heroica que le había granjeado el derecho de integrarse en el equipo. Con ayuda de las guirnaldas y las ajorcas del otro bicho, los muchachos hicieron cuanto estuvo en sus manos para mejorar su aspecto antes de uncirla a la primera carreta.
En cuanto Daniel acabó de subir la escalera, gritó la orden de que partiera la caravana, orden que Skaara transmitió a los otros pastores. Así pues, con «arres» y otras interjecciones movilizaron a los
mastadges
. Aunque las carretas iban cargadas hasta arriba de pesado mineral, las potentes bestias tiraban de ellas con increíble soltura. O’Neil esperaba un lento y arduo avance por la arena, pero vio que tenía que correr tras la última carreta para mantenerse a la par.
A la sombra de los obeliscos, Daniel vio a un Kasuf furibundo sujetando a Sha’uri por la manga de la túnica gris. Evidentemente la estaba riñendo por haber tomado parte en lo que él consideraba un acto de locura suicida.
Kawalsky aceleró el paso para unirse a la caravana, pero Daniel se quedó atrás, contemplando la escena con sentimientos encontrados. Sha’uri era una pieza clave en el plan que ella misma había ayudado a crear. El equipo la necesitaba. Por otro lado, era muy peligroso llevarla. Existía la posibilidad de que los mataran a todos, hecho que los pastores parecían no entender. Daniel estaba dispuesto a asumir el riesgo porque quería proteger a la Tierra, pero ¿para qué poner en peligro la vida de Sha’uri por un planeta del que no había oído hablar hasta hacía unos días?
Kasuf continuaba gritando y la muchacha se mostraba visiblemente abatida. Enseñada a obedecer ciegamente, sobre todo a aquel hombre que además de ser su padre era también jefe y patriarca de su pueblo, permaneció inmóvil. Cuando levantó la vista y vio a Daniel, sacó valor para explicar por qué tenía que ir a la pirámide, pero lo único que consiguió fue avivar la ira del anciano.
Desde antes de nacer Sha’uri, Kasuf había predicado la sumisión a Ra, para evitar a su rebaño conflictos de los que inevitablemente saldría perdiendo. Era de los pocos que conocía toda la historia secreta de las antiguas rebeliones de Nagada y sabía lo mal que habían acabado siempre. Su pueblo creía que él ya había probado la venganza de Ra cuando los Horus se presentaron para arrasar la ciudad como castigo, pero el anciano sabía algo más. Sabía lo maligno y despiadado que podía ser el dios sol. Para Kasuf, aquel momento era como el fin del mundo; sentía que el cielo se caía a pedazos encima de él y le parecía que en ese instante Sha’uri era lo único en el mundo que él podía controlar, así que no estaba dispuesto a consentir que aquella jovencita ignorante le dijera cómo tenía que comportarse con su implacable dios.
—Sha’uri.
Cuando escuchó a Daniel pronunciar su nombre, tomó la decisión de una vez por todas. Lenta y deliberadamente, se soltó de Kasuf. Al fin y al cabo, era más fuerte que él. El anciano retrocedió unos pasos, horrorizado ante este acto de insubordinación. Sin rencor alguno, Sha’uri le dijo que era mejor morir de pie que vivir de rodillas. Fue duro decirle aquello a un anciano al que quería. Después salió corriendo para alcanzar a Daniel. Cuando se acercó, Daniel recordó de repente la fórmula de poder que tan alegremente le había confiado Ra: Mito, Fe, Costumbre.
La gente de la mina que había presenciado la confrontación y la ejecución había podido comprobar con sus propios ojos la falsedad de uno de los mitos de Ra: la inmortalidad de los dioses. Esto había minado gravemente su fe. Pero al volver la vista y mirar a Kasuf, Daniel se dio cuenta de que el elemento más difícil de eliminar, el más duradero, era la costumbre.
Ra estaba recostado en un sillón mirando por la gran ventana de la nave piramidal, con la vista perdida en el infinito desierto vacío, acariciando ociosamente al gato negro que yacía tendido en su brazo. Lo había bautizado con el nombre de Hator en honor de la diosa que en una ocasión había salvado su feudo inundándolo con la sangre de los rebeldes. Unos años antes de que la Puerta de las Estrellas quedara sellada y enterrada para siempre, habían llegado a la Tierra versiones muy contradictorias de este hecho. Recogidas por los escribas en papiros y labradas en la piedra por los canteros, Daniel conocía los detalles, pero siempre los había considerado una parte más de la «mitología» egipcia.
El juvenil faraón, sin adornos en la cabeza y mostrando el color tostado y natural de su piel, divisó la caravana serpeando por el mar de arena. Se levantó y la contempló durante unos segundos. Nada distinguía aquella caravana de las muchas que había visto en su vida, pero había algo en la escena que despertó una ligera sonrisa en sus labios. Se alegró de que el hombre de tez clara y con gafas hubiera escapado. Hacía que todo resultara más interesante. Existía incluso la posibilidad de que formara parte del equipo que iba a hacer la entrega del material, disfrazado sin duda como un obrero más.