La niña bajó la rampa sin apartar los ojos del suelo, concentrada exclusivamente en su misión: decir a los tambores de Nagada que empezaran. Después de haber, llegado a la pirámide cuando era muy pequeña, no recordaba haber visto a nadie que no viviera dentro de sus confines. Tampoco lo había deseado. Le habían enseñado que los mineros eran esclavos repugnantes, portadores de enfermedades, inferiores en todos los sentidos a quienes, como ella, vivían cerca de Ra. El sorprendente contraste entre su belleza y la mirada abatida de aquellas personas no hacía sino reforzar los prejuicios que le habían enseñado.
Localizó al jefe de tambores y le recitó la orden de que empezara. En el último segundo, lo miró a los ojos y se quedó boquiabierta ante lo que vio. No sólo era un hombre brutalmente feo según los cánones de palacio, sino que además era increíblemente viejo. ¡Debía de tener más de cuarenta años!
Aunque ella y sus compañeras sabían lo que era envejecer, ninguna había visto nunca a nadie mayor que Ra, que se había detenido en los veinte. Cuando los niños de palacio llegaban a esta edad, unos cuantos elegidos pasaban a ser guardias Horus. Entre ellos, sólo los mejores luchadores tenían la oportunidad de ser Anubis, el paladín de Ra. Y sólo había una forma, extremadamente difícil, de alcanzar ese codiciado puesto: matar al Anubis del momento. Los niños que no llegaban a guardias eran sacados de allí, pero ninguno sabía exactamente adónde.
La niña retrocedió asustada al ver a aquel hombre horrible de cara cuarteada por el sol. En dos ocasiones había visto descargar las caravanas de cuarzo, pero siempre desde la suprema altura de la nave espacial. Desde allí los mineros eran simples motas oscuras escurriéndose por la arena, anónimas hormigas obreras. Súbitamente, la muchacha comprendió lo que significaba envejecer. Dio media vuelta y subió corriendo a lo alto de la rampa, donde una docena de niños de palacio acababa de salir a la luz del día.
Los tambores empezaron a sonar apagando los murmullos de la muchedumbre, haciendo que todos dirigieran su atención a la entrada. Pero lo que vino a continuación fue una escena patética, una ceremonia religiosa manipulada políticamente y destinada al autoengrandecimiento personal: Ra homenajeando a Ra. Peor aún: Ra obligando a otros a alabarlo en un ritual tan sutil, disimulado e imparcial como las opiniones de la muchedumbre durante un partido de fútbol. A los terrícolas les resultó nauseabunda aquella entrada aparatosa y extravagante. Los largos cortinones de seda burdeos se abrieron y dejaron al descubierto un hermoso trono apoyado en dos largos maderos. Los cuatro guardias Horus que flanqueaban la rampa lo levantaron y lo sacaron a la luz del sol.
Instantes después, Anubis, el terrible guerrero de cabeza de chacal, cruzó la puerta llevando a Daniel por el brazo. Los terrícolas, que seguían arrodillados a pocos metros de allí, se miraron perplejos. O’Neil parecía que hubiera visto un fantasma, cosa que de alguna manera era cierta.
—Nos dijo que había muerto —le reprochó Kawalsky, desconfiando más que nunca de su superior.
El coronel no supo qué responder. Había algo que no encajaba en todo aquello. Había visto con sus propios ojos el pecho y el vientre de Daniel literalmente destrozados. Ningún cuerpo humano podía sufrir un daño así y seguir con vida, ni siquiera a medias. Pero había algo más. Parecía que Daniel era ahora incluso más fuerte, que estaba más vivo. No llevaba las gafas, pero no se movía con su típica torpeza de repelente niño Vicente. O’Neil pensó que podía muy bien tratarse de un impostor. O tal vez de un hechizo practicado por Ra. Y lo que alimentaba sus sospechas era que Daniel no miraba hacia ellos.
Cuando salió a plena luz, Sha’uri tuvo que dominar el impulso de llamarle a gritos; por el contrario, miró ansiosa al otro lado de la rampa buscando a su hermano y le hizo otra señal de asentimiento con la cabeza. Skaara y Nabeh se abrieron paso entre la multitud y tomaron posiciones. Sha’uri estaba ya donde tenía que estar.
Anubis se adelantó hasta el centro de la plataforma instalada en la parte superior de la rampa y extendió sus poderosos brazos, ordenando callar a los tambores y a la multitud. Era el turno de Kasuf.
Asistido por un par de Ancianos de Nagada, Kasuf subió a la plataforma no lejos de donde los soldados estaban arrodillados como becerros preparados para el sacrificio. El anciano sacerdote estaba visiblemente apesadumbrado; las magulladuras de su rostro sólo reflejaban una mínima parte de las heridas internas que había sufrido. Había temido que llegara aquel día, sabiendo que su cuerpo sería incapaz de aguantar otra paliza semejante. Pero temía aún más la posibilidad de que se infligiera el mismo castigo, no a él, sino a otro miembro de la comunidad.
La muchedumbre esperó en silencio hasta que Kasuf comenzó a hablar. Con toda la fuerza de sus pulmones gritó el nombre de Ra. Cuando el gentío lo oyó, todos se arrodillaron y se postraron con la cara pegada a la arena. Daniel, el eterno curioso, parecía ahora perdido en sus pensamientos. Siguió mirando hacia el desierto hasta que una brusca patada de Anubis lo arrodilló por la fuerza. Todos debían inclinarse ante el omnipotente Ra.
Kasuf se puso a recitar de memoria un breve himno litúrgico en honor del dios-rey y al concluirlo se puso de pie y formuló una pregunta a los fieles postrados, a la que éstos contestaron al unísono.
—
¡Ra, sa’adam y’emallah nhet!
Kasuf gritó otra pregunta. Y se oyó la misma respuesta.
—
¡Ra, sa’adamy’emallah nhet!
Y así varias veces. Y como si respondiera espontáneamente a la demanda popular, una brillante figura dorada apareció entre las profundas sombras del interior de la pirámide. Era Ra, con su disfraz de oro, andando lenta y fluidamente, como si flotara por encima del suelo como un fantasma. Llegó al trono y cuando los niños sirvientes se apiñaron a su alrededor, se sentó con toda delicadeza. En ese momento la abatida multitud se puso de pie. Todos sabían lo que venía a continuación y, aunque les enfurecía, nadie se atrevía a manifestar sus sentimientos.
Anubis soltó a Daniel y se dirigió al trono de Ra. Dobló una rodilla y extendió el arma con ambas manos, ofreciéndola a su señor con toda ceremonia, con la cabeza inclinada. Ra asintió una vez y, explotando al máximo la intensidad dramática del momento, alargó un brazo y señaló a Daniel. Anubis se inclinó una vez más, se incorporó y volvió junto a su prisionero.
Mientras se ejecutaba esta farsa, Skaara hizo todo lo que pudo para llamar la atención de Daniel. No podía llamarlo a gritos. Anubis estaba demasiado cerca y los otros guardias Horus vigilaban atentamente a la multitud. Skaara tosió, se rascó la cabeza, fingió estornudar, pero de nada sirvió, y encima le quedaba poco tiempo.
Y mientras tanto Daniel no dejaba de mirarse los pies, perdido en sus pensamientos. Ciertamente, no se podía decir que existiese afecto entre él y los infantes de Marina, pero tampoco se imaginaba matándolos. Aun así, parecía la única salida razonable, dadas las circunstancias. Se dio cuenta de que, hiciera lo que hiciese, sus compatriotas estaban sentenciados de todas formas y él también. Por otro lado, podía negarse a apretar el gatillo, pero en ese caso no dudaba de lo que le había dicho Ra: que «mataría a todos los que le habían visto».
El dilema era doblemente difícil porque él mismo se lo había buscado. No había sido sincero del todo cuando el general West le había preguntado si estaba seguro de poder hacer regresar a sus hombres. Las imágenes digitales de la segunda Puerta de las Estrellas enviadas a la Tierra por la Unidad Sam eran bastante claras: no había ningún cartucho en la sala, ninguna forma segura de establecer las nuevas coordenadas para el viaje de regreso. Había supuesto que West enviaría a sus hombres de todas maneras, independientemente de que él los acompañara o no. Estaba dispuesto a arriesgarse para satisfacer su curiosidad, pero tal como había hecho tantas veces en su vida, no había tenido en cuenta las consecuencias que sus actos podían tener en otras personas. Alguien tendría que pagar muy caro su propio egoísmo y su arrogante curiosidad.
Levantó la vista del suelo y miró a los militares, que no le quitaban ojo. O’Neil había supuesto que Daniel no se atrevía a mirarlos porque había aceptado las falsas promesas de Ra.
Skaara interpretaba el proceder de Daniel como propio de un ser desesperado, precisamente cuando él trataba de ofrecerle alguna esperanza. Lo que no sabía era que en realidad Daniel estaba reuniendo fuerzas para llevar a cabo aquel acto horrible, fuerzas para afrontar el menor de los dos males.
Con exageración, para que pudiera verlo toda la multitud, Anubis puso el fusil en manos de Daniel y empujó a éste para que bajara la rampa en dirección a sus compatriotas. Se sentía aturdido al pasar ante la silenciosa multitud, entre los primeros calores de la mañana, el apretón de la mano gigantesca que le cortaba la circulación en el brazo y el continuo reflejo de la luz solar en los ojos. Y mientras tanto, no dejaba de pensar que tenía que haber una salida, algún tipo de concesión, alguna alternativa que presentar al sádico tirano para que salvara a sus compañeros, a los desdichados esclavos que lo rodeaban y a los habitantess de la Tierra, que serían los siguientes.
Entonces fue cuando le detuvo Anubis. Estaba ya frente a sus compañeros. Veía el movimiento de sus labios que pronunciaban palabras de última hora, amenazas, ideas y súplicas, pero él no escuchaba. Sintió en sus manos que las de Anubis le preparaban el fusil, lo apuntaban hacia sus compatriotas, quitaban el seguro del arma lista para disparar. El severo fulgor de los soles le rodeaba por todas partes, sus rayos clavándosele en los ojos como uñas afiladas.
En ese momento percibió algo que reflejaba la luz solar desde abajo, una joya o tal vez un botón brillante. Se distrajo. Resultaba paradójico que una tontería así captara la atención cuando estaba en juego la vida de miles de personas. No obstante, sirvió para que Daniel abandonara sus catatónicas cavilaciones el tiempo suficiente para fijarse en el molesto detalle. Mientras Anubis subía de nuevo la rampa, dejándolo bajo la vigilancia de los dos Horus que escoltaban a los infantes de Marina, miró a la multitud y vio que Skaara empuñaba el encededor de O’Neil y que con él le enviaba reflejos solares a los ojos.
Cuando el muchacho vio que había captado su atención, abrió su larga túnica lo suficiente para que Daniel viera que llevaba escondido uno de los fusiles que había cogido en el campamento base. Luego, con una ligera inclinación de cabeza, le indicó que mirara al otro lado de la rampa. Daniel siguió la mirada del muchacho y descubrió a Sha’uri. Ésta le sonrió y le dio a entender que los chicos que estaban con ella también iban armados.
Daniel asintió una vez con la cabeza para manifestar que se daba por enterado y súbitamente salió de su estupor. Aspiró profundamente, dejó que su instinto se encargara del resto y empezó a gritar a la multitud en un egipcio desgarrado pero vehemente.
—Solamente hay un Ra. Él me dice que mate a estos hombres, mis amigos, mis hermanos. Y yo le obedeceré hasta la muerte.
Actuando como si lo dijera en serio, Daniel señaló a sus compañeros echándoles en cara lo malvados que habían sido por desafiar al dios del sol. Lentamente, levantó el fusil hasta la altura del hombro y apuntó. Pero de repente se giró hacia la entrada de la pirámide, cerró los ojos y apretó el gatillo. Explotó la mortal energía pulsátil y salió disparada hacia el trono de Ra con terrible silbido. Pero antes del impacto, O’Neil ya estaba en pie y listo para desarmar al guardia más próximo a él. El disparo hizo diana en la rampa a poco más de un metro de Ra y su séquito, levantando esquirlas de piedra y polvo en el aire.
Skaara sacó su fusil, apuntó al cielo y apretó el gatillo. Los otros pastores hicieron lo mismo y el resultado, lógicamente, fue como era de esperar: se desató un infierno. La muchedumbre, aterrorizada, empezó a correr en mil direcciones, atropellándose.
O’Neil cargó el arma que acababa de arrebatar a un Horus y la utilizó para matar a otro. Freeman se echó a Feretti al hombro, se lo llevó al borde de la rampa y lo lanzó antes de saltar él para ponerse a cubierto. Pero no lo consiguió. Cuando aún estaba en el aire, Anubis le disparó por detrás desde lo alto de la rampa. El disparo le atravesó la cabeza, dispersando sus pedazos entre la multitud que corría.