Entonces le habló, con una voz suave y ronca al mismo tiempo.
—Tu gente ha avanzado mucho desde que me marché —dijo el extraño niño-monarca—. Tu mundo se ha vuelto un lugar peligroso —continuó, subrayando la última palabra. Su dialecto parecía algo distinto del de Sha’uri. Tal vez fuera el «culto» preegipcio de palacio. Daniel no entendió todas las palabras, pero comprendió el significado de lo que Ra quería decir.
—Habéis domeñado las fuerzas del átomo —dijo Ra, señalando la bomba desmontada—. Pero aún no comprendéis del todo mi poder. El poder que hay en el cuarzo.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó, empezando a entender las feas implicaciones de lo dicho.
—No deberíais haber reabierto el camino —dijo Ra con voz áspera—. No tardaré en devolver vuestra arma a vuestro mundo. La mandaré con un poco del precioso mineral de este planeta. Aumentará cien veces el poder destructivo de vuestras armas. —Una sonrisa le bailoteaba en los labios.
—¿Para qué?
—Yo creé vuestra cultura, vuestro idioma, vuestras artes, vuestras formas de gobierno. Yo creé toda vuestra civilización —dijo Ra, que se acercó a Daniel casi hasta tocarle y añadió—: Y tengo intención de destruirla.
Daniel se puso pálido como la tiza. Su expresión de temor pareció complacer a Ra, que sonrió otra vez antes de escurrirse hacia el vestidor, una habitacion rodeada de altos espejos. Daniel lo siguió, tratando de inventar algún argumento convincente para asegurarle que estaban allí en son de paz. Pero la bandeja de la bomba complicaba las cosas.
—¿Por qué me has devuelto la vida? —Daniel seguía preguntándose si aún había escapatoria.
—Te necesito. Juntos debemos restaurar la fe, la fe de esta gente en el poder de su dios único y supremo.
—¿Fe? —Daniel ignoraba por completo lo que significaban aquellas palabras.
—Fue una de las primeras cosas que supe sobre tu especie —musitó Ra, casi como quien hace una confidencia—. Mito, fe, costumbre. El control de estas cosas proporciona más poder que cualquier arma. —Ra levantó los brazos para que los chicos pudieran ponerle una túnica—. Mito, fe, costumbre —repitió—. Un escriba como tú debería recordar esas palabras. —Se sentó en un magnífico taburete plegable, pintado con misteriosos símbolos heráldicos, mientras los niños le calzaban las sandalias—. Me obedecerás delante de mi pueblo. Serán testigos de tu obediencia mientras matas a tus compañeros. La ceremonia comenzará mañana con el último sol.
Daniel trató de reírse, pero lo único que salió de su boca fue un farfullar ahogado. Miró al arrogante joven como si estuviera loco y preguntó:
—¿Y si me niego?
Ra le explicó tranquilamente la alternativa.
—Entonces te destruiré a ti y a todos los que te han visto.
Los niños seguían muy ocupados acicalando a Ra con sus joyas, pero les interrumpió y bajó los peldaños en dirección a Daniel. Siguió avanzando hasta que estuvo peligrosamente cerca, hasta que ambos sintiendo el aliento del otro. Daniel se encogió cuando Ra puso la mano entre ambas caras, pero como era más valiente que nadie, se dijo que no volvería a retroceder. Y no lo hizo, aun cuando Ra le puso un dedo en los labios y lo fue bajando por la barbilla y la garganta, hasta llegar al pecho. La mano se detuvo en el medallón de Daniel. Ra lo miró, giró el disco que portaba su nombre y miró a Daniel con sus ojos ambarinos.
—Solamente puede haber un Ra —murmulló, antes de tirar con fuerza y partir la cadena, liberando su sello del cuello de aquel detestable usurpador.
Aunque Skaara no le había dicho lo que los muchachos habían visto aquella tarde en la pirámide, Sha’uri presentía que algo le había ocurrido a Daniel. De haber podido, el hombre habría vuelto con ella. A pesar de que había rechazado su cuerpo la noche que la habían conducido a sus aposentos, sabía que existía un lazo entre ellos, una conexión que ninguno podía crear ni dominar ni impedir. Juntos habían hallado el museo secreto, la crónica olvidada de su pueblo. Aquel caótico registro de acontecimientos sucedidos hacía miles de años había cambiado todo el presente. De golpe y porrazo había que replanteárselo todo y nada habría sido posible sin él. Su llegada la había transformado de tal modo que siempre le estaría agradecida.
Cruzó la ciudad con un candil y solamente lo encendió cuando se encontró a solas en la catacumba. Recordando la explicación que había dado Daniel sobre los jeroglíficos, leyó y volvió a leer la historia olvidada de su pueblo. Ahora entendía por qué las letras se habían convertido en tabú, por qué eran tan poderosas. Ra había querido ocultar la verdad sobre sus orígenes, que no eran divinos. No había nacido en el sol ni había conquistado Tuat. No era más que una criatura que quería seguir viva, al precio que fuese.
Un precio que Sha’uri ya no quería pagar.
En el principio…
Su especie era muy distinta de la del cuerpo humano con el que se había revestido. La naturaleza de los suyos no conocía nada que se pareciera a la identificación emocional, la comprensión, el amor o la amabilidad. La suya era una raza que existía sólo para sobrevivir y poseer. Después de vivir de aquel modo durante miles de años, sus conocimientos eran prácticamente infinitos, aunque aún no habían alcanzado la sabiduría. La continua búsqueda de adquisiciones, conocimientos, arte, ciencia y bienes había redundado al final en la extinción de la raza.
Cuando los habitantes de su mundo exhalaron el último suspiro, él ya estaba a millones de años luz de distancia y buscaba un anfitrión con urgencia. No quería seguir el destino de los suyos. Dominaba la tecnología necesaria para introducirse en otro ser, pero tenía que elegirlo con mucho cuidado. Al habitar el cuerpo del anfitrión, absorbía determinados rasgos de su personalidad que se ampliaban en al psique de aquél. De haber conocido los más íntimos detalles de la vida del joven llamado Ra puede que hubiese elegido otro cuerpo. O puede que no.
La infancia de Ra había constituido un excelente entrenamiento para la vida que habría de llevar después, pues lo preparó para ir derecho hacia la cegadora luz y el feroz viento que inesperadamente empezó a batir el desierto aquella noche de hacía diez mil años. Aunque sus padres estaban vivos, a efectos prácticos había crecido huérfano. Su madre estaba loca y apenas podía cuidar de sí misma. Lo de su padre era peor: un paria violento y agresivo que a veces pasaba semanas vagando solo por el desierto. Desde pequeño había sido criado por toda la tribu a la vez, perteniciendo en parte a todos, pero a ninguno en particular. Dado que no era un muchacho especialmente adorable, nadie se ocupó de acariciarlo ni de darle cariño. Mientras otros niños dormían acurrucados entre sus padres, Ra era el único de su edad que dormía solo en una tienda aparte.
En estas circunstancias, creció casi como un salvaje: apartado, insensible, desconfiado y siempre a la defensiva. La situación empeoró cuando empezó a cumplir años y a desarrollar sus habilidades bajo la tutela del anciano, el jefe de la tribu, algo que no acogió de buen grado. Odiaba sentirse segregado del grupo de cazadores y obligado a pasar los días practicando la magia en las cavernas. Se sentía solo en todo y acabó guardando rencor a todos cuantos le rodeaban. Cuando las atemorizantes luces cruzaron el cielo de medianoche, no tenía idea de lo que podía haber al otro lado, pero estaba dispuesto a abrazar cualquier destino que no fuera el suyo propio.
El odio que sentía por los suyos resultó útil, pues no hubo conflictos internos cuando el muchacho fue faraón. No aparecieron sentimientos de culpa ni remordimientos cuando el pueblo de Ra fue sometido a la esclavitud. La verdad es que el rasgo más poderoso que absorbió del extraño joven fue una rara sensación de placer, desconocida además hasta entonces. Ra era ya parte de sí mismo y juntos se convirtieron en el dios sol, temido y adorado por la primitiva raza de los humanos.
El faraón aprendió rápidamente a gobernar a aquella especie. Su educación comportó dos aspectos fundamentales. El primero consistió en aprender a obtener y mantener el monopolio de la violencia. Si no era monopolio, por lo menos era una arrolladora capacidad para destruir a sus adversarios. Su cuerpo de soldados y guardias de élite sabían que si les ordenaba que se cortasen el cuello entre sí tenían que obedecer, pero Ra no solía someterlos a estas pruebas.
En los enfrentamientos, que siempre duraban poco, con los esclavos que se sublevaban, Ra aprendió a dominar el arte de la guerra y a devolver los golpes con violencia devastadora y despiadada. Fue un partidario acérrimo de esta táctica.
El segundo aspecto se refería a la psicología del arte de gobernar. Después de aprender a mandar con mano de hierro, aprendió a encubrir sus métodos con guante de terciopelo. Aunque la fuerza daba resultados inmediatos, los mitos, la fe religiosa y las opiniones tenían efectos más poderosos y duraderos. Gracias a lo que absorbió del joven, el faraón comprendió los miedos y debilidades de aquel pueblo y se aprovechó de ellos sin piedad. Reconstruyó su aspecto en la hoy celebérrima mascarilla fúnebre de Tutankamón, que acabó por ser su única imagen pública. Sólo la élite que le rodeaba tenía el privilegio de ver la verdadera cara de Ra.
También hubo que remodelar a los guardias. Si tenían que servirle con eficacia, era necesario que el pueblo les temiera también a ellos. Gracias a la mitología de aquellos seres primitivos, el faraón supo que el chacal ocupaba un lugar destacado en sus pesadillas. Decidió pues que su mejor guardia, el paladín del rey, sólo aparecería en público con cabeza de chacal y recibiría el nombre de Anubis, el barquero de cabeza de chacal que conduce las almas de los hombres al más allá.
Los demás guardias se adaptaron del mismo modo; así nacieron los guardias Horus, de cabeza de halcón, y los guardias Thot. Todos hicieron suyas y reconstruyeron las figuras de la mitología. Una mitología complicada y tejida por el amo supremo, Ra, el dios sol.
Conocía la fuerza de la mitología porque ya existía en su interior, en algún rincón de la parte de Ra que había asimilado. Por primera vez en su vida, tuvo sueños. Unas veces turbadores, otros agradables y placenteros. Fue una sensación extraña. Que le gustaba. Y mucho.
En un sueño se vio en una vasta cámara subterránea de muros magníficamente pintados. Músicos invisibles tocaban una melodía embriagadora. En el centro de la estancia había una balanza gigantesca. Se vio sentado en un platillo. De repente había miles de personas a su alrededor que querían saber si pesaban más que él. Se sobreentendía que la balanza pesaba, no la masa física del cuerpo, sino el valor del alma, el Ka. Una por una, las personas se fueron poniendo en el otro plato. Ra descubrió que podía manipular la balanza como quisiera, inclinando el fiel a su favor. Los que aguardaban se dieron cuenta de la manipulación y se lanzaron en masa sobre el otro plato. Era igual; el fiel de la balanza indicaba que el delgado joven pesaba más que nadie.
Ra no sólo había creado su propia mitología, sino que poco a poco comenzó a creer en ella.
Durante sus primeros meses en la Tierra, los habitantes del desierto sufrieron terribles pesadillas. En estos sueños, el sol se abría y daba al país un dios vivo. Noche tras noche se repetía el acontecimiento en una meseta rocosa no muy alejada del gran río. Un lugar que más tarde pasaría a la historia con el nombre de Heliópolis.
Más al sur, los habitantes de las montañas de Nubia y los pastores de Sudán, inspirados por la sobrecojedora belleza de la visión que ambos pueblos compartían, se dirigieron al norte siguiendo la ribera del Nilo en busca de la tierra que veían en sus sueños. Otros llegaron del oeste, del Sáhara. En tierras septentrionales lejanas, Siria y Palestina, también algunos grupos recogieron sus pertenencias e iniciaron el éxodo. A lomos de camellos o guiando rebaños de cabras, llegaron con especias, lanzas y niños, y confluyeron en un mismo punto sin hablar el mismo idioma, sin tener nada en común que no fuera aquel sueño reiterativo y la profunda huella que había dejado en sus corazones. Trazando figuras en el polvo y gesticulando con las manos, intercambiaron anécdotas relativas al largo camino que habían recorrido y las dificultades y peligros que habían tenido que sortear. En oleadas fueron llegando al pie de la meseta, sin que ninguno supiera exactamente por qué estaba allí. Cada grupo que llegaba y comunicaba su experiencia confirmaba el milagro. La miserable pero alborozada multitud organizó un anárquico campamento base que se extendía a lo largo de varios kilómetros por las orillas del río, fundando así la primera gran metrópoli del planeta, mejor dicho, la primera teópolis, ya que era la ciudad de un dios.