—Sin vacilar —exclamó Kawalsky. Tragó aire, subió la rampa corriendo y saltó al centro del anillo. Quedó suspendido durante una fracción de segundo, prendido en la destellante superficie de la energía, y fue engullido.
Daniel subió lentamente la rampa y se detuvo a pocos centímetros de la turbulenta luz. Un ruido profundo, seco y cortante llenaba la sala; el ruido de las gigantescas puertas de cemento al cerrarse en las alturas.
Al igual que un joven faraón atrapado en el interior de su pirámide sellada, Daniel era ahora al única alma que quedaba en aquella enorme estructura. Cerró con fuerza los ojos y avanzó.
Al otro lado de la puerta
Poco después de cumplir los doce años, su padre adoptivo convenció a Daniel de que solicitara el ingreso en el equipo de rugby Pop Warner, una de las peores ideas que el pobre hombre había tenido en su vida. Daniel abandonó al cabo de una hora, en el primer entrenamiento, nada más recorrer «el pasillo de las hostias». Desde el principio se había dado cuenta de que la situación era mala. Tenía que correr en línea recta entre dos filas de chicos que le sacudirían con las hombreras y rodilleras. Cuando el entrenador tocó el silbato, Daniel le pregunto: «¿Por qué tengo que hacerlo?». Pero el entrenador, una enorme cara roja gritona, le convenció inmediatamente de que deseaba participar en aquel entrenamiento para masoquistas. Sus compañeros desempeñaron bien su papel. Lo dejaron baldado. El incidente se había quedado grabado porque probablemente había sido la única experiencia física que le habían preparado para el viaje que estaba a punto de empezar.
Apenas había rozado con las cejas el brillante plano de la Puerta cuando vio que la pared del silo se le venía encima como una casa que se derrumba. Tan deprisa que no le dio tiempo a reaccionar. Cuando reculó ya estaba fuera de la atmósfera terrestre, lanzado en medio de un silencio negro como la pez, girando sin control, avanzando a ciegas en la oscuridad interestelar. Durante un segundo creyó resbalar hasta que un pliegue del campo de energía le dio el impulso definitivo. Ni gravedad, ni control, ni sentido de la orientación, sólo los repentinos y dolorosos rebotes contra lo que parecían paredes de un túnel.
Al pasar a la velocidad del rayo junto a lo que se le antojó un puñado de estrellas jóvenes, el intenso y momentáneo destello le permitió verse las piernas, estiradas varios kilómetros por delante, hasta que se soltaron y la cabeza corrió al encuentro de las mismas mientras su conciencia navegaba hacía una segura colisión con un gigantesco planeta. Su grito no se tradujo en sonido. Tocó la superficie y salió hacia el otro lado, chocando de nuevo con la quemazón eléctrica de los muros, dando vueltas en un vació de luz y sonido. Hasta que llegó.
Daniel reapareció por partes. La puntera de la bota derecha fue lo primero que se vio. Luego se materializó su mano izquierda. La punta de la nariz se fue ampliando hasta convertirse en cara contraída. Por un instante los fragmentos bailaron a la luz del borde inferior de la Puerta, hasta que llegaron más moléculas para llenar los huecos.
Cuando Daniel estuvo entero, el anillo lo lanzó al suelo firme como quién tira un equipaje no deseado, y se dio cuenta que estaba cubierto de hielo. Dedujo que el hielo era un efecto de la reconstrucción molecular. Así como los microondas calientan objetos acelerando su movimiento molecular, la Puerta enfriaba su cargamento comprimiendo las moléculas en el momento de la reconstrucción. Durante menos de una centésima de segundo, los átomos del cuerpo de Daniel quedaron comprimidos a una velocidad de movimiento cero, lo suficiente para quedar cubierto por una delgada capa de hielo.
Helado y totalmente desorientado, fue incapaz de controlar la caída. Se salió del anillo y se dio de bruces contra el suelo, aunque no se hizo tanto daño como si fuera el primero en pasar por la puerta. Todo el pelotón se hallaba amontonado en las escaleras que había al pie de la Puerta, pues había tirado también parte del contenido de las vagonetas. Kawalsky el toro, empezaba a sacudirse el aturdimiento. Cuando por fin pudo enfocar la vista miró a su alrededor. A su lado, encogido como un recién nacido congelado, estaba Daniel, con un charco de vómito cerca de la cabeza.
Cuando Daniel descubrió que no podía respirar, su primer impulso fue arrastrarse hasta el haz de luz para volver al oxígeno de la Tierra. Fue en ese momento cuando sintió un par de poderosas manos le cogían los brazos. Aterrorizado trató de zafarse.
—Jackson, ¿estás bien? —Era Kawalsky, azuzándole para que se sentara y levantándole los brazos por encima de la cabeza, hasta que empezó a respirar otra vez. Cuando la primera y fría bocanada de la desconocida atmósfera llegó a sus pulmones, sintió una punzada que le hizo abrir los ojos y toser.
El paso a través del anillo lo había vaciado de aire. Cuando Kawalsky consideró que ya estaba bien, fue a ver al siguiente soldado. Pero Daniel sentía que el frío le traspasaba la piel. Tiritaba y tenía la impresión que le clavaban agujas por todas partes.
Recordando quién era y donde estaba, apartó la mirada de la brillante luz que manaba de esta segunda Puerta de las Estrellas, casi idéntica a la primera, y vio el perfil luminoso de sus compañeros, esparcidos a su alrededor en diversas fases de recuperación.
El viaje no había sido como esperaba. No es que hubiera imaginado que tuviese que ser una experiencia extasiante, casi mística, pero tampoco que le dejara fuera de combate.
—¿Todo el mundo está bien? —pregunto Kawalsky.
Los soldados desorientados y aturdidos, farfullaban un sí hasta que el sabiondo teniente Feretti dijo con sarcasmo:
—Ha sido cojonudo.¡Repetimos!
Resultaba difícil reír. Los hombres fueron sentándose y el que pudo se levantó. Aún tosiendo y temblando de frío, se reunieron junto a la vagoneta del equipo. Cuando O’Neil empezó a dar instrucciones, el anillo interior de la Puerta se puso a dar vueltas y de repente se paró con un golpe seco, cerrándose y sumiendo el lugar en la más absoluta oscuridad.
—Bien, guapas, manos a la obra —retumbó la voz de O’Neil—. Fase uno. Sólo lo esencial.
Y con un agudo chasquido, activó una bengala que chisporroteó difundiendo una luz anaranjada. Con ensayada precisión, el equipo empezó a descargar solamente lo necesario para la primera expedición de reconocimiento. Kawalsky encendió otra bengala y la tuvo en alto. Daniel vio que Freeman ensamblaba con peripecia una cámara de video diseñada especialmente y que Brown acoplaba un radar en miniatura a la parte superior de un equipo portátil de recogida de datos técnicos. Mientras los militares continuaban los preparativos, Daniel salió de la zona iluminada intentando buscar pistas en la pared más próxima. Estaban dentro de una alta caja de mármol negro. Daniel anduvo a tientas hasta que encontró la pared y puso las manos por la suave superficie. Aunque eran piedras grandes, bien talladas y ensambladas, no había rastro de escritura por ninguna parte. Daniel se adentró en las sombras, palpando las desnudas paredes como si estuviera en Braille.