Los hombres se estaban sujetando los equipos, preparados para seguir adelante. Feretti, Perot y Reilly encendieron potentes linternas cuyas haces se cruzaron en la oscuridad mientras iluminaban el lugar. O’Neil asomó la bengala al otro lado del recodo para ver lo que había a continuación. Era un pequeño pasillo de piedra.
Todo parecía despejado, así que dio a Freeman la señal para que encendiera el foco que llevaba encima de la cámara. Luego se volvió y dio instrucciones.
—Feretti, tú delante. Primer grupo, a moverse.
Tras colgarse el fusil en el hombro, Feretti cruzó el umbral y entró en el oscuro pasillo, seguido de Brown y otro militar.
—Kawalsky, tú y Freeman cubrid la retaguardia. Reilly, tú vendrás conmigo. Vamos.
Entraron en el corredor. Kawalsky miró a su alrededor con la sensación de haberse dejado algo y, gruñendo por lo bajo, dijo:
—Vamos Jackson.
Daniel abandonó la inspección de la pared y corrió hacia donde estaban los demás. A los pocos metros, el corredor se ensanchaba formando un espacio semejante al ábside de una iglesia. Daniel ya había dado alcance a Freeman. Notó algo y alargó la mano para iluminar el suelo con el foco de la cámara de Freeman. Daniel y Freeman estaban detenidos al borde de un círculo de unos tres metros y medio de diámetro que aparentemente era un disco metálico, seguramente de cobre, encastrado en la superficie del suelo. Freeman miró a Daniel y se encogió de hombros. Dos pasos después, Daniel tuvo otra idea. Dirigió el foco hacia arriba. Como esperaba, había un disco idéntico en el techo, directamente encima del primero. Daniel se quedó mirando un rato hasta que Freeman, que no quería caer de espaldas, se soltó y siguió avanzando. Pero Daniel ya estaba seguro de que los discos no eran de cobre.
Recorriendo cautelosamente el oscuro pasillo, atentos a cualquier señal de peligro, el equipo llegó a la Gran Galería. Era una inmensa cámara de monumental estilo arquitectónico y rematada con piedras desnudas y lisas. Por alguna razón, a Daniel le resultaba vagamente familiar. Paralelas a las paredes se elevaban imponentes columnas que apuntalaban el techo de madera. Estaban andando por una pequeña pendiente. El suelo de la inmensa galería tenía un ángulo ligeramente ascendente. Hasta O’Neil quedó asombrado al ver la cámara, aunque no lo bastante para olvidar que había encontrar una salida. Todos siguieron avanzando por la Gran Galería, empequeñecidos por su imponente tamaño.
Las linternas divisaron la débil silueta de una rampa al final de la Gran Galería, que daba paso a otra cámara. Sin más comedido que mirar, Daniel se limitaba a hacer precisamente eso. Mientras los militares, armados hasta los dientes, estaban preparados para entrar en combate, Daniel se sentía como transportado a un nirvana arqueológico. Y al mismo tiempo no podía quitarse de la cabeza la extraña sensación de que conocía el lugar. No era el efecto dejá vu. Pero no acababa de identificarlo.
Nada más llegar solo a la alto de la rampa, Feretti se agachó repentinamente y este movimiento puso en marcha una reacción en cadena en cada miembro del equipo. Antes de que Daniel tuviera tiempo de saber lo que había ocurrido, Freeman había apagado el foco de la cámara y estaba tendido en el suelo. Todos los ojos estaban fijos en Feretti, que se incorporó lo imprescindible para otear la siguiente cámara. Sin darse la vuelta, dio la señal de seguir adelante. Daniel empezó a avanzar, pero Freeman lo agarró por el tobillo.
—Tú no, imbécil. Quédate aquí.
O’Neil avanzó rápidamente y en silencio hasta la base de la rampa, y gateó por ella hasta llegar al lado de Feretti. Después de unos momentos de consulta, O’Neil indicó a todos que avanzaran. Daniel preguntó a Feretti y éste le permitió continuar. Cuando todos se reunieron en la rampa, vieron que Feretti ya se había metido en la siguiente sala. Era una especie de Vestíbulo y al fondo se veía la luz, luz solar. También era una gran sala cuadrada, con enormes columnas de piedras cada pocos metros.
El equipo vio a Feretti zigzaguear de columna en columna hasta que estuvo en posición de ver de dónde procedía la luz. Se volvió y, levantando los pulgares, dio la señal al grupo. O’Neil respondió enviando dos hombres para que se reunieran con Feretti. Cuando estuvo seguro de que no había peligro en la zona, ordenó avanzar al resto del pelotón.
Una vez reunidos todos en el Vestíbulo, O’Neil consultó con Brown, que ya había hecho las primeras lecturas de las condiciones atmosféricas.
—Las condiciones externas son parecidas a las del interior. No hay peligro de radiactividad y la radiación electromagnética es normal.
O’Neil escuchó el informe antes de asomar la cabeza por una esquina y examinar el último corredor. Satisfecho con lo que vio, se volvió al pelotón y señaló a Feretti y Brown, que se giraron y empezaron a andar inmediatamente. Avanzando de columna en columna, el equipo se dirigió hacía la enorme puerta cuadrada y la intensa claridad del otro lado. Pocos pasos antes de llegar a la puerta, O’Neil levantó una mano para hacer un alto. Sin mirar atrás, ordenó que se pusiera un hombre a cada lado de la puerta, de siete metros de anchura. Cuando inspeccionaron el exterior y dieron la señal de «despejado», O’Neil dio los últimos pasos y salió a inspeccionar la zona. Entonces y sólo entonces dio permiso para salir y ver por primera vez el nuevo mundo.
El grupo emergió a la luz sobre un largo muelle de piedra que se extendía por un océano de arena. Apenas podían creer lo que veían sus ojos cuando descubrieron que no había nada excepto dunas estériles que se perdían en todas direcciones bajo un cielo intensamente azul. Al final del anden de piedra, a unos cuarenta metros, había un par de obeliscos medio enterrados. Se quedaron contemplando aquel mundo árido ocre, cada cual perdido en sus propios pensamientos.
No había movimiento ni sonido alguno, a excepción de la brisa caliente; ningún indicio de vida en esta arenosa hermana gemela del planeta Tierra.
Antes de salir, Daniel ya había elaborado una teoría sobre el aspecto que iba a tener aquella imponente estructura. Una vez en el exterior, mientras los demás permanecían hipnotizados por el yermo paisaje del nuevo mundo, Daniel se volvió y levantó la cabeza para contemplar la estructura de la que acababa de salir. No era lo que esperaba. A ambos lados de la puerta había sendos pilonos de piedra, muros gruesos que se erguían por encima de la entrada. En la superficie de los pilonos había pequeñas ranuras que permitían la entrada del aire y que, en caso de ataque, servían para lanzar objetos al exterior. Eran pilonos muy parecidos a los hallados en los antiguos templos de Karnak y Luxor. Todo empezaba a encajar.
Mientras los otros se quedaban estupefactos, O’Neil recuperaba el movimiento.
—Tomad y asegurad posiciones alrededor de la entrada. Quiero ver bien dónde estamos.
—Un momento, voy con usted —dijo Daniel.
O’Neil no contestó. Daniel siguió a los tres hombres que se deslizaban a toda prisa por la rampa. A medida que las dunas que les envolvían se hacía más grandes, también iba subiendo la temperatura. Daniel supuso que sería de unos trienta grados en el aire, treinta y cinco sobre la arena.
Kawalsky, que medía casi uno setenta y cinco, y Feretti, de menor estatura, bajaron la rampa y tomaron posiciones defensivas en la base del obelisco. Cuando Daniel se acercó, vio que estos pilares de mármol, de casi doce metros de altura y rematados en forma de pirámide, eran distintos de todos los que había visto en la Tierra. No estaban cubiertos de jeroglíficos. No podía creer que lo que tenía antes los ojos demostrara sus teorías.
Después de examinar los dos obeliscos, pasó corriendo por delante de los militares y subió la primera duna, donde O’Neil estaba ya erguido y mirando atrás. Cuando llegó a la cima se volvió para mirar, esperando ver la estructura con mayor claridad y, también, esperando obtener más apoyo en sus hipótesis.
Lo que vio le dejó sin aliento. Era mucho más de lo que había imaginado en sus más disparatados sueños. El diseño de toda la estructura no sólo era absolutamente egipcio, sino que desde lejos vio que aquella mole no era más que un simple acceso a una estructura mucho mayor, una estructura más famosa que ninguna otra en la historia de la humanidad: una pirámide. Pero una pirámide tan monstruosa, tan fenomenalmente grande que parecía alzarse encima de él, a punto de derrumbarse y aplastarle. Debía de tener dos o tres veces el tamaño de la Gran Pirámide de Gizeh, pero, a diferencia de los ruinosos monumentos de Gizeh, aquella pirámide no mostraba el menor indicio de deterioro. Sus piedras pulidas se hallaban perfectamente asentadas en su lugar, emitiendo aparentes destellos bajo los ardientes soles, ya que, suspendidos en el fulgurante azul del cielo de detrás de la pirámide había, no uno ni dos, sino tres soles.