Stargate (35 page)

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Authors: Dean Devlin & Roland Emmerich

Tags: #Ciencia ficción

Pero a pesar de lo deslumbrantes y vívidos que habían sido sus sueños, no habían preparado a estos seres para el impacto de lo que habría de ocurrir. Mientras la ciudad dormía, ricos y pobres amontonados en el mismo suelo, una sombra se puso delante de la luna. En seguida empezaron a soplar los vientos y un intenso haz luminoso descendió sobre la improvisada urbe. Los habitantes siguieron el chorro luminoso procedente del oeste corriendo a toda velocidad y luchando entre sí por colocarse en el mejor lugar, ansiosos por dar a su dios la bienvenida a la Tierra. Todos miraron a la luz protegiéndose los ojos. En el centro de la radiación, irguiéndose sobre un fulgor que anulaba cualquier resto de color, vieron a Ra, el dios sol, todo su cuerpo hecho de oro incorruptible, deslumbrando con los destellos de su contorno y rodeado de un cortejo de sirvientes arrodillados. Cuando estas obedientes figuras se pusieron en pie, despertaron grandes punzadas de temor en los corazones de los presentes, pues tenían cuerpo humano y una enorme cabeza de animal. Eran las representaciones de los espíritus animales que estas gentes no tardarían en conocer de sobra:

Khnum, el camero; Sobek, el cocodrilo; Horus, el halcón; Apis, el toro; Anubis, el chacal; Hator, la vaca, y Ammit, un extraño animal conocido con el nombre de «devorador». Todos formaban un impresionante y aterrador séquito. De forma espontánea, los humanos se postraron con la cara contra la arena y la hierba, todos llorando, sobrecogidos ante el milagro. La emoción del momento se grabó tan profunda e indeleblemente en la imaginación de aquellas personas que cientos de generaciones más tarde, mucho después de que la escena se borrase intencionadamente de la memoria colectiva, los humanos seguían deseando su repetición, la llegada de un mesías soñado. Pero éste no sería el único legado que Ra donaría a la posterior historia de la Tierra.

Sus adoradores lo llamaron
Ra-hotep-kan
, dios sol, porque había llegado de la luz tan brillante como el astro rey. Ra lo permitió, pues no entorpecía el mito que había inventado para ellos. Les dijo que había estado en un lugar llamado Tuat, la tierra de los muertos, y que al haber conquistado esa tierra había convertido en esclavos a los dioses animaloides que vivían allí. Luego invitó a los habitantes de la miserable ciudad a dedicar su amor y su trabajo a él y a sus obras. Les dijo que cuando murieran, su siervo Anubis los escoltaría hasta Tuat, donde su alma, el Ka, se pesaría en una balanza. Si el difunto había vivido venerando a Ra, moraría para siempre en la tierra de los muertos. En caso contrario, Ammit el devorador estaría al acecho.

La construcción de la gran pirámide se inició casi de inmediato. Los humanos lo hicieron de buena gana por Ra, en señal de agradecimiento. Estudiaron, aprendieron y trabajaron bajo la supervisión de los dioses con cabeza de animal, especialmente Thot, el ibis, dios de los escribas, los sueños y la magia. El proceso de construcción de la pirámide fue el mayor y más complejo que se había llevado a cabo en el planeta, y una experiencia que transformó a cuantos participaron.

Ra se dio cuenta de que actuaban movidos por una mezcla de amor y miedo. Aquellos obreros incultos y apenas sin civilizar aprendieron a cooperar, a pensar colectivamente, a extraer y labrar las piedras, a transportar pesados cargamentos por la arena y a erigir la pirámide en mucho menos tiempo del que se tardaría en construir otras más pequeñas miles de años después.

Cuando la estructura se hallaba casi acabada, Ra sacó de su nave espacial un gigantesco anillo de cuarzo, la Puerta de las Estrellas. La Puerta se instaló en el interior de la pirámide, en una sala construida especialmente para ella. Casi todos los que trabajaban a la sazón para Ra habían nacido en la ciudad de la pobreza, eran descendientes de los que habían llegado de otras tierras al comienzo. Para esta segunda generación, la pirámide ya no era tanto un trabajo sagrado como una pesada carga. Eran menos propensos a someterse a Ra y tenían deseos de conocer los lugares que sus padres habían abandonado años antes y de hablar con quienes habían decidido desobedecer el mensaje de sus sueños. No podían trabajar con alegría si por la noche tenían hambre y todo el día soportaban las condiciones infrahumanas de aquella ciudad de chabolas. Testigos del fabuloso lujo que rodeaba al rey, empezaron a desear algo más para sí.

¿Cuál iba a ser su recompensa después de acabar aquella gigantesca obra maestra? Unos cuantos comenzaron a llevar un diario clandestino donde contaron la verdad sobre Ra y sus orígenes. Un miembro del séquito de Ra había filtrado la información a estos jóvenes rebeldes que no estaban dispuestos a permitir que aquellos datos se olvidaran.

La noche que se declaró finalizada la pirámide, Ra avanzó entre la jubilosa muchedumbre con su cohorte de guardaespaldas, seleccionando a cientos de personas a las que iba a concederse un «honor especial». Estas personas fueron conducidas al interior de la pirámide y enviadas por la Puerta. Nunca más se supo de ellas.

Estos envíos continuaron durante meses. Al principio, los fanáticos atestaban las calles para que los eligieran a ellos. Muchos voluntarios eran personas mayores que quedaban relegadas en favor de cuerpos más fuertes y jóvenes. Y los que trabajaban dentro de la pirámide empezaron a contar lo que oían: que los elegidos eran obligados a penetrar por el gigantesco anillo y trasladados a lejanos desiertos para construir otras pirámides. Olvidándose de sus propias pautas mitológicas, Ra se precipitó.

En las semanas y meses que siguieron, los humanos acabaron por temer sus constantes paseos por la ciudad. Los jóvenes comenzaron a abandonarla clandestinamente. A pesar de la devoción que sentían los humanos, ver que continuamente se despojaba a las madres de sus hijos fomentó el resentimiento contra Ra. Luego llegaron por la Puerta persistentes rumores sobre una rebelión en otro planeta, rumores que corrieron de boca en boca por toda la ciudad. Se decía que Hator había matado a toda la colonia, anegándola en un mar de sangre.

Ra empezó a pasar fuera de la ciudad períodos de duración variable, creando nuevas colonias, ya que le hacía falta más cuarzo. No sólo necesitaba poner combustible a su sarcófago para eternizar su existencia, sino que además lo necesitaban sus secuaces, dado que se había extendido su poder. Así pues, había que fundar cada vez más explotaciones mineras. Mientras estaba fuera de la Tierra, dejaba en manos de sus guardias el difícil problema de la disciplina. Cuando volvía, seleccionaba a cientos de sus súbditos más saludables para que lo acompañaran al interior de la pirámide, donde desaparecían para siempre. Conforme crecía el odio, la resistencia empezaba a organizarse.

En una de las conspiraciones participaron varios cientos de personas, suficientes para que la noticia llegara a oídos de Ra a través de su red de espías. Pero el arrogante déspota no quiso hacer caso de la amenaza y, convencido de su invulnerabilidad, anduvo entre el fango y el hedor de las calles señalando con el dedo a los elegidos. Como los ciudadanos se escondieran, Ra ordenó a sus guardias que entraran en los refugios y los sacaran a la rastra. Tras los muros de un pequeño edificio de adobes los conspiradores exponían sus planes. Los sicarios de Ra, sin embargo, no prestaron atención al mapa grabado a mano que había en el interior de la pirámide. Se llevaron a doce hombres, los principales cabecillas de la conspiración, y los pusieron en hilera. Por lo menos uno resultó elegido y tuvo que cruzar la Puerta hasta el lugar donde se fundaría la ciudad de Nagada.

Pero cuando los siervos de palacio dieron aviso de que Ra se había ido, los conspiradores se apresuraron a entrar en la pirámide, mataron a los guardias animaloides que quedaban y derribaron la Puerta. Pasaron horas intentando romperla a martillazos, pero fueron incapaces de hacerle siquiera un rasguño. En vista de la situación, sacaron la Puerta al desierto y la enterraron bajo las primeras piedras grandes que encontraron. Meses después labraron las lápidas y las pusieron en su lugar. Cuando la Puerta quedó enterrada de una vez por todas, el cuerpo aplastado de Anubis ya estaba en el lugar que le correspondía.

Desde entonces no había vuelto a verse a Ra en la Tierra. La sociedad que se había formado espontáneamente en el desierto se desintegró como por arte de magia. Quienes habían enterrado La Puerta de las Estrellas tuvieron que librar encarnizadas batallas contra los que seguían siéndole fieles, hasta que todo el lugar quedó a merced del caos.

Dicen que los niños pocas veces escuchan a los padres y que sin embargo los imitan. Esto es aplicable a los gobernantes que sucedieron a Ra. Aunque se le odiaba a muerte y se le derrotó con toda justicia, los gobernantes que ocuparon su lugar reprodujeron casi todos los aspectos de su reinado, legando a las futuras generaciones un sádico y doloroso ejemplo de lo que era el dominio político.

Episodio XIX

Saber es poder

Sha’uri llevaba ausente varias horas cuando Skaara, Nabeh, Rabhi y Aksah entraron en las catacumbas a buscarla. Estaba sentada en la pequeña cámara pintada, el museo secreto, llorando por Daniel.

Oyó entrar a los chicos e iba a ordenarles que la dejaran sola, pero en cuanto asomaron por el estrecho túnel supo lo que tenía que hacer. Les pidió que se colocaran alrededor de ella. Los muchachos, asustados por haber sido sorprendidos en este lugar impío, se acercaron a regañadientes. Cuando estuvieron todos allí, Sha’uri empezó a recitarles la crónica de su pueblo, esforzándose por recordar todo lo que Daniel le había enseñado.

Mientras leía los jeroglíficos y glosaba las imágenes, su voz se fue haciendo más grave, más segura. Aunque ya había oído la historia de labios de Daniel, su voluntad se robusteció cuando las mismas palabras fluyeron de su boca. Contarlo era sufrir una transformación. Y dijo a sus oyentes que ya estaba harta de vivir de aquel modo. Había que hacer algo.

En aquel punto y hora los niños se convirtieron en hombres. Saber es poder y los jóvenes se fortalecían conforme proseguía la crónica.

La historia le sirvió a Skaara para confirmar algo que siempre había sabido instintivamente. Confirmó todas sus sospechas, respondió todas las preguntas que se había hecho desde que era niño y despejó todas las dudas que siempre le habían asaltado. Y sintió rabia. Rabia por todas las personas que había visto morir a manos de los soldados de Ra. Rabia por todas las mentiras, por las incontables generaciones que habían vivido, no al servicio espiritual de un dios, sino como esclavos engañados, y se juró a sí mismo que dedicaría el resto de su vida a remediarlo.

Los preparativos habían durado toda la noche. Los responsables de organizar el acontecimiento habían llegado poco después del amanecer, la primera hora permitida. Kasuf se hallaba entre los primeros que habían partido, iniciando la marcha hacia la pirámide a lomos de un
mastadge
para supervisar los preparativos de la ceremonia desde la silla que ocupaba junto a los tambores.

Cuando el tercer sol apareció en el cielo anunciando oficialmente la llegada de la mañana, miles de ciudadanos de Nagada habían llegado ya a la pirámide, el temido y apenas visto palacio del dios vivo. Todos formaban un mar humano alrededor de la larga rampa, la misma por la cual se subía el cuarzo a la pirámide. Un flujo continuo de visitantes incrementaba el volumen de la multitud, oscureciendo las dunas en una deshilachada procesión que se extendía hasta perderse en el horizonte.

La parte superior del vestíbulo de la pirámide estaba adornada con grandes banderolas de seda y anchas cintas de color burdeos que caían en cascada desde unos once metros hasta el suelo de la plataforma, concentrando efectivamente la visión en el lugar de acceso a la pirámide.

De repente la multitud guardó silencio cuando se descorrió una sección de las ondeantes telas. A los pocos segundos aparecieron los terrícolas, escoltados por dos sicarios de Ra con casco de halcón y empuñando aquellas armas largas, los fusiles pulsátiles. Los sicarios empujaron a los terrícolas por la rampa, en dirección a los obeliscos.

Sólo cuatro miembros del pelotón seguían con vida: O’Neil, Kawalsky, Feretti y Freeman. En circunstancias normales, habrían sabido aprovechar la situación. Habrían contraatacado e intentado huir en un santiamén. Pero los golpes sufridos y las muchas horas que habían pasado encogidos en el pozo húmedo, habían mermado sus fuerzas y facultades. Además, no tenía adónde ir, no había espacio físico al cual escapar. Estaban rodeados por todas partes por la población de Nagada, así que permanecieron en la rampa como zombis, a excepción de O’Neil, que, por pura mezquindad y a causa de su cerril determinación, conservaba aún buena parte de sus energías. Además de los guardias armados que les escoltaban por detrás, aparecieron otros cuatro que tomaron posiciones en la rampa. El coronel parecía haber perdido ocho kilos y envejecido otros tantos años.

Uno de los guardias Horus se adelantó y, con la culata del fusil, golpeó las ya débiles curvas de Freeman, haciéndole caer al suelo.

—Todos de rodillas —gritó O’Neil, predicando con el ejemplo. El guardia quedó decepcionado cuando vio que todos obedecían al coronel. Se acercó a él y lo miró fríamente, más amenazador que todos los instructores de reclutas del mundo, pero no lo suficiente para amilanar a O’Neil.

Como casi todos los presentes. Sha’uri llevaba una larga túnica incolora con una capucha que casi le tapaba los ojos. Se escurrió entre la multitud hasta que estableció contacto visual con Skaara y Nabeh, que se hallaban al otro lado de la rampa.

Skaara, fingiendo estar distraído, levantó la vista hacia los dos Horus que vigilaban a los terrícolas. Cuando estuvo seguro de que no le veían, imitó un silencioso estornudo para preguntar, con cierto apremio, dónde estaba Daniel. La expresión facial de Sha’uri le dijo que no se preocupara, pero por dentro la muchacha sentía el corazón a galope, temiendo que la ausencia de Daniel significara lo irremediable.

De repente, todo el mundo desvió la atención hacia la extraordinaria escena de la entrada. Una de las sirvientas de Ra, una ñina de unos nueve años, apareció descalza entre las banderolas rojas. Los nagadanos nunca habían visto nada parecido a esta niña. En contraste con sus burdas vestimentas, la niña estaba prácticamente desnuda y la poca ropa que llevaba era transparente: una vistosa falsa corta y el collarín cargado de joyas. Llevaba la larga y lisa cabellera recogida en una trenza tirante.

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