Durante un minuto permaneció allí como una estatua, mirando fijamente el cajón abierto donde Sarah guardaba la pistola. Sabía que estaba cargada y sabía que si iba a buscar la llave que estaba guardada en un lateral de la cama no la encontraría. Siguió así, esperando haberse equivocado, esperando que el sonido de la sirena se alejara hacia cualquier otro punto del barrio. Pero se aproximaba.
Miró en el cuarto de baño de Sarah: nada, todo limpio. Volvió a salir al pasillo, encaminándose a la cocina, pero de repente dio media vuelta y empezó a correr hacia el porche trasero. La sirena estaba casi en su puerta cuando se asomó y vio a dos niños en el patio, mirando a su hijo. Había una gran mancha de sangre en la pared del garaje, pero la pistola estaba tirada en el césped.
No recordaba haber abierto la puerta para salir, ni haber oído las explicaciones de los dos niños vecinos que intentaron decirle lo que había ocurrido. Sólo recordaba la imagen del cuerpo retorcido de su hijo, medio vestido para el partido de béisbol, yaciendo ensangrentado y desfigurado sobre la hierba. Antes de que el personal de la ambulancia se acercara para decirle lo que había pasado, se agachó e hizo algo que no había hecho en muchos años: tomó al chico en brazos y lo acunó.
Una bala le había atravesado la cabeza. Jack O’Neil padre no quiso moverse, no quiso hablar, no quiso soportar el dolor que le causaba la muerte del joven. Lo único que deseaba era tenderse junto a él y morir también. Así lo encontraron los de la ambulancia cuando llegaron unos minutos después, en el mismo estado en que Sarah tuvo que cuidarlo mientras ella misma luchaba por superar la pérdida del hijo; en el mismo estado de angustia y odio hacia sí mismo en que lo encontraron dos años después los hombres del general West.
Ahora quería poner fin a todo aquello.
Cuando despertó, Skaara se había sentado a su lado y estaba dibujando en la arena mientras veía pensar a O’Neil. Nunca había conocido a un militar, pero sabía que el coronel era de los buenos. Ya había decidido que quería ser como aquel hombre, con sus mismas cualidades y voluntad para poder proteger a su pueblo.
Cuando Daniel se acercó a la zona más alejada de la gruta, donde Sha’uri había instalado la cocina de campaña debajo de un túnel natural de ventilación, vio algo que le dio mala espina. Feretti y Kawalsky murmuraban como conspiradores. Cuando se aproximó un poco más, se volvieron y lo miraron fijamente hasta que se fue.
Sin apartar la vista de ellos, Daniel entró en la cocina, donde los pastores se habían sentado alrededor del fuego sosteniendo sus cuencos, dispuestos a comer.
—¿Está ya listo? —preguntó a Sha’uri, que estaba atizando el fuego bajo la pequeña olla. Ella asintió. Daniel tomó uno de los cuencos y se sirvió un cazo de salsa y otro de carne antes de devolvérselo a los muchachos, que le miraban atónitos como si se le acabara de salir la lengua por la nariz.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Uno de ellos dijo algo y todos los demás, incluso la misma Sha’uri, empezaron a desternillarse de risa.
—¡Qué pasa! ¡Qué pasa!
Mientras seguían bromeando a un ritmo demasiado rápido y coloquial para Daniel, aparentemente compitiendo por el mejor chiste, Sha’uri llenó dos cuencos y se los llevó a los militares. Daniel, harto ya de tantas risas, tiró a Nabeh al suelo y lo retuvo sin que pudiera moverse.
—¿De qué os reís? —le preguntó en antiguo egipcio. Pero para entonces ya era todo una algarabía de risas y lo único que consiguió la pregunta de Daniel fue que los chicos se retorcieran carcajeándose más todavía. Finalmente Nabeh consiguió serenarse y se lo explicó.
—
Bani ne-ateru ani, hee na’a ani-ben
. —Literalmente: «Los que son maridos no hacen esa clase de trabajo».
—¿Marido? —A Daniel se le pusieron los pelos de punta. Y se abalanzó sobre Nabeh justo cuando volvía Sha’uri—. Sha’uri —dijo, hablando otra vez en egipcio—, este majadero dice que soy tu marido.
Daniel lo dijo al azar, aunque en el fondo esperaba una respuesta. Los chavales estaban a punto de reventar de risa repitiendo las palabras «majadero» y señalando a Nabeh, que captó la broma y le dio un puñetazo en el brazo. Pero para sorpresa de todos, la muchacha salió corriendo de allí y se retiró a una zona oscura de la caverna. Al igual que los hombres de todas las galaxias, se miraron entre sí entendiendo que habían hecho algo mal, pero sin saber exactamente qué.
Daniel se puso en pie y, tras una pausa conveniente, fue a buscar a Sha’uri, a quien encontró sentada en el mismísimo fondo de la gruta.
—¿Qué pasa? —preguntó, aunque se dio cuenta de que no estaba enfadada, sino avergonzada.
Mientras tanto, los chiquillos se habían acercado sigilosamente para espiar, Sha’uri oyó que su hermano los espantaba, y sólo cuando estuvo segura de que no escuchaban, contestó a Daniel.
—Lo siento mucho. Por favor, no te enfades conmigo, pero yo no se lo dije.
—¿Decirles qué? —preguntó Daniel.
—Que tú no me quisiste.
Daniel se quedó perplejo, hasta que de pronto cayó en la cuenta de que Sha’uri se refería a la noche que fue a su habitación, allá en Nagada, la noche que los habitantes de la ciudad se la habían ofrecido como regalo. Ahora se veía alejada de él, esta frágil criatura a la que apenas entendía, y eso hacía que se sintiera avergonzada y rechazada. Con torpeza, le puso las manos en los hombros sintiendo que se le aceleraba el pulso y se le secaba la boca, sentado allí con aquella mujer a la que tan ardientemente deseaba, queriendo confortarla y tranquilizarla; queriendo solamente besarla, consciente al mismo tiempo del gran abismo que los separaba, de lo poco que se conocían y sabiendo que pronto tendría que abandonar aquel lugar o morir en el intento.
Pero a pesar de todo, la acercó más a él y cuando ella lo miró, empezó a acariciarla. Nuevamente tuvo la sensación de que la conocía, tal como experimentara la primera vez que la había visto, sólo que en esta ocasión supo por qué. Aquel rostro que tenía entre las manos era el mismo que había amado en la Tierra, el mismo que se había llevado a Colorado. Sha’uri podía haber sido perfectamente la modelo de la estatuilla del siglo XIV a. de C. que era su mayor tesoro en la Tierra. Daniel pensó que debía decírselo, explicarle la asombrosa coincidencia, pero para entonces sus labios ya estaban demasiado unidos para hablar, demasiado cercanos para otra cosa que no fueran los besos.
Lo primero que Daniel vio cuando despertó a la mañana siguiente fue la cara de Sha’uri, que seguía durmiendo plácidamente a su lado. Pensó en todo lo que habían dicho y hecho la noche anterior y no pudo evitar una sonrisa de satisfacción. Se tendió de espaldas con las manos debajo de la cabeza y se quedó mirando al techo. Fue entonces cuando vio que también Nabeh dormía a pocos centímetros de él, con el casco aún puesto y con la boca abierta de un modo que le hizo cambiar radicalmente la expresión. No pudo resistirlo y se sentó, y cuando lo hizo se dio cuenta de que todos los pastores se habían concentrado en un cerrado círculo alrededor de él y Sha’uri. Era evidente que tenían una idea de la intimidad muy distinta de la suya.
Vio a Skaara haciendo algo en la entrada de la cueva mientras el humo blanco de una de las hogueras que se estaba consumiendo flotaba por todas partes. Saltó cuidadosamente por encima del anillo de dormilones y cruzó la cueva de puntillas para ver qué estaba haciendo el muchacho. Inspirado por la historia visual que había visto en las catacumbas, el chico había decidido contar su propia historia. Estaba sentado sobre un pedrusco blanco, grabando una escena en el muro.
Kawalsky, el primero en despertarse, estaba haciendo la primera guardia apostado fuera de la gruta y saludó con la cabeza a Daniel, que se sentó junto al artista para ver cómo trabajaba.
Estaba claro que Skaara no era Rembrandt. Empleaba una piedra rojiza blanda para trazar la historia del rescate que él había ayudado a planificar. Se veía una pirámide tambaleante, rodeada de gigantescos muchachos, tiesos como palos, disparando puntos al aire, y por encima de la pirámide colgaban los tres soles bajo el par de aeronaves que espiaban maliciosamente toda la escena. Unos cuantos garabatos representaban a los militares arrodillados en la rampa, mientras Ra (toda su cara un ceño) los miraba sentado. Daniel, con el pelo de punta y tres largos dedos en cada pie, aparecía con un arma disparando a la pirámide, y también se veía a Nabeh, riendo como un maníaco y con la cabeza en forma de media cúpula.
Cuando Daniel se sentó a mirar, Skaara se estaba dibujando a sí mismo. Era la figura más grande de la composición. Con una mano sostenía las largas riendas conduciendo por el desierto a un trío de
mastadges
, mientras con la otra, blandiendo el fusil en el aire, disparaba directamente a uno de los soles. La forma de su cara cambiaba el significado de las demás imágenes. Tenía la boca abierta en un feroz grito de guerra. Daniel observaba fascinado cómo Skaara retorcía la boca una y otra vez en una furiosa máscara para intentar plasmarla luego en la imagen de la roca.
Luego fue él quien cambió el gesto. De pronto se dio cuenta de lo que estaba viendo y lo importante que era. Skaara estaba contando la historia de aquel pueblo, la primera crónica que se escribía desde hacía muchos siglos. Y el cronista adolescente, no podía por menos que emocionarse. Para Daniel, allá donde hubiera escritura, cultura y un intento serio de comprender las lecciones de la historia, siempre había esperanza. Así pues, recuperó la sonrisa. Había probado fortuna y ahora estaba allí sentado, en una caverna de otro planeta, contemplando el amanecer de otra cultura del «Antiguo Egipto».
Era uno de esos momentos perfectos que hay en la vida, pero que trae aparejado el peso de la responsabilidad. Es posible que Skaara pudiera desarrollar su talento de cronista y contagiar así al resto de su pueblo, pero aún tenían que enfrentarse a Ra. Y sentado así en pleno amanecer, puso la mente en blanco. Llevaba varios minutos contemplando la obra de Skaara cuando algo se le escapó de los labios.
—El punto de origen. —Estas primeras palabras del día se le quedaron en la garganta. Kawalsky se volvió y vio que Daniel estaba revolviendo en las brasas intentando buscar un tizón medio quemado.
—¿Qué está haciendo, Jackson?
—¡El punto de origen! —Esta vez su voz se oyó claramente, rasgando el silencio de la cueva como el timbre de un despertador. Sacó un tizón del fuego y con un extremo dibujó el vértice superior de la pirámide. Luego trazó una línea de unión entre los tres soles. Los ángulos eran idénticos, paralelos y encajaban entre sí como las V invertidas de los galones de un sargento. Era un símbolo que ya había visto en la Puerta de las Estrellas. Tenía que ser el séptimo símbolo, el punto de origen, lo que necesitaba para cumplir la promesa de llevarles de vuelta a casa. Ni Kawalsky ni Skaara entendieron por qué estaba destrozando la obra de arte del muchacho.
—¡Lo he encontrado! Tres soles encima de la pirámide. —Todos estaban ya despiertos y mirándolo fijamente—. Aquí está el séptimo signo. ¡Nos vamos a casa!
El Caballo de Troya
El procedimiento habitual en los días de envío de cargamento exigía que todas las personas disponibles de Nagada acudieran a la mina para trabajar durante dos o tres horas, sin necesidad de subir la escala de once pisos más de dos veces. Cuando las carretas estaban llenas, un pequeño grupo llevaba el mineral a la pirámide para enviarlo por la Puerta. A primera hora de la tarde, cuando todos regresaban, la ciudad entera estaba preparada para celebrar la fiesta de
Tekfaalit
, que marcaba el final del ciclo de cuarenta días de trabajo.
Las canciones e himnos en honor de Ra proseguían con un banquete al aire libre. Los celebrantes iban de casa en casa, dando y recibiendo comida y bebida. Era el único día que se podía beber el delicioso
tabaa
, un licor dulce hecho de hierbas fermentadas que, al ser ingerido en cantidad suficiente, producía embriaguez. Y los nagadanos procuraban ingerir la cantidad suficiente. Antes de medianoche, la mitad de la población estaba ya como una cuba y el jolgorio en las calles solía durar hasta la mañana siguiente.
Pero ese día, la fiesta de
Tekfaalit
no iba a ser como de costumbre. Ra llevaba años previendo los movimientos de sus súbditos humanos y, aunque podía ser temerario, también sabía ser prudente. Ese día sólo se había permitido el acceso a menos de mil trabajadores y todos ellos eran conducidos celosamente arriba y abajo de la escalera por los secuaces más brutales de Ra. Pero no era el miedo físico a los guardianes lo que llevaba a los obreros a obedecer, sino los mitos en los que creían y que les habían enseñado desde su nacimiento. Ésa era la razón de que Ra sólo necesitara un hombre para controlar a muchos.