Stargate (37 page)

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Authors: Dean Devlin & Roland Emmerich

Tags: #Ciencia ficción

Daniel y O’Neil, los últimos en saltar, vieron caer a Freeman. Ambos se volvieron y corrieron hacia el otro terraplén, arrojándose sobre las dunas de abajo. Oyeron los disparos que pasaban zumbando, pero sin llegar a percatarse de su proximidad. Antes de tocar tierra, Anubis ya había salido en su persecución, contento de ser él quien fuese a matar a O’Neil. Pero cuando llegó al lugar donde habían aterrizado, vio que ya no estaban.

Continuó bajando la rampa a toda velocidad, seguro de poder localizarlos durante la huida. Desenvainó un enorme puñal, saltó a la arena y escrutó el área durante unos segundos antes de caer en la cuenta de lo que realmente había sucedido. En el momento en que los terrícolas llegaron al suelo, los cubrieron con gruesas y largas túnicas, con lo cual era imposible distinguirlos de los miles de hombres que en ese momento se retiraban caóticamente hacia las dunas.

Anubis miró al cielo e indicó a los planeadores que se aproximaran. Cuando las dos pequeñas aeronaves bajaron, el cabeza de chacal capturó a uno de los aterrorizados nagadanos, le clavó el puñal en el corazón y rápidamente le arrebató la túnica. Tiró el cuerpo a un lado y se vistió la prenda para indicar a los pilotos qué tenían que buscar.

Los pilotos lo entendieron. Empezaron a sobrevolar a muchedumbre para ver al mayor número posible de individuos. Pero había miles de personas, todas corriendo sin sentido ni dirección.

Kawalsky, que aún llevaba las botas llenas de agua, tendría que haber sido un blanco fácil. No solamente era mucho más alto que los ciudadanos de Nagada, sino que además llevaba a Feretti, herido, apoyado en la cadera. Nabeh, Rabhis y Aksah empujaron a los soldados por la arena y los metieron en medio de una manada de
mastadges
. Daniel y O’Neil ya estaban allí cuando llegaron, esperando para montar a «Un Poco».

En total contaban con una docena de animales, dos para llevar a los terrícolas a un lugar seguro y diez para que hiciesen de señuelos en caso de que las aeronaves, los
udajit
, les dieran alcance.

Rabhi y Aksah ayudaron a colocar a Feretti en la silla que colgaba del costado de otro
mastadge
y, en cuanto estuvo arriba, Skaara rozó la zona hipersensible que tenía un poco detrás de la oreja. Le dio una rápida rascada y se pusieron en marcha. Segundos más tarde, los doce animales corrían cada uno por su lado.

Pero los planeadores ya estaban encima. El de atrás estuvo a punto de chocar con el de delante cuando giraron para seguir a sendos
mastadges
. Cuando recuperaron la horizontal, los animales se habían dispersado por todas partes. Y aunque otearon el horizonte, los pilotos no vieron ni rastro de ellos.

Episodio XX

Ningún lugar adonde ir

Ra se hallaba en su cámara privada, agitado como una canasta llena de serpientes. Casi descontrolado, esperaba que los pilotos aparecieran con el astuto gusano que se había colado por la Puerta de las Estrellas. Estaba ensayando la manera exacta en que les iba a hacer pagar sus crímenes cuando sintió un tirón en la manga. Era uno de sus sirvientes, un niño de diez años que llegaba para notificarle que los pilotos habían regresado. Sin motivo alguno, Ra le cruzó la cara de una bofetada y lo tiró al suelo. Se sintió mucho mejor, más aliviado. El rey eternamente joven salió de sus aposentos y se sentó en el trono, intentando dominarse antes de recibir a sus visitantes.

Los pilotos, un par de guardias Horus, entraron a paso ligero desactivando sus cascos. Llegaron al pie de la escalera que subía al trono de Ra y se arrodillaron. Anubis, que aún llevaba la armadura manchada de sangre, entró en el gran salón y se situó al lado de Ra, observando desde arriba a los dos guerreros que no parecían llevar nada.

Ra les atravesó con la mirada y, con absoluta calma susurró la pregunta.

—¿Dónde están?

—Han desaparecido.

Anubis bajó la escalera furioso y, dando una patada al guerrero que había contestado, le dijo:

—¿Qué quieres decir con que han desaparecido?

—Que siguen en el desierto —contestó el otro guerrero—. Seguramente los matará la tormenta de arena.

Tras haber perdido el control de sus naves a causa del viento, los Horus habían buscado hasta donde su audacia les había permitido. Esperar más habría significado la muerte segura, así que decidieron volver y probar suerte con Ra.

Más furioso que nunca, Ra se puso de pie y cruzó el salón hasta llegar al lugar donde se encontraba su cofre, que se abrió automáticamente dejando ver su contenido: una joya de cuarzo del tamaño de una moneda que estaba conectada a unos cables negros formando un bonito motivo. El rey-niño se ajustó la pieza a la mano como si fuera un elegante mitón, escondiendo el cuarzo en la palma. Giró lentamente y se aproximó a los angustiados pilotos. Con un leve movimiento de la mano, ordenó levantarse al soldado que había hablado primero.

El guerrero obedeció nerviosamente. Deseaba explicar por qué había puesto fin a la búsqueda, pero Ra le dio a entender que todo estaba claro y que guardara silencio. Se puso frente al hombre y esbozó una sonrisa tranquilizadora.

—Lo intentaste —dijo, levantando la mano lentamente para acariciar la mejilla del Horus—. Sé que lo intentaste.

Estudió el rostro del piloto unos instantes sin dejar de mirarle (en apariencia) tiernamente. Pero de repente abrió la mano a unos centímetros de su cara. Cuando vio el medallón en la palma de Ra, el leal Horus sólo tuvo una fracción de segundo para comprender que su vida estaba a punto de acabar. La joya cobró vida y lanzó de espaldas al soldado contra la pared. Ra se adelantó muy despacio para dar el golpe final. Extendió la mano y la bajó hacia el cráneo del hombre, que yacía medio aturdido. El soldado sabía que si la joya le rozaba la cabeza moriría, pero estaba medio inconsciente y lo único que podía hacer era ver cómo le llegaba la muerte.

Ra depositó gentilmente la mano en su cabeza. Las piernas del hombre se pusieron rígidas de inmediato y todo su cuerpo empezó a sufrir violentas convulsiones, como si lo estuvieran electrocutando. La cabeza comenzó a vibrarle a un ritmo anormal, hasta que súbitamente quedó quieta. Durante los segundos siguientes, sus rasgos faciales empezaron a distorsionarse y el cráneo perdió su forma, dilatándose y encogiéndose como una bolsa de agua.

La joya funcionaba mediante los mismos principios que la Puerta, sólo que aquí el cuarzo servía a unos fines mucho más siniestros. Cuando Ra lo apretó contra la cabeza del hombre, lo que estaba haciendo en realidad era descomponer sus moléculas, licuarlo por dentro.

Con la misma serenidad con que hubiera regado las flores de su jardín, Ra permaneció junto al hombre, ajeno a su dolor gracias a esta hipnótica demostración de macabra magia. Cuando su víctima murió, cerró la mano y suspiró.

Más calmado ya, se dirigió al otro soldado aterrorizado, deslizó un dedo por la curva de su nariz, dio media vuelta y regresó a su habitación.

Las ráfagas huracanadas azotaban el desierto con tanta fuerza que parecían tocar las dunas como si fueran un gigantesco instrumento de viento. Abriéndose camino entre las nubes de arena, O’Neil y Daniel se aferraban como parásitos a los peludos costados de «Un Poco». Llevaban las capuchas atadas por debajo de la barbilla, pero el aire era tan denso que los ojos no les servían de nada.

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