—¿Por qué? ¿Por qué tiene que pasarnos esto? —preguntó.
Uno de los ancianos que estaba por allí cerca le dijo:
—Son los visitantes. Ellos nos han traído esto. Son falsos dioses. Nos arrancaron alabanzas y eso ha enfurecido a Ra Todopoderoso.
—No es verdad —replicó Skaara.
—Sí lo es. Ra ha regresado. Lo hemos ofendido adorando a falsos dioses. Debemos arrepentirnos y servirle obedientemente.
Skaara estaba encolerizado y confundido. Se negaba a creer que los visitantes tuvieran algo que ver con aquello, aunque fuera de manera involuntaria. Quería que se lo explicara Kasuf. Tal vez Kasuf pudiera aclararlo todo.
¿Por qué tardaban tanto en cortarle las ataduras y bajarlo? Todas las ventanas y balcones que rodeaban el disco estaban llenos de gente que intentaba ayudar, pero nadie hacía nada efectivo. Una gruesa cuerda de sogas trenzadas sujetaba el disco de piedra, que pesaba algo menos de una tonelada. Dos hombres habían intentado deslizarse por la cuerda inferior, uno por cada lado, pero su peso había roto las cuerdas, hechas de enredadera y tendones de animales. Todos los presentes gritaron al unísono desde los balcones que pesaban demasiado, que se matarían y matarían al anciano. Y cuando uno de los Ancianos expuso su plan de rescate, a base de largas planchas de madera, los otros contestaron con críticas. La chusma trataba de salvar a su patriarca organizando comités y deliberando democráticamente.
Cuando Skaara regresó de los corrales ya habían colocado dos inútiles escaleras y unos cuantos ciudadanos habían estirado una lona sobre una red de acróbata que había debajo. En otras palabras, no habían adelantado nada.
Cargado con los arneses del
mastadge
, entró en el edificio y subió hasta el tejado. Salió a la vertiente de tejas y, con una silla de montar y una cuerda, avanzó cuidadosamente hasta el lugar donde estaba atada al alero la más alta de las sogas que sujetaban el medallón. Resbaló en el último tramo, pero tuvo la suerte de hacerlo cuando sus pies tropezaron con la soga. Alguien había perdido un zapato y Skaara se preguntó si ese alguien se habría caído. Decidió llevarse el zapato. Guardando el equilibrio con la silla en una mano y la cuerda y el zapato en la otra, se irguió y empezó a deslizar los pies desnudos por la soga, dejando atrás el edificio al dar el paso siguiente y preparándose a fondo para lo que vendría a continuación.
Cuando los rescatadores reunidos en la plaza vieron a Skaara en al cuerda floja, empezaron a chillar como demonios. Las personas que estaban en la ventana de abajo estiraban las manos para asirlo del tobillo, pero el chico obedeció la regla de no mirar nunca abajo. Sabía que era peligroso, pero estaba irritado como nunca lo había estado en su vida. En ese momento no le preocupaba su seguridad personal. Los aullidos del gentío no hacían mella en su concentración. De hecho, cuanto más se concentraba en su tarea, más tranquilo empezaba a sentirse. Primero un pie, luego el otro. La valla de los corrales de los
mastadges
era mucho más difícil de recorrer que aquella ancha soga y Skaara no recordaba en ese momento cuándo había sido la última vez que no había podido dar la vuelta entera. Sigue tranquilo, sigue guardando el equilibrio, casi has llegado.
En tierra, Sha’uri instaba a la gente a que tensara la red de acróbata. Skaara estaba a poca distancia del lugar donde se juntaban muchas de las sogas que sujetaban el medallón, formando un nudo que el chico tendría que saltar. Enganchó la pierna entre el disco y la soga. Cuando vio que podía sostenerse, saltó hasta quedar colgando al lado de su padre.
—¿Estás bien? —preguntó el chico.
—La humillación es peor que la muerte —respondió el anciano, que apartó los ojos, incapaz de mirar a Skaara.
El muchacho nunca había oído hablar así a Kasuf. Tampoco había visto nunca lágrimas en sus ojos. Apesadumbrado por ver así al hombre que tanto admiraba, se concentró en el siguiente paso: atar la cinchas de la silla a la cintura del anciano.
—Dobla la espalda —dijo.
Kasuf obedeció de la mejor manera que supo. Aunque nunca había trabajado boca abajo, Skaara era un experto en el manejo de las cinchas y, un minuto después, ya tenía atada la cintura del viejo. Luego ató la cuerda al zapato y lo lanzó a la muchedumbre que estaba en una de las pasarelas.
—Voy a soltarle. Preparados.
Todas las manos disponibles se apoderaron rápidamente de la cuerda cuando Skaara desenvainó un largo cuchillo y lo enseñó a los que estaban en la pasarela. Cuando el hombre que estaba delante asintió, el muchacho se inclinó para informar a Kasuf:
—Vas a quedar colgando un segundo hasta que pueda llegar a la otra soga.
Cortó la primera cuerda y dejó a Kasuf balanceándose de un lado a otro, colgado de la muñeca. Segundos después cortó la otra y Kasuf, el gran jefe de la ciudad, dio una voltereta en el aire antes de que la fuerza de gravedad tirara de él. La muchedumbre de la pasarela sujetó al anciano y se apresuró a llevarlo a una vivienda cercana para curarle las heridas.
Aunque todos se emocionaron al ver que su jefe estaba sano y salvo, evitaban mirarle a la cara para que no se sintiera avergonzado. El capataz de la pasarela recuperó la soga y, después de varios lanzamientos, Skaara consiguió alcanzarla. Se ató el pie y gritó que lo bajaran, pero cuando estaba a unos metros del suelo, volvió a sorprender a todos.
—Cogedme —gritó; y sin previo aviso, se soltó y cayó a plomo, seguro de que Sha’uri, Nabeh y los demás lo atraparían en la red.
Solamente puede haber un Ra
El sarcófago se alzaba inmóvil y mudo en el fondo de la estancia. Lentamente, los lados de la antiquísima caja empezaron a encogerse y a bajar hasta el suelo; al retroceder la pared lateral, la estrecha tabla del centro se levantó. Sobre ella había un figura humana cubierta con una tela mojada, un sudario. Un instante después, el cuerpo empezó a convulsionarse, jadeando en busca de aire. Se incorporó y apartó la mortaja.
Era Daniel que resucitaba. Tardó unos minutos en respirar normalmente, sintiendo como si el diafragma y los pulmones, después de las breves vacaciones, hubieran olvidado su función. Volvió a echarse otra vez, mareado, y miró a su alrededor para ver dónde estaba. Inspeccionó lo mejor que pudo la habitación desierta y misteriosa. Se sorprendió al ver a un niño de unos siete años esperando pacientemente a que despertara.
Intentó sentarse mientras sus canales auditivos se ajustaban poco a poco para recuperar el sentido del equilibrio. Tosiendo y parpadeando, se puso de pie y miró al niño, que le invitó a seguirle mientras salía de la habitación. Daniel titubeó.
El chico lo condujo al salón del trono, lugar de su malhablada entrevista con el joven rey Ra. Daniel pensó que debía de haber pasado mucho tiempo dormido. Se sentía activo y fuerte físicamente, más fuerte de lo que se había sentido en muchos meses. Aunque la luz era tenue y no llevaba gafas, comprobó que podía enfocar claramente todo lo que se hallaba en su entorno. Al igual que los otros niños, el que caminaba delante de él iba prácticamente desnudo; llevaba un faldón egipcio muy corto y una gruesa cadena de oro alrededor del cuello.
Un gato pasó por delante de ellos. Poco después, Daniel divisó otro gato acurrucado en las escaleras que subían al trono. Se volvió para mirar al primero y vio que era idéntico a las mascotas que había tenido de niño en casa. El animal parpadeó y apartó la cabeza. Cuando Daniel quiso mirar de nuevo al niño, éste había desaparecido. Siguió caminando y llegó a una amplia puerta. Miró dentro y se encontró con otra maravillosa sorpresa. En la oscuridad había enormes pedazos de seda blanca suspendidos del techo y casi rozando el suelo, y ondulando entre las telas asomaban nubes de vaho. El ambiente era húmedo y caliente, como el de una sauna.
Demasiado curioso para tener miedo, Daniel penetró en la niebla, apartó las telas y se sumergió en la densa humedad hasta encontrar la fuente de vapor, una piscina redonda y poco profunda. En ese momento, los vapores se hicieron a un lado y le permitieron ver la razón de todo este decadente lujo. Aparecieron y desapareciendo entre el vaho estaba Ra, inmóvil, sumergido hasta los hombros en el agua caliente y rodeado de sus jóvenes ayudantes. Aunque fingió no darse cuenta de la entrada del resucitado, Daniel supo que intuía su presencia. Se acercó un poco más en silencio y se detuvo al borde mismo de la piscina, que tenía el tamaño de un diminuto lago.
Ra abrió los ojos y lo miró fijamente. Ambos se examinaron durante largo rato antes de que una mano saliera del agua goteando. Con un gesto relajado, Ra pidió su ropa y dos niños se acercaron y la dejaron muy cerca de donde estaba Daniel.
Muy lentamente, el dios se levantó y salió del agua con la gracia de un felino. Ya no tenía la piel dorada, sino que de alguna manera había recuperado su color natural, un tono de almendra tostada muy común entre los pueblos del norte de África.
Si la historia que se contaba en los muros de la catacumba era cierta, el joven desnudo que se deslizaba habia él tenía unos diez mil años de edad. Tan sólo cuarenta y ocho horas antes, Daniel, famoso por la «incesante creatividad» de sus ideas académicas, habría negado vehementemente el hecho. Pero ahora, a pesar de la juvenil apariencia de Ra, estaba dispuesto a creerla. Fascinado, contempló a la enigmática criatura avanzar hacia él en medio de la neblina.
—He estado muerto, ¿estaba? —dijo Daniel en la lengua que le había enseñado Sha’uri.
Ra dio un paso y dejó que los niños le remetieran la ropa. Cuando oyó las mal pronunciadas palabras de su visitante, una especie de sonrisa cruzó sus labios. Sin decir nada, se giró y empezó a salir plácidamente de la habitación. Con Daniel y los chicos de acompañamiento, el dios encabezó el extraño cortejo a lo largo del salón del trono, subió la escalera, pasó por delante del gran sillón y entró en sus aposentos privados.
La cámara estaba abarrotada de fantásticas obras de arte, bellísimos muebles y objetos de todos los tamaños. Al pasar junto a una mesa de mármol, Ra llamó casualmente la atención de Daniel arrastrando los dedos por la superficie.
Dispuestas sobre la mesa, a modo de exposición museística, estaban las pertenencias que habían confiscado al pelotón de exploradores: fusiles, pistolas, radios, munición sobrante y los libros de Daniel, uno de los cuales estaba abierto como si alguien lo hubiese estado leyendo. El objetivo más llamativo de la exposición era uno de los uniformes de camuflajes del ejército. Al final de la mesa, aún en la bandeja, estaba la bomba desarmada. Cuando Daniel levantó la vista, Ra lo estaba observando divertido.