Skaara le acercó la chaqueta a la nariz y, cuando el olor de Daniel penetró en sus gigantescos orificios nasales, se irguió sobre sus delgadas pero potentes patas traseras y lanzó un rugido que despertó a media ciudad. Skaara gritó a Nabeh que abriera la puerta y, en cuanto vio la salida, el superbuey salió disparado del corral. Había recorrido ya media manzana cuando Skaara gritó a los muchachos que salieran tras el monstruo.
—Buen chico —dijo O’Neil.
En el cielo estaba suspendida una pirámide resquebrajada y en ruinas, de cuya parte inferior salían rayos de luz tan brillantes como los del sol. Debajo, la imagen deteriorada de un rey niño ataviado con el atuendo completo del faraón, extendiendo los brazos para bañarse en la luz. A sus pies, varios dioses del Antiguo Egipto con cabeza de animal se arrodillaban ante él, inclinando la cabeza para suplicarle.
Daniel se rascó la barbilla, cavilando. Estaba seguro de que esta serie de imágenes era la primera. El primer cronista que había bajado a aquellas catacumbas, sin duda había empezado con aquella historia, la extraña coronación del rey niño. Sha’uri estaba apoyada en la pared de enfrente, haciendo lo imposible por mantenerse despierta y ayudar a Daniel. Nunca había visto nada parecido a la concentración y atención que aquel hombre ponía en su tarea.
—
Barei bidi peesh
—le preguntó Daniel—.
¿Shana? ¿Shana?
—
Chan’ada
—dijo ella, corrigiendo la pronunciación.
—
¿Chan’ada sedma miznah
, no,
miz… mir…mirnaz. Chan’ada sedma mirnaz, min?
—
Min
—contestó ella con una sonrisa.
—Parece que ha encontrado lo que buscaba —dijo una voz desde la oscuridad.
Sha’uri ahogó un grito y Daniel, totalmente cogido por sorpresa, tiró la antorcha bruscamente al lugar de donde procedía la voz. Era O’Neil, que avanzaba agachado por el angosto pasadizo, seguido de Kawalsky.
—Me ha dado un susto de muerte. —Exclamó Daniel, a punto de sufrir un infarto—. ¿Cómo ha llegado aquí?
—Creía que no sabía hablar su idioma —dijo irónicamente el coronel, avanzando por el pasadizo caóticamente pintado.
—Es un antiguo dialecto egipcio —dijo Daniel—, pero, como el resto de su cultura, ha evolucionado de forma independiente. Sin embargo, cuando se conocen las vocales y si tenemos en cuenta la neutralización de las aspiraciones, la pérdida de consonantes apicales y finales…
—Hábleme en cristiano, Jackson.
—Acabo de aprender a pronunciarlo.
—Este lugar es un maldito infierno —dijo Brown, apareciendo en ese momento con una potente linterna—. Parece la tumba de «Tutijamón» reconvertida en estación del metro neoyorquino.
Pero a O’Neil solamente le interesaba una cosa.
—¿Qué dice todo esto, Jackson?
Alborozado, deseando explicar todo lo que había aprendido, Daniel recorrió el laberinto de jeroglíficos como un niño en una tienda de caramelos.
—Es… Bueno, es increíble. Estos muros cuentan la historia de los primeros pobladores de este planeta. Todos llegaron por la Puerta de las Estrella hace unos diez mil años. Aquí dice… —Daniel se adelantó y recorrió con el dedo una larga serie de imágenes y jeroglíficos—. Un viajero procedente de un lejano sistema planetario, huyó de un planeta moribundo para no perecer con los demás. Ya estaba débil y achacoso, y a pesar de sus cualidades y conocimientos no pudo impedir lo inevitable. —Daniel hizo una paráfrasis en este punto—. Por lo visto, su especie se estaba extinguiendo y se puso a investigar las galaxias en busca de una forma de eludir la muerte. Miren esto… Daniel corrió a otra serie de imágenes. O’Neil estaba ya inmerso en los hechos que el otro le describía. Como si visualizase las palabras que pronunciaba Daniel. No es que aquellas imágenes le impresionaran, pero le corroboraban un sentimiento que le palpitaba en lo más hondo. Siguió escuchando con atención.
—Aquí dice —prosiguió Daniel— que llegó a «un mundo abundante en vida». Donde encontró «una raza primitiva» que se adaptaba «perfectamente a sus necesidades». ¡Los humanos! Una especie que podría enmendar y conservar indefinidamente. Se dio cuenta de que, dentro de un cuerpo humano, podía tener una nueva vida. Y entonces encontró al muchacho.
Daniel pasó a una serie de imágenes desconcertantes. Una pirámide sobre un humano, protegiéndole de la luz cegadora. En la periferia del dibujo había personas corriendo. Daniel señaló la figura que estaba debajo de la pirámide.
—Llegó a una especie de aldea. Aquí pone que los aldeanos corrieron asustados porque «la noche se hizo día». Pero un adolescente se acercó a la luz. «Con curiosidad y sin miedo», siguió andando y cayó en una trampa. Ra lo capturó y fue su amo. Como un parásito en busca de anfitrión. Transformado exteriormente en humano, se nombró a sí mismo gobernador de toda la humanidad. El primer faraón, Ra, el dios sol.
Aquélla era la parte que O’Neil había esperado para oír. Se acercó despacio y se puso a mirar de cerca las imágenes mientras Daniel proseguía.
—Sirviéndose de la Puerta de las Estrellas, Ra, o Reiyu, pues así pronunciaban su nombre, trajo a este planeta miles de personas para trabajar en las minas de cuarzo. Como la que vimos nosotros. Salta a la vista que el cuarzo de este planeta es la base de toda la tecnología del tal Ra. Sólo con él podía ser eterno. Pero algo ocurrió en la Tierra, una rebelión, un levantamiento. Después de cientos de años de opresión, la gente esperó a que Ra estuviera aquí, a este lado de la Puerta, y se sublevó, venció a los dioses guerreros de Ra y enterró la Puerta de las Estrellas para que Ra no pudiese volver. Temeroso de que también en este planeta se sublevase la gente, Ra prohibió la lectura y la escritura. No quería que se recordara la verdad. Las imágenes que vemos en estas paredes son las únicas crónicas que se conservan. Y nadie las sabe interpretar. Asombroso.
Cuando acabó, Daniel esperó la reacción de O’Neil, pero el coronel no dijo ni hizo nada. Se quedó mirando el muro con expresión distante y concentrada.
—Jackson, debería venir aquí. —Kawalsky había cogido la linterna y estaba explorando el túnel, un poco más allá de donde estaban los demás—. Dígame si esto… Venga aquí. —A juzgar por su tono de voz, parecía estar muy nervioso por lo que había visto. Sha’uri corrió a ver de qué se trataba.
Kawalsky se había alejado sólo unos metros del grupo, pero, con lo bajo que era el techo, la oscuridad reinante y el incordio de las antorchas, costaba llegar hasta él. Desde luego, no era el lugar más indicado para un claustrofóbico. El teniente había girado en un recodo y encontrado el final del pasadizo. Rodeada de escrituras sagradas por todos lados, había una sola estela funeraria, de pequeño grosor, con un cartucho vertical grabado. Aunque estaba parcialmente enterrado en la arena, Kawalsky pudo apreciar lo mucho que se parecía al cartucho que había en el centro de las otras lápidas. Daniel también. En cuanto se asomó y vio el sepulcro, supo que habían encontrado lo que necesitaban para maniobrar la Puerta de las Estrellas.
—Seguramente guardaron esto aquí con la esperanza de que algún día se volviera a abrir la Puerta desde la Tierra —dijo Daniel, acercando la antorcha a la losa e intentando descifrar el cartucho. No entendía ni uno solo de los caracteres, lo cual era un estímulo. Probablemente eran constelaciones vistas desde el punto del universo en que estuviera el planeta en que se encontraban—. ¡Maldita sea! —exclamó, recordando algo de repente—. Me he dejado el cuaderno de notas en la habitación. Allí tengo la lista de todos los símbolos de…
—Vuestra chaqueta, sire —sijo Kawalsky, tirándole la prenda de mala manera. Y siguió escarbando en al arena húmeda para dejar al descubierto los dos últimos símbolos enterrados.
Daniel consultó sus notas. Con toda seguridad, el símbolo superior del cartucho tenía que corresponder a uno de los que aparecían en su lista.
—Ya lo tenemos —dijo—. Los símbolos cuadran perfectamente.
—Problema. Problema y gordo. —Kawalsky se había puesto serio. La luz de la linterna y la de la antorcha enfocaron al fornido militar y luego la base del cartucho. El último símbolo estaba destrozado, no existía.
—¿Dónde está el séptimo signo?
Kawalsky se sintió contrariado y empezó a apartar grandes puñados de arena húmeda. Daniel lo detuvo rápidamente y se hizo cargo del proceso de excavación. Removió cuidadosamente la arena de la base del muro hasta que encontró los restos fragmentados del séptimo símbolo, sacando las piezas una por una. Pasaron mucho tiempo intentando encajarlas. Bastaba con ver del símbolo lo suficiente para distinguirlo de los otros que aparecían en la rueda de la Puerta. Al cabo de veinte minutos se dieron cuenta de que era inútil. O habían roto deliberadamente la placa o se había erosionado por llevar tantos años enterrada en la arena. No quedaban ni restos del último símbolo.