—No lo entiendo. ¿Por qué no intentamos nosotros activar la Puerta? Es decir, ¿por qué tiene que ser tan difícil? —sugirió Reilly, siempre pragmático.
—Vaya idea —dijo Feretti, poniendo los ojos en blanco. Luego le explicó por qué la idea no podía funcionar—. Si te equivocas al girar el cacharro, podemos materializarnos en cualquier lugar del inmenso espacio exterior. ¿Tienes idea de cuántos millones de combinaciones tiene la rueda?
—No. ¿Cuántos millones? —preguntó Freeman con ironía.
Feretti empezó a escribir el problema en su pizarra mental, pero se dio cuenta de que Freeman se burlaba de él.
—Cierra el pico, Freeman.
Guardaron silencio nuevamente, sin dejar de mirar el gran rectángulo de la entrada. Habrían podido formar parte de un antiguo espectáculo surrealista: el público esperando en una gigantesca cámara de piedra a que entraran los actores.
A varios kilómetros de allí, más allá del silbante rugido del viento, un asteroide ovoidal ascendía con creciente luminosidad mientras el horizonte se oscurecía con el ocaso. Era el satélite de aquel planeta, borrado súbitamente por una sombrea triangular que cruzaba el cielo. Unos segundos después, la sombrea desapareció.
La última luz del sol titilaba tras la impenetrable cortina de arena batida por el viento y la luz de la entrada de la pirámide fue apagándose hasta que empezaron a esfumarse los limpios contornos de la radio.
Los militares escucharon algo procedente de la entrada e inmediatamente cargaron los fusiles. Era el inconfundible sonido del metal que choca contra el metal. Era el casco de Feretti vibrando encima de la radio. Al momento, todo el equipo y todo el suelo de la pirámide empezaron a temblar.
—¡Un terremoto! ¡Lo que nos faltaba, un maldito terremoto!
—No es eso —gritó Freeman por encima del ruido, poniéndose a cubierto entre los pilares que flanqueaban la entrada.
El temblor y el estruendo eran cada vez más intensos. Sobrevolando la tormenta para descender luego lentamente en medio de ella, apareció una nave de forma piramidal. Los brillantes haces de luz que salían de sus costados cortaban el cielo nocturno; fue descendiendo hasta posarse encima de la pirámide más grande.
Desplegó unos largos brazos mecánicos que rasgaron el cielo como las garras de un águila y se posó directamente en el vértice de la gran estructura pétrea. Los tentáculos de aterrizaje encontraron su objetivo y se insertaron con precisión. Tal era la explicación que no habían encontrado generaciones de investigadores, la respuesta al enigma de la gran pirámide llamada de Kefrén. Había sido construida como punto de aterrizaje precisamente para aquella clase de naves.
Una vez logrado el primer objetivo, empezaron a moverse algunas piezas externas del gigantesco aparato. Enormes secciones de las paredes exteriores empezaron a abrirse y desplegarse. Al igual que esas construcciones lúdicas que cambian de forma moviendo un par de piezas, la nave empezó a transformarse en un palaciego ático de forma piramidal.
Sin embargo, antes de completarse la larga y complicada transformación, una nueva presencia entró en la pirámide. En lo más profundo de la edificación, entre los dos medallones incrustados en el suelo y en el techo, surgió una columna de luz azul que conectó ambos. La luz se expandió alrededor de ambos medallones hasta formar un cilindro.
Los militares, inquietos, apuntando con las armas en todas direcciones, murmuraban qué podrían hacer, pero al mismo tiempo una presencia avanzaba sigilosamente por los corredores, acercándose a ellos Feretti encendió una bengala y estaba a punto de lanzarla hacia la entrada cuando oyó algo a sus espaldas.
Se dio la vuelta a tiempo y vio a una criatura con cabeza de chacal casi encima de él. No pudo hacer más que quedarse boquiabierto.
La ceremonia
—No creo que debamos comer nada —musitó Kawalsky. Lo cierto era que se estaba muriendo de hambre y sólo quería saber si los demás se iban a arriesgar a probar la comida.
Daniel, que jugueteaba con un trozo de «pan» correoso y sobrecargado de especias, se inclinó sobre la mesa y comentó tétricamente:
—Podrían tomárselo como una ofensa.
Hacía una hora que había comenzado el festejo y todavía no se había servido la comida. Mientras la luz de la antorcha se reflejaba en el siniestro disco que parecía vigilarlos desde arriba, los visitantes continuaron sentados con las piernas cruzadas tras las largas y bajas mesas que se habían instalado en el patio sobre alfombras de lana de variados colores.
En los espacios que quedaban entre las mesas, un grupo de músicos viejos rascaba y pellizcaba instrumentos de cuerda, tocando algo que sonaba siempre igual. Un rato antes, el cabo Brown, guitarrista decente, había hecho las delicias de la multitud improvisando con uno de sus instrumentos. Los cientos de personas arracimadas en el patio habían aplaudido cuando el soldado cogió aquella especie de cítara de tres cuerdas y tocó unos sencillos acordes de blues. Imitando a Daniel y Kawalsky, los espectadores habían empezado a marcar el ritmo con las manos y los pies, aun cuando la canción de Brown les era tan ajena como la melodía de aquel momento a los recién llegados. Tan sólo Daniel parecía divertirse con la música quejumbrosa y minimalista del grupo, que le recordaba los cánticos «Balee» acompañados de palmas que había escuchado en las bodas nubias durante sus visitas al Alto Egipto.
La mesa estaba preparada para veintidós comensales, todos hombres. Por lo que Daniel podía ver, las mujeres de esta sociedad les servían en silencio y luego brillaban por su ausencia. Kasuf era uno de los integrantes del gobierno local, todos hombres mayores que él, barbudos y, a pesar del calor reinante, ataviados con turbantes y túnicas grises. Eran el Consejo de Ancianos de la ciudad, los líderes políticos. Al parecer, lo estaban pasando bien.
Dentro del círculo de luz que arrojaba la antorcha, apareció una procesión de criadas cubiertas con llamativos vestidos de seda y llevando todo tipo de piezas de vajilla: platos de terracota y bandejas llenas de verduras; copas de hierro burdo; platos para aperitivos, paletas, servilletas y cuchillos, cucharas y salseras, poncheras de vino con cardos flotando y, finalmente, un par de enormes soperas que hubieron de transportarse sobre planchas de madera. Todo quedó dispuesto sobre aquellas mesas raquíticas y hundidas por el centro, que amenazaban con derrumbarse. Kawalsky levantó el paño que cubría la pesada sopera que tenía delante. Cuando vio lo que había dentro, dio un salto de horror.
Tendido sobre la salsa había un enorme lagarto ceñudo que habían cocinado entero, con piel, ojos y rabo. Tenía la misma piel grisácea y escamosa que las serpientes del desierto y, durante la cocción, se le habían abierto los labios, dejando al descubierto las amarillentas encías. La cabeza y los pies sobresalían del humeante recipiente, y daba la impresión de que había muerto plácidamente mientras tomaba un baño.
—¿Permiso para vomitar, señor? —preguntó Brown, medio en broma, medio en serio.
—No esperarán que nos lo comamos.
Todos a una, bajaron la vista para contemplar la mesa. Los Ancianos les hacían señas para que se sirvieran. Los cuatro viajeros sonrieron y volvieron a echar un vistazo al asqueroso
Reptile du jour
. Esbozando aún una amplia sonrisa, Kawalsky preguntó a Daniel:
—Pues si no quieres ofenderlos, ¿por qué no pruebas un muslito?
—No puede ser peor que la comida del silo —respondió Daniel. Sabía que si había algo de comer y estaba al alcance de Kawalsky, no tardaría en desaparecer.
—Podría ser venenoso —señaló Brown—. No deberíamos comerlo.
—Tiene razón —dijo la imperiosa voz de O’Neil—. No podemos permitirnos el lujo de perder a Jackson. Kawalsky, pruebe usted.
Kawalsky tenía demasiada hambre para discutir las consecuencias de la decisión de O’Neil, así que tomó uno de los cuchillos largos y, después de recibir la autorización de los Ancianos, cortó una pata trasera del reptil. Nervioso, la dejó caer sobre la salsa, produciendo salpicaduras y una carcajada general en todo el patio. Kawalsky levantó la vista y vio que todo el mundo estaba pendiente de él; fingió una semisonrisa y, pinchando el pedazo de carne, lo depositó a los labios. Aspiró profundamente, abrió la boca y se puso la carne alienígena en la lengua. Los habitantes de la ciudad estallaron otra vez en carcajadas, esta vez al ver al cara de aquel energúmeno de uniforme. Mascó una vez y, al ver que no pasaba nada, siguió masticando y se lo tragó.
—Sabe a pollo.
—¿Te parece inofensivo?
—¿Cómo voy a saberlo? —dijo, cortando otro pedazo—. Pregúntales si tienen sal.
Kasuf no dejaba de mirar la mesa, observando con intenso interés cómo Kawalsky devoraba la comida. Para él, la aceptación de la comida era un asunto de vida o muerte. Daniel se dio cuenta de este detalle y decidió tranquilizarlo utilizándo la palabra que había oído decir la hombre después de comerse la chocolatina.
—Sabe bien, ser bueno… ¡
Bonniuni
! —dijo.
—¿
Bonniuni
? —preguntó el anciano, horrorizado. En su idioma, aquello significaba «dulce».
Daniel se maldijo interiormente, sintiéndose frustrado. Después de tantos viajes y años estudiando idiomas, ni siquiera era capaz de transmitir la idea de «delicioso». En ese momento Kasuf reprendía al personal de servicio. Daniel lo interrumpió.