Sha’uri tampoco podía dar crédito a lo que veía. Como todos los habitantes de Nagada, sabía vagamente lo que era la escritura, aunque no sabía escribir. De niña, ella y sus amigas habían inventado varios símbolos y se habían escrito notas en la arena, pero cuando las descubrieron fueron severamente castigadas.
En su mundo no había necesidad de escribir. No había libros ni letreros en las calles ni concursos de ortografía. Por supuesto, existían los cuentos, pero sólo se contaban de viva voz. Cuando un cuento o una canción se olvidaban, se perdían para siempre. Antes de penetrar en aquel pasadizo no tenía la menor idea de que existiera aquella galaxia de símbolos. Tampoco podían entender lo complicadas que debían de ser las reglas para entenderlos. Miró al hombre con otros ojos. ¿Sería un brujo capaz de interpretar y reproducir aquellos signos?
Al parecer, sí. Acercando la antorcha al muro, Daniel ya había visto que cada sección contaba una historia. Las más antiguas eran grandes escenas históricas. Las nuevas generaciones de cronistas habían ido llenando los espacios vacíos con sus propias historias. Casi todas estaban escritas de derecha a izquierda, pero algunas seguían la dirección inversa. En algunos lugares, y por necesidad, la escritura iba de arriba abajo, mientras que en otros estaba en bustrófedon, esto es, una línea de derecha a izquierda y la siguiente de izquierda a derecha, o viceversa; esta técnica reproduce le camino que sigue el buey al arar los campos. Aquel vistoso caos de escritura, tomado en conjunto, era un cofre de tesoros semióticos, una cueva llena de botines arqueológicos. Era la historia antigua de los habitantes de aquel mundo.
Daniel localizó la crónica de base. Contada en imágenes relativamente grandes, esculpidas en la pared y luego pintadas, no resultaba mayormente edificante. El primer panel representaba a varios dioses tutelares, las mismas deidades animales antropomórficas que se habían adorado en el Antiguo Egipto y que aparecían arrancando a los niños de los brazos de sus atormentadas madres y conduciéndolos a través del desierto. Anubis, el dios de los muertos con cabeza de chacal, parecía supervisar la obra de los otros dioses. Horus, el halcón, también estaba presente, al igual que Thot, el de cabeza de mandril, dios de las palabras y de la magia que recogía los nombres de los muertos en el otro mundo.
La escena pasaba a una especie de batalla o sublevación civil y luego aparecían hombres encadenados flotando por el desierto, como si fuera un sueño colectivo. Cuando se despertaban caían a tierra, donde los dioses y sus guerreros los maltrataban brutalmente, obligándolos a cruzar una Puerta de las Estrellas.
Daniel estudió la escritura jeroglífica que rodeaba las imágenes. Definitivamente, los elementos gramaticales estaban relacionados con la caligrafía que había encontrado en las piedras sepulcrales, pero los símbolos que tenía delante eran más rudimentarios. Ningún habitante de la Tierra había vuelto a hablar la lengua de los antiguos egipcios desde que el emperador Teodosio había ordenado cerrar los templos en el años 391 de nuestra era. Y dado que los jeroglíficos que quedaron abandonados en los templos y en los papiros sólo reproducían consonantes, lo único que pudieron hacer los investigadores lingüísticos fue especular sobre la estructura vocálica. Varios egiptólogos destacados, entre ellos Daniel, habían desarrollado esquemas de pronunciación, pero en su mayoría no pasaban de meras conjeturas. Daniel, siempre dispuesto a aventurar una opinión, empezó a leer los signos en voz alta. Tomó la antorcha, se aproximó a una zona del muro literalmente abarrotada de jeroglíficos y comenzó.
—
Naadas yan tu yeewah. Suma’ehmay ra ma yedat
. —Era un episodio de una expedición que cruzaba el desierto, la migración de todo un pueblo que se marchaba, no por propia voluntad, sino por la fuerza.
Sha’uri miraba y escuchaba atentamente. Conforme Daniel leía los símbolos escritos en la pared, se esforzaba por ver la conexión entre los signos pintados y los sonidos que estaba articulando.
—
Nandas sikma ti yu na’nay ashay
—continuó Daniel.
—¿
Sijma
? —preguntó Sha’uri. La palabra le había llamado la atención. Daniel se volvió y la miró. ¿Estaba intentando comunicarse con él? ¿Acaso había tropezado con una palabra que ella conocía? En su idioma,
sijma
significaba «niños». Se asomó por encima del hombro de Daniel y vio una imagen tallada en el muro, una escena de muchas personas conducidas como animales. Y estaba claro que muchas de esas figuras eran niños—.
Sijma
—repitió.
—¿
Sikma
? —preguntó Daniel con apremio, señalando el jeroglífico correspondiente a «niños». Sha’uri lo miró, pero no tenía significado alguno para ella.
—
Sijma
—dijo de nuevo, señalando la ilustración del muro en que se veía a los niños.
—¡Sí! —exclamó él—. ¡Sí,
sikma
, niños! ¡Pues claro!
La sospecha de Daniel había sido acertada desde el principio. Sha’uri y los suyos hablaban un dialecto del antiguo egipcio y, gracias a un golpe de suerte, habían tropezado con aquella palabra,
sijma
, que apenas había evolucionado con los siglos. Entusiasmado, buscó rápidamente otro símbolo, el de «dios».
—¿
Nefa
? —En esta ocasión, el símbolo escrito era más abstracto. El jeroglífico consistía en un ojo encima de dos plumas. Sha’uri lo miró, pero no fue capaz de adivinar su significado—. ¿
Nef-ía
? ¿
Najfar
? —preguntó Daniel, mostrando a continuación la imagen de Anubis y otras deidades animales que conducían a los humanos por el desierto.
—¡
Neyum ifar
! —gritó la joven, como si acabara de acertar el acertijo que le tocaba.
—¿
Nei-yum-i-far
? —preguntó Daniel, dándose cuenta de lo radicalmente distintas que eran sus pronunciaciones. Practicó repitiendo la palabra varias veces, adaptando su acento al de ella. Lo estaba consiguiendo, estaba hablando la lengua muerta de los faraones, una lengua que veía desde hacía muchos años.
Sha’uri también repitió la palabra varias veces, marcando notablemente cada sílaba, enseñando a Daniel la forma en que ella pronunciaba.
—Sí —dijo Daniel—, enséñame a hablar. Bueno… enseñar.
¿Takera? ¿Tekira? Sha’uri takera Daniel
, ¿vale?
—
Sha’uri ta-ki-yiir Dan-yor
.
Era la primera vez en su vida que un hombre le pedía abiertamente que le enseñara. Sha’uri estaba rebosante de orgullo. Aquel sabio, con todas sus exóticas habilidades, le pedía instrucción a ella. Fue el primer paso en la transformación de la muchacha.
Por su parte, Daniel le sonreía como si se hubiera muerto y le hubieran asignado a aquella preciosidad como guía del paraíso. Y ni siquiera era medianoche.
Según el reloj que O’Neil llevaba en la muñeca, eran las 8:21 de la tarde, hora de las Montañas Rocosas. Pero más allá de las murallas de la ciudad estaba saliendo el primero de los tres soles. La tormenta había pasado y el cielo oscuro parecía asombrosamente claro.
O’Neil se hallaba junto a una de las ventanas del salón, al lado de Brown, que había puesto la radio en el alféizar e intentaba reanudar el contacto con Feretti sin importarle lo más mínimo que los vecinos estuvieran durmiendo o no. Tenía una voz grave y fuerte, pero como se sentía contrariado y empezaba a temer por el equipo que había quedado en el campamento, su voz sonaba más fuerte aún. Finalmente se dirigió a O’Neil.
—No hay manera, no puedo sintonizar.
—¿Qué pasa? ¿Hay más interferencias?
—No —contestó Brown—. Nada más que aire. Tendría que haber una señal, pero no encuentro nada.
—¡Coronel! —El grito provenía del exterior.
O’Neil cruzó la habitación y salió a una de las muchas pasarelas de sogas y maderos que iban de un edificio a otro. En la umbrosa calle de debajo divisó vagamente la silueta del teniente.
—Jackson no está en su habitación —gritó Kawalsky—. He buscado por todas partes, pero no lo encuentro.
—¿Qué lleva usted en la mano?
—Su chaqueta —respondió Kawalsky, claramente enfadado por tener que cargar con ella mientras buscaba a Su Eminencia.
O’Neil miró al horizonte, donde el cielo nocturno empezaba a fundirse con el color violeta de la mañana. En ese momento podían regresar fácilmente a la pirámide, pero decidió esperar a que fuera pleno día. Calculó que faltaba aún media hora para tener buena visibilidad. El coronel suponía que Daniel había salido a recoger florecillas silvestres y escribir versitos, pero existía también la remota posibilidad de que hubiera ocurrido algo bueno o algo malo. Si era así, quería saberlo cuanto antes. Concedería media hora para que lo encontraran, ni un segundo más.
Al cabo de dos minutos, O’Neil ya estaba abajo. Él y Kawalsky siguieron el inconfundible rastro olfativo hasta el redil en que se encontraban los
mastadges
. Vieron a Skaara sentado en la cerca que rodeaba el corral, rodeado de un puñado de chicos. Skaara conservaba aún el encendedor de O’Neil. Creía que se había ganado el derecho a presumir ante los alienígenas y eso era exactamente lo que hacía, encendiendo el mechero y contando una y mil veces cómo lo había conseguido. Nabeh, el pastor de cabeza gorda, dentudo y de aspecto raro, quería a toda costa tocar la llama, a pesar de las continuas advertencias de Skaara en sentido contrario. Nabeh, más mayor y más torpe que los demás chavales, era el compinche y amigo incondicional de Skaara. Los demás se dispersaron cuando vieron que los militares se encaminaban hacia ellos. Todos menos Skaara, aunque estaba igual de asustado que los demás. Sabía por propia experiencia lo violento e impredecible que podía ser el hombre de la boina negra, pero siguió sentado en la cerca sin acobardarse.
—Espere aquí —ordenó el coronel a Kawalsky y se acercó solo al chico.
Se apoyó en la cerca y observó a los enormes
mastadges
lanudos desgastando parte de su energía matinal corriendo por el corral. Quería decir al chico que sentía mucho haberle pegado al noche anterior, que lo había hecho solamente porque le preocupaba su seguridad y que si se había sobrepasado tenía muchas razones para hacerlo por las muchas cosas que le habían ocurrido en los dos últimos años. Pero aunque hubiera hablado el mismo idioma que le chico, no habría sido capaz de sumergirse tanto en sus sentimientos sin ahogarse. Se limitó pues a permanecer callado, observando las carreras de los animales en el frío ambiente de la mañana. Cuando volvió a mirar al chico, Skaara encendió un cigarrillo imaginario, dio una chupada profunda y exhaló una bocanada de vaho. Era la forma de liberarle de la culpa, de demostrarle que no le guardaba rencor.
—Estoy buscando a Jackson —dijo O’Neil. Por supuesto, Skaara no le entendió—. ¿Comprendes? Jackson —insistió, enseñándole la chaqueta, pero sin obtener repuesta. Los otros muchachos empezaron a acercarse lentamente. ¿Cómo hacerles comprender su mensaje?, se preguntaba el coronel. Decidió hablar despacio y levantar la voz—. Estamos… buscando… a Jackson. —O’Neil juntó los dedos en círculos y se los puso en los ojos, como si llevara gafas. Los chicos imitaron sus movimientos y acabaron riéndose.
—No, quiero decir… —y fingió un estornudo.
—¡Ahhhh! —Todos comprendieron al instante. Skaara tomó la chaqueta de Daniel y gritó una orden a los animales. Un segundo después, el ejemplar más asqueroso de la manada, alias «Un poco», se aproximó al trote a la cerca, graznando como un camión sin gasóleo.