Stargate (22 page)

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Authors: Dean Devlin & Roland Emmerich

Tags: #Ciencia ficción

—Un poco sólo —le dijo antes de quitarle el papel. Pero el
mastadge
se la arrebató con sus grandes labios carnosos.

—¡Te he dicho que un poco! —El animal ya se lo había comido todo—. Y ahora, deja de molestar.

—Le dije que no le diera comida —dijo O’Neil a sus espaldas.

Los mineros que iban a su lado se habían quedado con las palabras «un poco» y empezaron a repetirlas; el hediondo
mastadge
tuvo un nuevo nombre.

El tormento de Daniel acabó cuando uno de los chicos tiró de las riendas y se llevó al animal a una zona de reposo para animales que estaba al otro lado de las puertas. El
mastadge
protestó al verse separado de su nuevo proveedor de dulces.

Cuando Daniel levantó la vista, se sintió impresionado y al mismo tiempo incómodo. No era buena ciudad para quien padeciera claustrofobia. Las toscas paredes se cernían sobre ellos según iban andando por la calle principal. A ambos lados se veían estrechos y zigzagueantes callejones abiertos entre un edificio y otro. En todos los rincones, en ventanas y pasarelas, apiñados en las puertas o inclinados sobre los antepechos, los habitantes de la urbe se asomaban para mirarles con intensa curiosidad. El equipo estaba ahora a merced de aquella gente, de la que no sabían prácticamente nada.

Cuando llevaban recorridos unos cien metros en el interior de la ciudadela, llegaron a una gran plaza cuadrada, donde Kasuf estaba aguardándoles. Mientras la gente llenaba la plaza, Daniel se dedicó a examinar los edificios que le rodeaban. El principal material empleado en su construcción era la piedra, grandes losas hábilmente extraídas de las canteras. Sin embargo, lo que más llamaba la atención era la madera. Las raquíticas escaleras que se tambaleaban en los flancos de las casas, los destartalados tablones que unían los pisos superiores y las puertas que daban a numerosos habitáculos eran de una madera nudosa de color rosáceo. Alrededor de las ventanas y en las cornisas de los edificios había complejos dibujos geométricos grabados en la piedra. Pero en ningún lugar divisó Daniel nada relacionado con la escritura.

Kasuf subió a un pequeño podio y levantó el bastón pidieron a la multitud que guardara silencio. Luego se giró hacia los visitantes y volvió a recitar algo parecido a una oración. Cuando acabó, señaló con su largo bastón un objeto tapado que colgaba entre dos edificios. Obedeciendo sus órdenes, un hombre que se hallaba subido a un andamio descorrió una enorme tela y, cuando el cortinaje cayó al suelo. Daniel se quedó con la boca abierta.

Suspendido bajo la arcada por una red de gruesas sogas había un enorme disco dorado que tenía por lo menos tres metros de diámetro. Sobre su superficie había una reproducción exacta del dibujo del medallón de Daniel, el que Catherine había encontrado en Egipto. En cuanto el enorme disco quedó al descubierto, la ciudad entera se arrodilló como una gigantesca ola humana, reverenciando a los visitantes. Era impresionante.

—Piensan que somos dioses —musitó Daniel.

—¿Qué crees que les ha hecho llegar a esa conclusión? —preguntó O’Neil, mirando el disco y bajando la vista a la versión en miniatura que colgaba del cuello de Daniel. Asió la reliquia y tiró de ella y de Daniel. La expresión del coronel era amenazadora.

—¿Qué significa exactamente este símbolo? —preguntó malhumorado. Estaba seguro de que Daniel sabía mucho más de lo que le había dicho.

—Es el símbolo de Ra, el dios egipcio del Sol. —Al decir esto, Daniel sintió un pinchazo en la boca del estómago—. Parece que lo adoran. Deben de pensar que ha sido el dios quien nos ha enviado.

Convencido de que Daniel decía la verdad, O’Neil soltó el medallón.

Desde su podio, Kasuf parecía pronunciar un discurso y no dejaba de gesticular mientras miraba a los miembros del equipo. En algún lugar de la multitud, la radio de Brown regurgitó y volvió a la vida. La señal era tan débil que tuvo que ponerse los auriculares y subir el volumen. Entre la interferencia electrostática le pareció oír la voz de Feretti.

Había aparecido de repente, casi sin avisar. Al principio, Feretti había ordenado a los demás que bajaran del risco para ponerse a cubierto, pero en seguida se dio cuenta de su error y subió a toda prisa a la cima para coger la radio de onda corta. De rodillas, se echó la chaqueta por la cabeza y empezó a hablar lo más alto que pudo por el aparato. Intentaba avisar al equipo que había partido. El ruido que lo envolvía, un aullido escalofriante y agudo, le impedía oír su propia voz.

—¡Debemos abandonar el campamento base! ¡Repito: abandonamos el campamento base!

Mientras estaba arrodillado, advirtió que algo se acercaba. Era Porro, que se tambaleaba en lo alto del saliente.

—¡Larguémonos! —gritó a Feretti—. ¡Salgamos de aquí de una maldita vez!

Feretti asintió. O volvían a la pirámide o eran hombres muertos.

—¡Repita, campamento base! No le recibimos —dijo Brown—. ¡Repita, campamento base!

Para entonces, todos habían puesto su atención en Brown gritando por la radio. Todo el ceremonial que el anciano había querido respetar había quedado interrumpido.

Frustrado, Brown dejó de intentarlo. Miró a O’Neil y dijo:

—No vale la pena. Hay algo que interfiere la señal.

Desde lo alto de la muralla, junto a la puerta principal, alguien tocó con fuerza un cuerno. Un instante después sonó otro cuerno y ambos llenaron la ciudad e broncos quejidos. Todas las cabezas que se hallaban en la plaza se volvieron para mirar a la vez. Algo pasaba. O’Neil tomó una decisión inmediata.

—Regresamos ahora mismo. En marcha.

Kawalsky y Brown ya estaban de pie y dispuestos antes de que Daniel preguntara el motivo.

El primer impulso de O’Neil fue dejar a Daniel, abandonarle a su suerte, pagarle con la misma moneda. Pero en el último momento lo asió de la manga del uniforme y fue tirando de él calle abajo. De regreso a la puerta, tuvieron que sortear por lo menos a mil personas. Los militares se abrían paso y cientos de manos se tendían hacia ellos para impedirles avanzar; las bocas barbotaban sonidos, tratando de explicar algo muy importante, Estaban diciendo a los militares que no se fueran.

Al principio, O’Neil los hacía a un lado con fuerza, pero con cierta educación. Pero cuando vio que un puñado de hombre estaba cerrando las puertas, salió corriendo y empujó a todo el que se le puso delante.

Los hombres que cerraban la puerta no hicieron caso de los gritos de O’Neil. Acababan de atrancar la puerta con el primer madero cuando llegó el coronel con dos de sus hombres.

—¡Abrid la puerta! —rugió, dando a entender lo que decía con un ademán violento.

Todos empezaron a hablar a la vez, agitando las manos y señalando un lugar más allá de la muralla, en el desierto. Era evidente que no iban a cooperar, así que O’Neil llamó a Kawalsky.

—¿Cree que podemos levantar ese madero nosotros solos?

Kawalsky le miró como diciendo: «Desde luego». Juntos formaban una pareja formidable, ya que eran más altos y musculosos que aquellos individuos enjutos y demacrados. Nadie en su sano juicio se habría atrevido a llevar la contraria a aquellos dos. No obstante, cuando se aproximaron a la puerta, uno de los guardianes cogió a O’Neil por la muñeca.

Con una rapidez que sorprendió incluso a sus subordinados, el coronel le retorció el brazo por la espalda y lo puso de cara contra la puerta. Y mientras el hombre se deslizaba medio inconsciente y caía al suelo gimiendo, O’Neil sacó la pistola de la funda y apuntó a la muchedumbre.

—¡No lo haga! —gritó Daniel.

O’Neil levantó el arma y disparó tres veces al aire. Cada disparo hizo saltar a la multitud. Jamás habían escuchado una explosión así y estaban verdaderamente aterrados. Todos se quedaron inmóviles, aturdidos y amedrentados. Kasuf, seguido de dos ancianos de la ciudad, llegó adonde estaba le tumulto y se adelantó nervioso para ver qué ocurría.


Sha shay ti yu
—gritó.

—Brown, ayuda a Kawalsky a abrir esa puerta. —O’Neil no apartaba la vista del gentío, desafiando a todos a que hicieran un solo movimiento.

Daniel estaba seguro de que O’Neil empezaría a cortar cabezas en cualquier momento. Ignoraba por qué se había vuelto loco, echando a perder las buenas relaciones que habían entablado ya con el extraño pueblo del desierto. Pensaba que era un error abandonar la ciudad antes de explorarla. Aún necesitaban encontrar los símbolos de la Puerta de las Estrellas.


Sha shay ti yu. Sha shay ti yu
— Skaara, el pastor obligado a dar la mano a O’Neil allá en la cantera, salió de entre la multitud avanzando muy despacio. O’Neil levantó la pistola, apuntando directamente al entrecejo del joven—.
Sha shay ti yu
—seguía diciendo en voz baja. Llevaba las manos extendidas y abiertas mientras se acercaba al hombre de la boina negra, guardándose de parecer amenazador. Acostumbrado a domesticar a los fuertes
mastadges
, Skaara sabía muy bien cómo acercarse a un animal asustado. O’Neil montó el arma, pero el joven siguió acercándose, repitiendo las mismas palabras y señalando las murallas. O’Neil echó un vistazo a las pasarelas situadas en lo alto. Unas doce personas le miraban desde allí y algunas le hicieron señas para que subiera. El chico señaló al coronel, luego las murallas y finalmente se puso los dedos alrededor de los ojos simulando que oteaba el horizonte.

—Quiere que vaya a ver lo que se divisa desde la muralla —tradujo Daniel.

—Sé lo que quiere.

O’Neil se volvió a Kawalsky antes de seguir al chico escalera arriba.

—Si intentan algo, dispare.

Echando una última ojeada a su alrededor, O’Neil siguió a Skaara hasta uno de los torreones construidos a ambos lados de las puertas. Una vez dentro, subió una escalera de caracol construida para hombres más bajos que él. Salieron al pasadizo de piedra que comunicaba la doble muralla de la ciudad y O’Neil se puso en lugar visible para que le vieran sus hombres. Luego se quedó mirando a lo lejos durante un rato.

—¿Qué ve, coronel? —A Kawalsky no le gustaba que le dejaran colgado cuando estaba conteniendo a mil personas a punta de fusil.

Una gigantesca nube marrón, tan ancha como el horizonte, avanzaba casi a ras de tierra, acercándose a la ciudad como un torrente. O’Neil notó que la brisa se convertía en viento.

—¡Una tormenta de arena viene hacia aquí! —contestó.

Skaara señaló la gran nube de polvo y enseñó al coronel cómo llamaban ellos a la «tormenta de arena»:
Sha shay ti yu
.

—¡Excelente! —exclamó Daniel con sarcasmo—. ¡Habría sido un buen motivo para fusilarlos a todos! —Y no contento con dejar que los ánimos se aplacaran solos, repentinamente seguro de tener el derecho moral de hacerlo, se acercó a sus compañeros y bajó el cañón del fusil de Kawalsky.

—No me provoques. Jackson —le advirtió el teniente.

O’Neil se asomó por el antepecho y les gritó desde arriba:

—Tendremos que quedarnos aquí hasta que pase la tormenta.

Feretti se dio cuenta de que ya era demasiado tarde, pero de todos modos tenía que intentarlo. Arrastrando la radio, que pesaba casi quince kilos, avanzó en medio de la tormenta por la larga rampa en dirección al abrigo de la pirámide. Las ráfagas de viento, que levantaban toneladas de arena, eran lo bastante intensa para derribarlo y lanzarlo a las dunas en caso de que perdiera el equilibrio. Cuando el polvo se hizo más espeso, se subió la camiseta hasta la nariz para filtrar el aire y, entrecerrando los ojos para protegerlos, fue avanzando cada vez con más lentitud, con miedo a tropezar y caer de la rampa.

Finalmente cruzó la gran entrada y dobló hacia el corredor, sacudiéndose la arena de la cara. En cuanto se limpió los escocidos y llorosos ojos, sintonizó la radio.

—Brown, ¿me recibes?

Mientras los últimos miembros de su grupo se ponían a salvo, Feretti daba media vuelta y se internaba en la tormenta nuevamente para tratar de localizar la señal de radio alrededor de los muros.

Al cabo de un minuto le pareció oír la voz de Brown entre un laberinto de interferencias, pero no estuvo seguro. La tormenta soplaba con demasiada fuerza. Pero, por si Brown le escuchaba, gritó por el transmisor, avisando del desastre que se les echaba encima. Tras unos minutos se adentró un poco más en el cavernoso refugio y, colocando la emisora lo más cerca posible de la puerta, puso el volumen al máximo y depositó encima el casco para protegerla del polvo. Con arena entre los dientes, Feretti se adentró en el recinto para unirse al resto del equipo.

No sabían si el grupo de exploración estaba protegido por los «miles de personas» que Brown había dicho por radio o si en aquel momento estaban todos agonizando en el desierto. Sin embargo, sabían que sus posibilidades de sobrevivir menguaban rápidamente. Sin decir palabra, se sentaron en semicírculo a mirar el viento oscuro y arenoso que azotaba la entrada.

Al cabo de unos minutos, Freeman se levantó y se dirigió a la radio, la apagó y la apartó del polvo.

—Estamos malgastando la batería —le dijo a Feretti—. No habrá ninguna señal mientras dure la tormenta. Deberíamos intentarlo cuando pase.

—Mal, mal —dijo Feretti, meneando la cabeza—. Estuve dos años en Arabia Saudí y nunca vi nada igual. Ni parecido.

Le hubiera gustado darse de tortas. Si no hubiera tirado la bolsa de libros de Daniel. Si hubiera sido capaz de dominarse un poco, no tendrán que estar ahora sentado como un inútil, imaginando cómo se estaría ahogando el grupo de O’Neil. También sabía que, sin Daniel, las probabilidades de volver a case eran nulas. Estaban atrapados en una pesadilla y él había cerrado el ataúd.

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