Stargate (26 page)

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Authors: Dean Devlin & Roland Emmerich

Tags: #Ciencia ficción

—Encendedor —dijo O’Neil, pronunciando lentamente la palabra y lanzando el Zippo a Skaara.

El chico, fascinado, lo encendió varias veces antes de prender torpemente el cigarrillo. Lanzando una mirada de reojo, O’Neil sacudió la ceniza y vio que el chico lo imitaba. Ambos permanecieron sentados unos instantes. Skaara empezaba a sentirse confiado. Al fin y al cabo, era el único que se codeaba con los notables visitantes. O’Neil se percató del engreimiento del muchacho y no pudo resistirlo. Dio una larga chupada al cigarrillo y se llenó los pulmones de humo. Skaara, esbozando una sonrisa de hombre curtido, hizo lo mismo, pero en cuanto el humo llegó a sus pulmones, los ojos se le salieron de las órbitas. Se incorporó jadeando, y empezó a doblarse y a tambalearse hasta desplomarse en la cama, aumentando con las toses la irritación de la nariz y la garganta.

Brown y Kawalsky escucharon las toses del chiquillo, pero decidieron no investigar. En cuanto pudo, Skaara se incorporó un poco y tiró el tabaco al suelo, jurándose no volver a fumar jamás.

—Buena idea —dijo el coronel, apagando también su cigarrillo y aproximándose para aplastar el que había tirado el muchacho. Sin embargo, cuando levantó la vista se llevó una sorpresa muy desagradable. El muchacho, con los ojos aún llenos de lágrimas, acercaba la mano a la pistola que le había visto disparar por la tarde junto a la puerta de la ciudad. Cuando ya iba a tocar el cañón del arma, oyó el rugido de O’Neil—: ¡No! ¡Es peligroso! —Apretó la mano del muchacho contra la cama y le obligó a soltar la pistola; a continuación le dio unos buenos manotazos. Kawalsky y Brown entraron cuando O’Neil, con el arma en una mano, zarandeaba al muchacho con la otra al mismo tiempo que decía—: No, no, no, no.

En cuanto lo soltó, Skaara salió disparado. El coronel fue tras él, abrió las cortinas y se detuvo. Cuando el chico desapareció de su vista, O’Neil se sentó en la dura cama que le habían dado y se concentró en limpiar la pistola. Su encuentro con Skaara le había causado no poca sorpresa (en realidad, habían jugado juntos), cosa que llevaba mucho tiempo sin experimentar. Y tal como esperaba, sus pensamientos empezaron a desviarse hacia la Tierra y hacia su propio hijo.

Antes incluso de que naciera Jack Junior, O’Neil ya había empezado a cambiar. No solamente empezaba a sentirse más vivo y feliz, sino que era la primera vez que recordaba haber sentido deseos de volver a casa. Aquel nacimiento era el acontecimiento más gratificante en el que había participado. Pero al mismo tiempo comenzó a disminuir su entusiasmo por Jump Dos y a dejar de sentir la necesidad de violencia y sangre.

El día que su hijo cumplió seis años había sido crucial. Situado detrás del niño para ayudarle a abrir los regalos, pues el pequeño estaba muy nervioso. O’Neil levantó la vista, vio a Sarah sonriéndole y sintió que le inundaba un intenso sentimiento de gratitud cuya procedencia ignoraba. En ese momento se dio cuenta de que ya no era el niño enfurruñado y vacío que había sido mientras crecía, el chico que hacía daño a las personas y a las cosas porque no sabía ser de otra forma. Sarah había producido aquella transformación en él y, aunque llevaban ya casados mucho tiempo, de repente comprendió que le debía la vida.

A la mañana siguiente entró en el despacho del sargento y le dijo que deseaba abandonar Jump Dos. Al principio, sus superiores le negaron la autorización. O’Neil era el alma del equipo, el mejor soldado de aquel cuerpo de élite. Pero insistió y, finalmente, en lugar de apartarle del servicio armado, lo destinaron en calidad de instructor al campamento de reclutas de la Infantería de Marina de Yuma. No obstante, le advirtieron que el personal de Servicios Especiales de su categoría nunca llegaba a retirarse del todo. Algún día lo llamarían para otra misión, pero, por supuesto, jamás había imaginado que sería algo como lo que estaba realizando en aquel momento, sobre todo después de haber sido expulsado.

Cuando el joven Jack cumplió doce años, él y su padre eran los mejores amigos del mundo. Combinación perfecta de entrenador-jugador, formaron el equipo más combativo de la liguilla local. Lo único que en cierto modo rompía la armonía era que, a pesar de la conversión de carácter sufrida por el padre, el hijo había heredado la misma dureza de corazón que su progenitor había tenido. Empezó a meterse cada vez en más líos dentro de la escuela, llegando a cruzar la frontera que separa al camorrista del violento. Sarah estaba preocupada, pero cuando intentaba hablar del asunto, los hombres de la familia se cerraban en banda. Se miraban cambiando sonrisas burlonas, como dando a entender que eran miembros del club de la casa, en el que sólo se admitía a hombres.

Recordando ahora cómo había consentido las imprudencias de su hijo, O’Neil suspiró con tanta fuerza que llamó la atención de Kawalsky y Brown. Luego se golpeó la cabeza contra la pared, sin violencia, pero fue más que suficiente para que los otros dos apartaran la vista de la ventana.

Brown miró a Kawalsky y, tratando de hacer la pregunta con la máxima moderación, dijo:

—¿Soy yo o a ese tipo le pasa algo malo?

—Limítate a cumplir sus órdenes —contestó Kawalsky—. Debe de haber una buena razón para que lo hayan puesto al mando de esto.

Brown se le quedó mirado un instante y volvió a preguntar:

—¿De verdad lo crees?

Kawalsky no respondió.

Llevaban sentados mucho tiempo sin dejar de mirarse cuando Daniel no pudo soportar más la necesidad de hablar. Carraspeó como si estuviera a punto de convocar una reunión y se presentó a la criatura angelical que se hallaba sentada en la cama, rígida como un poste.

—Soy Daniel. Daniel.

—¿
Dan-derr
? —preguntó ella.

—No,
Dan-yor
, no. Yo, Daniel —dijo vocalizando con claridad y señalándose con el dedo. La chica sonrió tímidamente y asintió.


Dan-yor
—repitió, antes de señalarse a sí misma y decir—: Sha’uri.

—¿Sha’uri? Muy bien, Sha’uri. Hola. —Después de otra horrible pause, Daniel continuó—. Hemos venido de la pirámide. ¿Conoces la pirámide? Cuatro lados iguales que se unen en un vértice. Bueno, seguro que no te va a gustar, pero de todas formas te voy a hacer un dibujo. —Y con el dedo trazó un dibujo en la arena del suelo, esbozando la forma de la pirámide. Luego miró a la chica. Sha’uri volvió la cabeza—. Lo sé. No te está permitido mirar. —Contrariado, se puso en pie y fue al otro lado de la habitación, apoyó la frente en la pared y continuó hablando—: ¿Qué le pasa a tu pueblo? He oído hablar de grafofobia, pero esto es ridículo. De todas formas, está claro que no vas a poder ayudarnos a encontrar lo que buscamos, así que será mejor que lo dejemos, ¿no te parece?

Sha’uri percibió la frustración de Daniel. Aspiró profundamente y decidió correr un gran riesgo. Cuando el hombre se dio la vuelta, la vio inclinada sobre el dibujo, ampliando los detalles. Daniel se acercó para ver lo que estaba haciendo. En al cúspide de la pirámide trazó una línea y encima de ella un círculo. Era el mismo signo que Daniel había encontrado en las lápidas, el séptimo símbolo que había descifrado el código de acceso a al Puerta.

—¡Es el símbolo de la Tierra! ¿Lo conoces?

Sha’uri miró de repente a Daniel, muy nerviosa. Había violado una de las leyes fundamentales de su pueblo y la transgresión podía acarrearle la muerte inmediata. Pero dado que seguía con vida, infirió que Daniel no era un agente enviado por los dioses para poner a prueba a la ciudad. No obstante, su problema era otro. Se sentía obligada a comunicarle el extremo peligro de la situación. Sabía que él deseaba saber más, pero no podría ayudarle hasta que él comprendiera lo peligroso que era leer y escribir.

Con Sha’uri en cabeza, portando una antorcha e indicándole el camino, Daniel se caló la capucha de la túnica que la chica le había encontrado. Mientras caminaban furtivamente por las retorcidas calles, se dio cuenta de que Nagada estaba construida sobre una ladera. Se estaban aproximando a los corrales donde cien
mastadges
o más pasaban la noche encerrados, «perfumando el aire nocturno» con la punzante peste del estiércol fresco. A lo lejos se divisaba la muralla posterior de la ciudad. Sha’uri se detuvo al pie de un alto edificio de piedra cuya entrada estaba definida por un gracioso arco alancetado y tiró de la manga de Daniel para que la siguiera al negro atrio donde el titilar de las antorchas daba claridad suficiente para iluminar los rincones de aquel lugar abandonado y ver que, probablemente, en sus tiempos, había sido un mercado techado, pero que ahora, a juzgar por el penetrante olor a estiércol, sólo servía de basurero. El picante hedor le hacía lagrimear.

Conduciéndolo por la sucia oscuridad, Sha’uri le enseñó una escalera de piedra que bajaba a un callejón sin salida. Fuera cual fuese la puerta que hubiese habido alguna vez al pie de aquellas escaleras, hacía ya mucho que se había tapado con grandes piedra. No obstante, continuaron bajando. A mitad de camino, Sha’uri le pasó la antorcha y metió la mano en una grieta que había entre las escaleras y la pared. Aflojó un especie de gancho, empujó una de las losas y dejó al descubierto una angosta abertura, espacio suficiente para deslizarse.

Una vez dentro, se encontraron en el sótano del edificio, un espeso bosque de vigas y puntales que se entrecruzaban para sostener el piso de madera de encima. Había varios corredores bajos que salían en distintas direcciones. Sha’uri cogió la antorcha y condujo a Daniel a uno de aquellos húmedos y desagradables pasadizos. No había bajado allí desde que era niña, pero después de un par de despistes consiguió llegar a otra estrecha escalera, muy antigua, labrada en un solo bloque de piedra que había empezado a rajarse por varios sitios. Al final se encontraron en una celda cuadrada de la que partían más túneles, pero Sha’uri acercó la antorcha al muro, destrozado por lo muchos años de polvo y abandono, e iluminó el símbolo de la Tierra: sol-sobre-pirámide.

Atónito, Daniel se acercó al muro y lo tocó. El símbolo había sido grabado esmeradamente en la parte blanda de la piedra, con una profundidad de unos dos centímetros y medio. Era el único indicio de escritura en todo el lugar. Se quedó pensando un instante y luego se dio cuenta de que todo el muro estaba fabricado con piedras toscamente talladas. Todo excepto la zona que rodeaba el símbolo. Dejándose guiar por su intuición empezó a quitar el milenario polvo al solitario jeroglífico hasta que encontró lo que estaba buscan: una hendidura que se hallaba en medio de una puerta. Rascó todo el polvo que pudo y que se había acumulado entre la hoja de la puerta y la jamba, y metió los dedos en el hueco, haciendo palanca con todas sus fuerzas hasta que consiguió entreabrirla. Sha’uri apoyó la antorcha en el muro y sumó sus no despreciables fuerzas a las de Daniel. Finalmente, la puerta se abrió con un crujido y Daniel entró con la antorcha.

—¡Dios mío! —exclamó. No podía creer lo que veía. Había un estrecho pasadizo de metro y medio de altura aproximadamente por quince de largo, totalmente cubierto de escritura jeroglífica egipcia, una lengua muerta desde hacía siglos que Daniel sabía leer y escribir con lieves, mediorrelieves escupidos con la clásica perspectiva frontal… Pero sobre todo había textos, largas columnas grabadas en los muros con cincel.

Por un instante pensó que se había muerto y había ido a parar al cielo de los egiptólogos. Sha’uri lo había llevado a un frondoso bosque de signos misteriosos. Probablemente el palimpsesto más reescrito de la historia; un rompecabezas complicado intrincado, que, a pesar de su confuso aspecto cabalístico, había sido ejecutado con religioso celo, dando al lugar un ambiente sacrosanto. Daniel se pasó la lengua por los labios y se adentró un poco más.

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