—¿Me permite? —dijo Kawalsky, dando un paso al frente.
Daniel quiso prevenirle.
—Cuidado, son libros y pesan… —Kawalsky levantó la bolsa de libros con una mano y con la otra cerró de golpe el maletero— mucho.
Sin aliento, Daniel se quedó algo asustado ante la facilidad con que Kawalsky era capaz de levantar toda la carga. Mientras le seguía hasta la entrada del túnel, pensó que debía de ser uno de los hombres más fuertes del mundo.
Cruzaron un par de puertas enormes de cemento y aparecieron en un oscuro vestíbulo cavernoso. Cuando sus ojos se adaptaron a la luz, Daniel vio que estaban en una sala muy grande con suelo de cemento pulido. Curiosamente, lo único que había allí era una tosca y pequeña construcción de estaño ondulado junto a la que se alzaba la garita de un guardia. Kawalsky hizo una seña al guardia sin alterar el paso y las puertas de la pequeña construcción se abrieron automáticamente. Daniel le siguió al interior.
—Llamamos a esto «cabina telefónica» —le explicó Kawalsky—, como en el
Superagente 86
.
Daniel no sabía para qué servía, aunque el espacio que le rodeaba empezó a temblar y luego a hundirse. En realidad, el diminuto espacio era un ascensor y bajaba a toda velocidad. Le parecía que había mucho trecho entre piso y piso. Veía pasar los números: 5, 6, 7… Kawalsky, más acostumbrado que él, le ofreció una barra de chicle.
—Regula la presión de los oídos.
Daniel aceptó y empezó a masticarlo con nerviosismo. 13, 14, 15…
—¿A qué piso vamos, oiga?
—Eso es información secreta, señor —respondió Kawalsky con cara de palo.
Daniel se dio cuenta de que esta vez se trataba de una broma, pero no la encontró graciosa. 21, 22, 23… Iba a decir algo más, pero en ese momento el ascensor se detuvo en el número 28. Se abrieron las puertas y apareció un corredor tan aséptico como el de cualquier hospital. Siguió al teniente coronel por una maraña de luces de neón, pasando ante despachos cerrados y doblando en varias esquinas hasta que Kawalsky se paró de repente y llamó a una de las puertas.
—¿Doctor Meyers? ¿Está ahí, señor?
La puerta crujió al abrirse y por ella asomó la brillante cabeza de un cuarentón de ojos saltones. Miró fijamente a Daniel con sus gafas bifocales y dijo:
—Usted debe ser la última adquisición. —Y salió al pasillo con expresión de dispéptico en el rostro—. Es Jackson, ¿verdad? Soy el doctor Fred Meyers, doctor en Filosofía y Letras prestado por Harvard.
Sus pomposos modales hacían que se le tomara antipatía fácilmente y Daniel empezó a entender en seguida el porqué. Había oído hablar de él, claro. Ser profesor en una universidad como la de Harvard significaba poder sentarse en los comités asesores más influyentes, publicar artículos en las revistas más prestigiosas y gozar de todos los beneficios que representa formar parte del círculo académico más privilegiado. Por un lado, a Daniel le importaba un rábano Meyers. Era uno de esos profesores de élite que creían estar en una torre de marfil y que llevaban años sin tener una sola idea original. Por otro lado, sabía que sin la ayuda de esta gente nunca conseguiría subvenciones ni apoyo para seguir con sus actividades profesionales. Además, aunque jamás admitiría esto, deseaba su aprobación.
—¿Dónde diablos estoy? —preguntó Daniel alzando la voz.
—En un maldito silo nuclear —dijo a su espalda una voz de mujer.
—Doctora Shore —dijo Kawalsky, girando sobre sus talones—, hasta que no se autorice debidamente al doctor Jackson, no podemos…
—Cierra el pico, Kawalsky, que eres más pesado que las pelotas de un elefante… —le espetó la mujer, haciendo sin embargo que sus palabras sonaran a coquetería. En la puerta del despacho del otro lado del pasillo había una cuarentona baja, maciza y agresivamente sensual, la clase de criatura a quien menos se espera encontrar en un refugio militar subterráneo. Dirigiéndose directamente a Daniel, le explicó con típico acento tejano—: Tú tranquilo, monada. Este sitio se ha remodelado de arriba a abajo, pero técnicamente sigue siendo una instalación militar para que estos cabezas huecas actúen como si fueran los amos. —Daniel sonrió. Le gustaba la mujer—. De todos modos, hola, soy Barbara Shore, la astrofísica del equipo. —Su sombra de ojos hacía juego con el azul oscuro de su entallado traje pantalón, haciendo que pareciera una de esas hembras que abundan en las bolera. Se dieron la mano y charlaron unos instantes antes de que ella volviera a dirigirse a Kawalsky—. Teniente, vamos a enseñarle esto, se amable con él o ya puede olvidarse de esa rascadita en la espalda que le había prometido.
A pesar de su tono sarcástico, era evidente que le gustaba el militar. Devolviéndole la sonrisa, Kaswalsky dio media vuelta y condujo al grupo por el pasillo hasta una puerta marcada con lo números 28-42. La empujó para abrirla y dijo:
—Éste será su lugar de trabajo.
Daniel no podía dar crédito a sus ojos. El «despacho» tenía el tamaño de un pequeño almacén. Las paredes, de casi seis metros de altura, estaban cubiertas con grandes calcos y ampliaciones fotográficas de jeroglíficos. Sobre la enorme mesa de trabajo había un ordenador conectado a una red. Dos mesas más pequeñas servían de soporte a varios artefactos y en las estanterías había toda clase de libros sobre interpretación de jeroglíficos (incluso fotocopias de todo cuanto Daniel había publicado sobre la materia). Había también un equipo estereofónico portátil, una cafetera y un pequeño frigorífico. Sin embargo, fue la pared que había enfrente de la mesa de trabajo lo que llamó su atención. Un objeto grande y redondo se había sujetado a ella desde el suelo hasta el techo y tapado con una tela del tamaño de un paracaídas. Daniel supuso que debía ser la lápida cuyas fotografías le había enseñado Catherine. Tiró de la tela y puso al descubierto el extraño tesoro hallado en Gizeh hacía muchos años.
Por aquello le habían hecho salir de Los Ángeles. Había valido la pena. Sorprendido y encantado, se quedó allí boquiabierto, delante de la antigua piedra.
Entretanto llegó Catherine Langford y, después de saludar a los demás, entró en la sala. En el momento oportuno, hizo saber a Daniel que estaba allí.
—Me alegro de que se haya unido a nosotros.
Daniel dio media vuelta y la miró. Movió los labios para decir algo, pero no pudo. Y volvió la mirada al gigantesco monolito antes de hacer la evidente pregunta.
—¿Dónde lo encontró?
—En la planicie de Gizeh, en 1928 —explicó ella acercándose por detrás de él—. Como puede ver, hay dos círculos de jeroglíficos. Con la ayuda del doctor Meyers hemos podido traducir la sección interna de la escritura, que es una forma jeroglífica extraordinariamente temprana. Pero la sección externa se nos resiste. Como ve, son símbolos totalmente distintos de los conocidos. —Catherine dejó que Daniel asimilara la información y le puso el cebo delante—. Aunque hemos enseñado estos símbolos a muchos expertos, incluso a algunos de los que se salieron de su conferencia el otro día, ninguno ha sido capaz de entenderlos. Al igual que Champollion ante la Piedra Rosetta, pensamos que ambas inscripciones podrían ser traducciones paralelas, pero no conseguimos encontrar las equivalencias. El hecho de que todo esté escrito en un círculo corrido, sin signos de puntuación visibles, dificulta las cosas.
Mientras el doctor Meyers iniciaba una prolija explicación sobre los diversos sistemas descodificadores que habían empleado, la atención de Daniel se fijó en una traducción escrita en una pizarra portátil situada al lado de la piedra. Durante un rato escuchó por encima, pero finalmente intervino.
—Todo esto está mal.
Se acercó a la pizarra y borró la palabra «tiempo», sustituyéndola por «años».
—¡Por favor! —bufó Meyers, aproximándose para proteger su traducción. Miró a Catherine buscando su apoyo, pero con un gesto ella le indicó que retrocediera, lo que hizo de mala gana.
Daniel se sentía absolutamente cómodo entre jeroglíficos. En los últimos tres años había llegado a dominar esta lengua muerta, precursora del sistema de escritura utilizado por lo faraones. Aunque muchos símbolos eran iguales, la gramática era radicalmente diferente. Probablemente había menos de diez personas en el mundo capaces de leer estos primitivos símbolos. Daniel suponía equivocadamente que el doctor Meyers era una de ellas y, mientras trabajaba, hablaba a su eminente colega por encima del hombro.
—Utilizó usted las teorías de Budge, ¿verdad? ¿Por qué se siguen editando sus libros? —Borrando y escribiendo con rapidez, Daniel entró en una especie de ritmo hipnótico mientras intentaba captar no sólo el significado literal, sino también el sentido figurado de la inscripción. De repente hizo un alto, confundido.
—Esto sí que es curioso —dijo, sin dirigirse a nadie en particular—. La palabra
qebeh
aparece seguida de la locución adverbial
sedjemen-ef
y el sujeto es compuesto. —Giró lentamente la cabeza buscando a Meyers y preguntó—: «¿En su sarcófago?» —Daniel arrugó la cara como si la falta de tino de la traducción le produjera dolor físico—. Bueno, no —añadió en tono condescendiente—. Creo que «sellada y enterrada» es más exacto.
Mientras continuaba, las demás personas que se hallaban en la sala cambiaron miradas de incredulidad. Todos habían visto a Meyers, cuyos títulos y galardones académicos se encontraban visiblemente enmarcados en las paredes de su despacho, trabajar durante semanas en la traducción del mensaje. La velocidad de Daniel era increíble. Al cabo de unos minutos ya había acabado ante la pizarra y, avanzando hacia la piedra, leyó palabra por palabra (mejor dicho, símbolo por símbolo) el arcaico mensaje.
—Empezando por aquí, dice:
A
UN MILLÓN DE AÑOS EN EL CIELO ESTÁ
R
A, DIOS SOL
. S
ELLADA Y ENTERRADA PARA SIEMPRE, SU
… —Regresó a la pizarra, cogió el borrador como si fuera la espada del Zorro y borró la última palabra de la traducción de Meyers—. No es
P
UERTA DEL CIELO
. La traducción exacta es
P
UERTA DE LAS ESTRELLAS
(STARGATE)
. —Y leyó el mensaje otra vez.
Todos lo miraron fijamente, estupefactos por aquella sorprendente demostración de habilidad. La doctora Shore se puso de puntillas detrás de Meyers, le susurró algo al oído y le dio una palmada en el trasero.