Libertad (29 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

—¿Y eran buenas?

—Muy buenas.

Patty descendió hacia el lago, y Walter la siguió. No le costó mantenerse a distancia de él. Sólo muy al principio habían sido de esas parejas que se abrazan y besuquean cada vez que uno llega a casa.

—¿Os habéis llevado bien? —preguntó Walter.

—Fue un poco incómodo. Me alegré cuando se marchó. Tuve que tomarme un gran vaso de jerez la única noche que pasó aquí.

—Eso no es muy grave. Un vaso.

Parte del trato que había hecho consigo misma era no contarle a Walter ninguna mentira, ni siquiera pequeña; no pronunciar palabras que no pudieran interpretarse como la estricta verdad.

—He leído un montón —dijo ella—. Creo que
Guerra y paz
es desde luego el mejor libro que he leído en la vida.

—Qué envidia —dijo Walter.

—¿Cómo?

—Leer ese libro por primera vez. Disponer de días enteros para hacerlo.

—Ha sido maravilloso. Es como si la lectura me hubiera cambiado.

—De hecho, sí te noto un poco cambiada.

—No para mal, espero.

—No. Sólo distinta.

Esa noche, en la cama con él, Patty se quitó el pijama y sintió alivio al descubrir que lo deseaba más, no menos, por lo que había hecho. Estaba bien, el sexo con él no estaba tan mal.

—Esto tenemos que hacerlo más a menudo —dijo.

—Cuando quieras. Literalmente: cuando quieras.

Ese verano tuvieron algo así como una segunda luna de miel, alimentada por el arrepentimiento y la nueva inquietud de Patty por el sexo. Puso todo su empeño en ser una buena esposa, y en complacer a su muy buen marido, pero una descripción completa del éxito de sus esfuerzos debe incluir los mensajes que ella y Richard empezaron a cruzar por correo electrónico a los pocos días de marcharse él, y el permiso que en cierto modo ella le dio, unas semanas más tarde, para coger un avión hasta Minneapolis e ir al lago Sin Nombre con ella mientras Walter organizaba otra reunión de personas importantes en Boundary Waters. Borró de inmediato el mensaje con los datos del vuelo de Richard, como había borrado todos los demás, pero no antes de memorizar el número de vuelo y la hora de llegada.

Una semana antes de la fecha se retiró al lago en total soledad y se entregó por completo a su trastorno. Esto consistió en beber hasta tambalearse cada noche, despertar luego sumida en el pánico y el remordimiento y la indecisión, después dormir toda la mañana, después leer novelas en un estado de falsa calma, en suspenso, después levantarse de pronto y pasearse durante una hora o más cerca del teléfono, intentando decidir si llamaba a Richard para decirle que no fuera, y finalmente abrir una botella para alejarlo todo por unas horas.

El resto de los días transcurrió lentamente en una cuenta atrás. La última noche se emborrachó hasta vomitar, se quedó dormida en la sala, y recobró el conocimiento con una sacudida poco antes del amanecer. Para contener el temblor de manos y brazos lo suficiente y marcar el número de Richard, tuvo que tumbarse en el suelo de la cocina aún sin enlechar.

Saltó el buzón de voz. Richard había encontrado un nuevo apartamento, más pequeño, a unas manzanas del anterior. Lo único que ella podía imaginar de ese nuevo espacio era una versión mayor de la habitación negra del apartamento que él había compartido con Walter en otro tiempo, el apartamento del que ella lo había desplazado. Marcó de nuevo, y de nuevo salió el buzón de voz. Marcó por tercera vez y Richard respondió.

—No vengas —dijo Patty—. No puedo hacerlo.

Él guardó silencio, pero ella oyó su respiración.

—Lo siento —se disculpó ella.

—Por qué no vuelves a llamarme dentro de un par de horas. O a ver cómo te sientes por la mañana.

—He estado vomitando. Echando las tripas.

—Lamento oírlo.

—Por favor, no vengas. Te prometo que no te molestaré más. Creo que sólo necesitaba llevar las cosas al límite para darme cuenta de que soy incapaz.

—Eso tiene su lógica, supongo.

—Es lo correcto, ¿no te parece?

—Probablemente. Sí. Probablemente lo sea.

—No puedo hacerle eso.

—Pues muy bien. No iré.

—No es que no quiera que vengas. Sólo te lo pido.

—Haré lo que quieras.

—No, por Dios, escúchame. Te pido que hagas lo que no quiero.

Posiblemente en Jersey City, Nueva Jersey, Richard alzó la vista al techo al oírla. Pero ella sabía que él quería verla, que estaba dispuesto a coger un avión a la mañana siguiente, y la única manera de llegar al acuerdo definitivo de que él no debía ir era prolongar la conversación durante dos horas, dándole vueltas y más vueltas, representando el conflicto irresoluble, hasta que los dos se sintieran tan sucios y agotados, y hartos de sí mismos y hartos el uno del otro, que la perspectiva de reunirse dejara de parecerles apetecible.

Entre los ingredientes de la desdicha de Patty, cuando por fin colgaron, su sensación de desperdiciar el amor de Richard no fue el menos importante. Le constaba que era un hombre a quien irritaban soberanamente las bobadas femeninas, y el hecho de que hubiera soportado dos horas ininterrumpidas de las bobadas de ella, que era alrededor de 119 minutos más de lo que por su propia naturaleza era capaz de soportar, la llenó de gratitud y pesar por el
desperdicio, el desperdicio
. El desperdicio de su amor.

Cosa que la llevó —de más está decirlo— a llamarlo otra vez al cabo de veinte minutos y a arrastrarlo a una versión un tanto más breve pero incluso más lamentable de la primera llamada. Fue un pequeño avance de lo que hizo posteriormente en Washington con Walter de forma más extensa: cuanto más se empeñaba ella en agotarle la paciencia, tanta más paciencia mostraba él, y cuanta más paciencia mostraba él, más le costaba a ella dejarlo en paz. Por suerte, la paciencia de Richard con ella, a diferencia de la de Walter, no era ni remotamente inagotable. Al final se limitó a colgarle, y no le contestó cuando ella volvió a telefonear, al cabo de una hora, poco antes de la hora a la que, según sus cálculos, debía salir con rumbo al aeropuerto de Newark para coger el avión.

A pesar de no haber dormido apenas, y a pesar de haber vomitado lo poco que había comido el día anterior, se sintió inmediatamente más fresca y despejada y enérgica. Limpió la casa, leyó la mitad de una novela de Joseph Conrad que Walter le había recomendado y no compró más vino. Cuando Walter regresó de Boundary Waters, le preparo una cena magnífica y le echó los brazos al cuello, y él —hecho insólito— incluso se encogió un poco ante la intensidad de su afecto.

En ese momento, ella debería haber buscado empleo o vuelto a estudiar o empezado a trabajar de voluntaria. Pero siempre parecía surgir algún obstáculo. Primero fue la posibilidad de que Joey claudicara y volviera a casa durante el último curso de instituto. Luego fueron la casa y el jardín, que ella había descuidado durante el año de borracheras y depresión. Luego su preciada libertad para marcharse al lago Sin Nombre durante varias semanas siempre que le apetecía. Luego esa otra libertad más general que, como ella bien sabía, estaba matándola pero a la que era incapaz de renunciar. Luego el Fin de Semana de los Padres en la universidad de Jessica en Filadelfia: Walter no podía asistir, pero veía con satisfacción el interés de Patty por ir, ya que a veces le preocupaba que ella y Jessica no estuviesen lo bastante unidas. Y luego las semanas previas al Fin de Semana de los Padres, semanas de mensajes de correo electrónico entre ella y Richard, semanas imaginando la habitación del hotel de Filadelfia en la que pasaría
un día y una noche
fuera del radar. Y luego los meses de profunda depresión después del Fin de Semana de los Padres.

Ella había viajado en avión a Filadelfia un jueves, a fin de pasar, como puso especial empeño en explicarle a Walter, todo un día sola haciendo turismo. Mientras iba en taxi al centro de la ciudad, sintió de improviso una punzada de pesar por no hacer precisamente eso: no pasear por las calles como una mujer adulta e independiente, no cultivar una vida independiente, no ser una turista sensata y curiosa en lugar de una mujer enloquecida en busca del amor.

Por increíble que pueda parecer, no había estado sola en un hotel desde su estancia en la habitación 21, y se quedó muy impresionada con su habitación moderna y lujosa del Sofitel. Examinó minuciosamente todas las comodidades mientras esperaba a Richard, y luego volvió a examinarlas cuando la hora acordada llegó y pasó. Intentó ver la televisión pero no pudo. Era un manojo de nervios cuando por fin sonó el teléfono.

—Ha surgido algo —dijo Richard.

—De acuerdo. Vale. Ha surgido algo. Vale. —Se acercó a la ventana y contempló Filadelfia—. ¿Qué ha sido? ¿Unas faldas?

—Muy graciosa.

—Sí —dijo ella—, dame un poco de tiempo y te recitaré todos los tópicos habidos y por haber. Todavía no hemos empezado siquiera con lo de los celos. Esto viene a ser el Minuto Uno de los celos.

—No hay ninguna otra.

—¿Ninguna? ¿No ha habido ninguna? Dios mío, incluso yo me he portado peor. A mi modesta manera conyugal.

—No he dicho que no haya habido ninguna. He dicho que no hay ninguna.

Patty apretó la cabeza contra la ventana.

—Lo siento —se disculpó—. Esta situación hace que me sienta demasiado vieja, demasiado fea, demasiado estúpida, demasiado celosa. No soporto oír lo que sale de mi boca.

—Me ha llamado esta mañana —dijo Richard.

—¿Quién?

—Walter. Tenía que haberlo dejado sonar, pero lo he cogido. Ha dicho que se ha levantado temprano para llevarte al aeropuerto, y que te echaba de menos. Ha dicho que las cosas van muy bien entre vosotros. «Hace años que no éramos tan felices»: creo que ésas han sido textualmente sus palabras.

Patty permaneció callada.

—Ha dicho que te habías ido a ver a Jessica, que Jessica, en secreto, estaba muy contenta, aunque la preocupaba que pudieras decir algo raro y abochornarla, o que no te caiga bien su nuevo novio. En suma, Walter está muy contento de que hagas esto por ella.

Patty se movió inquieta junto a la ventana en su esfuerzo por escuchar.

—Ha dicho que se sentía mal por algunas de las cosas que me comentó el invierno pasado. Ha dicho que no quería que me quedara una idea equivocada de ti. Ha dicho que el invierno pasado fue un horror, por lo de Joey, pero ahora las cosas van mucho mejor. «Hace años que no éramos tan felices»: sí, seguro que ésas han sido textualmente sus palabras.

Una combinación de arcadas y sollozos provocó en Patty un eructo absurdo y doloroso.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Richard.

—Nada. Perdona.

—Bueno, el caso es...

—El caso es...

—He decidido no ir.

—Ya. Lo entiendo. Claro.

—Bien, pues...

—Pero por qué no vienes igualmente. O sea, teniendo en cuenta que yo ya estoy aquí. Y luego puedo volver a esa vida mía increíblemente feliz, y tú puedes volver a Nueva Jersey.

—Sólo estoy repitiéndote lo que me ha dicho él.

—Esa vida mía maravillosamente feliz, maravillosa.

Ay, las tentaciones de la autocompasión. Tan placentera para ella, tan irresistible que no podía evitar expresarla, y tan repugnante para él. Ella percibió el momento exacto en que se pasó de la raya. Si hubiese conservado la calma, tal vez habría conseguido inducirlo a viajar a Filadelfia haciendo uso de sus encantos y engatusándolo. ¿Quién sabe? Tal vez no habría vuelto nunca a casa. Pero la pifió con la autocompasión. Notó el tono de Richard, cada vez más frío y distante, con lo que se compadeció aún más de sí misma, y así sucesivamente, hasta que al final tuvo que colgar y abandonarse por entero a ese otro placer.

¿De dónde salía esa autocompasión, en cantidad tan desproporcionada? Se mirase como se mirase, llevaba una vida de lujo. Todos los días disponía de la jornada entera para concebir una manera aceptable y satisfactoria de vivir, y sin embargo lo único que parecía sacar de todas sus opciones y toda su libertad era más desdicha. La autobiógrafa casi se ve obligada a extraer la conclusión de que se compadecía de sí misma por ser tan libre.

Esa noche en Filadelfia se produjo un breve incidente lamentable: bajó al bar del hotel con la intención de ligar. Enseguida descubrió que el mundo se divide en los que saben sentirse a gusto solos en la silla de un bar y los que no saben. Por otra parte, le pareció que los hombres tenían pinta de estúpidos, y por primera vez en mucho tiempo empezó a pensar en qué se sentía cuando una estaba borracha y era violada, y volvió a subir a su moderna habitación a deleitarse en nuevos arrebatos de autocompasión.

A la mañana siguiente, cogió un tren de cercanías para ir a la universidad de Jessica en un estado de necesidad del que no podía salir nada bueno. A pesar de que, durante diecinueve años, había intentado hacer por Jessica todo lo que su propia madre no había hecho por ella —no se había perdido un solo partido suyo, le había prodigado su aprobación, se había familiarizado con las complejidades de su vida social, había estado de su lado en todas las pequeñas penas y decepciones, se había involucrado profundamente en el drama de sus solicitudes de acceso a la universidad—, no existía entre ellas, como se ha observado, una relación verdaderamente estrecha. Esto se debía en parte a la personalidad autosuficiente de Jessica, y en parte al comportamiento extremo de Patty con Joey. Fue en Joey, y no en Jessica, en quien ella depositó su corazón desbordante. Pero ahora la puerta de acceso a Joey estaba cerrada a cal y canto, debido a los propios errores de Patty, y llegó al hermoso campus cuáquero sin importarle en absoluto el Fin de Semana de los Padres. Sólo quería un rato de intimidad con su hija.

Por desgracia, el nuevo novio de Jessica, William, era incapaz de captar una indirecta. William era un chico californiano, jugador de fútbol, rubio y de buen carácter, cuyos padres no habían ido a visitarlo. Siguió a Patty y Jessica al almuerzo, a la clase de Historia del Arte de Jessica de esa tarde, y a la habitación de Jessica en la residencia, y cuando Patty, en una clara insinuación, invitó a su hija a cenar en la ciudad, ella contestó que ya había reservado mesa para tres cerca de allí. En el restaurante, Patty escuchó estoicamente mientras Jessica incitaba a William a describir la organización benéfica que había fundado en el instituto: un programa ridículamente bienintencionado por el que los clubes de fútbol de San Francisco financiaban la educación de niñas pobres de Malawi. A Patty no le quedó mucha más opción que seguir bebiendo vino. A la cuarta copa, decidió que William debía saber que ella misma había destacado en otro tiempo en la práctica deportiva interuniversitaria. Como Jessica se abstuvo de aportar el dato de que su madre había sido miembro de la segunda selección a nivel nacional, se vio obligada a aportarlo ella, y como dio la impresión de que se jactaba, consideró que debía compensarlo contando la historia de su
groupie
, y eso llevó a la drogadicción y las mentiras sobre la leucemia de Eliza, y a su rodilla destrozada. Hablaba en voz alta y, creía ella, amenamente, pero William, en lugar de reírse, lanzaba miradas nerviosas a Jessica, quien por su parte permanecía inmóvil, con los brazos cruzados y semblante hosco.

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