Libertad (33 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

Sí escuchó, no obstante, el buzón de voz.

«¿Richard? Soy Walter, Walter Berglund. No sé si estás ahí, probablemente ni siquiera estés en el país, pero me gustaría saber si hay alguna posibilidad de que andes por ahí mañana. Viajo a Nueva York por trabajo, y tengo una pequeña propuesta que hacerte. Perdóname por avisarte con tan poco tiempo. Más que nada quiero saludarte. Patty también te manda saludos. ¡Espero que estés bien.»

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Hacía dos años que Katz no sabía nada de Walter. Al prolongarse el silencio, había empezado a pensar que Patty, en un momento de estupidez o angustia, le había confesado lo ocurrido en el lago Sin Nombre. Walter, con su feminismo, con su irritante doble moral invertida, se habría apresurado a perdonar a Patty y dejado que Katz cargara con toda la culpa de la traición. Eso era lo curioso en Walter: una y otra vez, las circunstancias se confabulaban para que Katz, quien por lo demás no temía a nadie, se sintiese empequeñecido e intimidado por él. Renunciando a Patty, sacrificando su propio placer y decepcionándola brutalmente para preservar su matrimonio, había alcanzado por un momento el nivel de excelencia de Walter, y sin embargo, lo único que había conseguido a cambio de sus esfuerzos era envidiar a su amigo por la incuestionada posesión de su mujer. Había intentado fingir que hacía un favor a los Berglund interrumpiendo toda comunicación con ellos, pero lo había hecho sobre todo para no enterarse de que eran felices y su matrimonio no corría peligro.

Katz no habría sabido decir el motivo exacto por el que Walter le importaba. Sin duda, parte de ello no era más que la prolongación accidental de unas condiciones preexistentes: un apego nacido a una edad en que uno es fácilmente influenciable, antes de fijarse del todo los contornos de la personalidad. Walter se había colado en su vida antes de que él cerrara la puerta al mundo de la gente normal y uniera su suerte a los inadaptados y marginados. Tampoco es que Walter fuera tan normal. Era a la vez irremediablemente ingenuo y muy astuto, tenaz y bien informado. Y a eso se añadía la complicación de Patty, quien, pese a sus esfuerzos desde hacía tanto tiempo por fingir lo contrario, era aún menos normal que Walter, y se añadía también la complicación de que Katz no se sintiera menos atraído por Patty que Walter, y posiblemente se sintiera más atraído por Walter que Patty. Eso era a todas luces una situación rara. Con ningún hombre había experimentado la sensación de calor en la entrepierna que le producía ver a Walter después de una larga ausencia. Ese acaloramiento inguinal no guardaba mayor relación con el sexo real, no era más homo que las erecciones que tenía ante una primera esnifada deseada durante mucho tiempo, pero sin duda alguna existía allí algo profundamente químico. Algo que insistía en hacerse llamar amor. A Katz le había complacido ir viendo a los Berglund mientras la familia crecía, le había complacido saber de ellos, le había complacido saber que estaban allí, en el Medio Oeste, disfrutando de una buena vida en la que él podía dejarse caer cuando no se sentía del todo bien. Y de pronto, un día lo había echado a perder permitiéndose pasar una noche a solas en una casa de veraneo con una antigua jugadora de baloncesto experta en colarse por estrechos pasillos de oportunidad. Lo que había sido para Katz un mundo difusamente acogedor de amparo doméstico se había venido abajo de la noche a la mañana, en el microcosmos voraz y caliente del coño de Patty. Al que aún no podía creerse que hubiera tenido un acceso tan cruelmente fugaz.

«Patty también te manda saludos.»

—Ya, y una mierda —dijo Katz mientras comía su pita con carne.

Pero en cuanto sustituyó el apetito por un profundo malestar gástrico debido al medio elegido para satisfacerlo, le devolvió la llamada a Walter. Por suerte, contestó el propio Walter.

—Qué me cuentas —dijo Katz.

—¿Qué me cuentas tú? —replicó Walter con una amabilidad arrolladora—. Según parece, has estado por todas partes.

—Sí, cantando al cuerpo eléctrico. Unos tiempos de vértigo.

—Bailando al son de la luz, fantástica.

—Exacto. En una celda de la cárcel del condado de Dade.

—Sí, ya lo leí. Pero ¿qué demonios hacías en Florida?

—Una tía sudamericana a la que confundí con un ser humano.

—Creía que formaba parte del asunto mismo de la fama —dijo Walter—. «La fama exige toda clase de excesos.» Me acordé de que antes hablábamos de eso.

—Por suerte, eso ya lo he dejado atrás. Me he apeado del carro.

—¿Qué quieres decir?

—He vuelto al montaje de terrazas.

—¿Terrazas? ¿Estás de broma? ¡Eso es absurdo! Deberías estar por ahí destrozando habitaciones de hotel y grabando esas canciones tuyas en las que mandas a la mierda a todo el mundo, las más repelentes.

—Eso ya está muy visto, tío. Estoy haciendo lo único honroso que se me ocurre.

—Pero ¡qué desperdicio!

—Cuidado con lo que dices. Podrías ofenderme.

—En serio, Richard, tienes mucho talento. No puedes dejarlo sin más porque resulte que a la gente le gusta uno de tus discos.

—«Mucho talento». Eso es como decir que alguien es un genio jugando al tres en raya. Hablamos de música pop.

—¡Uy uy uy! —exclamó Walter—. No es eso lo que yo esperaba oír. Pensaba que estarías acabando un disco y preparándote para otra gira. Te habría llamado antes si hubiese sabido que te dedicabas a montar terrazas. No quería molestarte. Eso no deberías pensarlo nunca.

—Bueno, como no sabía nada de ti, daba por supuesto que andarías ocupado.

—Mea culpa —dijo Katz—. ¿Cómo os va? ¿Todo bien?

—Más o menos. Sabes que nos hemos ido a vivir a Washington, ¿no?

Katz cerró los ojos y fustigó a sus neuronas para generar un recuerdo de confirmación de eso.

—Sí —contestó—, creo que ya lo sabía.

—Bueno, resulta que las cosas se han complicado un poco. De hecho, por eso te llamo. Quiero proponerte algo. ¿Tienes un rato mañana por la tarde? ¿Tirando a primera hora?

—A primera hora no me viene bien. ¿Qué tal por la mañana?

Walter le explicó que al mediodía tenía una cita con Robert Kennedy Jr. y que debía volver a Washington por la noche para coger un vuelo a Texas el sábado por la mañana.

—Podríamos hablar por teléfono ahora —dijo—, pero mi ayudante tiene muchas ganas de conocerte. Sería ella con quien trabajarías. Preferiría no quitarle la primicia adelantándote algo ahora.

—Tu ayudante —repitió Katz.

—Lalitha. Es jovencísima y muy lista. Y además es vecina nuestra, vive en el piso de arriba. Creo que te caerá muy bien.

A Katz no le pasaron inadvertidos la viveza y el entusiasmo en la voz de Walter, el amago de culpabilidad o emoción en las palabras «y además».

—Lalitha —repitió Katz—. ¿Qué nombre es ése?

—Indio. Bengalí. Se crió en Missouri. Y además es muy guapa.

—Ya veo. ¿Y en qué consiste su propuesta?

—En salvar el planeta.

—Ya veo.

Katz sospechó que Walter estaba presentándole premeditamente a esa Lalitha como cebo, y le irritó que lo considerara tan fácilmente manipulable. Así y todo —consciente de que Walter era un hombre que no calificaba de guapa a una mujer sin una buena razón—, se dejó manipular, se quedó intrigado.

—Déjame ver si puedo reorganizar mis asuntos de mañana por la tarde —contestó.

—Estupendo —dijo Walter.

Lo que tuviera que ser sería y lo que no, no. Katz sabía por experiencia que, por lo general, no iba mal hacer esperar a las tías. Llamó a White Street e informó a Zachary de que el encuentro con Caitlyn tendría que aplazarse.

Al día siguiente por la tarde, a las tres y cuarto, con sólo quince minutos de retraso, entró con paso enérgico en Walker's y vio a Walter y a la tía india en una mesa de un rincón, esperando. Antes siquiera de llegar a la mesa, supo que no tenía la menor posibilidad con ella. Existían dieciocho palabras del lenguaje corporal con las que las mujeres expresaban disponibilidad y sometimiento, y Lalitha dirigía a Walter por lo menos doce al mismo tiempo. Parecía la viva imagen de la expresión «se bebía sus palabras». Cuando Walter se levantó de la mesa para abrazar a Katz, la chica mantuvo la mirada fija en Walter; y en eso el universo sí había dado realmente un giro extraño. Nunca antes Katz había visto a Walter en modalidad galán, consiguiendo que una chica guapa volviera la cabeza. Vestía un buen traje oscuro v había adquirido cierta corpulencia propia de la mediana edad. Sus hombros presentaban mayor anchura, su pecho mayor prominencia.

—Richard, Lalitha —presentó.

—Encantada de conocerte —dijo Lalitha con un blando apretón de manos, sin añadir nada del estilo de que era un honor para ella o que se sentía muy emocionada, nada del estilo de que era una gran admiradora.

Katz se dejó caer en una silla sintiéndose sacudido de improviso por una toma de conciencia condenatoria: contrariamente a las mentiras que se había dicho a sí mismo, deseaba a las mujeres de Walter no a pesar de su amistad con él, sino a causa de ella.

Durante dos años se había visto sistemáticamente agobiado por las declaraciones de admiración de las fans, y ahora, de pronto se sentía decepcionado por no oír esa forma de declaración de Lalitha, por la manera en que ella miraba a Walter. Tenía la piel morena y su constitución era una compleja mezcla de redondez y gracilidad. Ojos redondos, cara redonda, pechos redondos; cuello y brazos gráciles y esbeltos. Un incuestionable notable alto que podía convertirse en sobresaliente bajo si la chica se aplicaba un poco para subir nota. Katz se deslizó los dedos entre el pelo, sacudiéndose el polvo de Trex. Su viejo amigo y enemigo lucía una radiante sonrisa por el puro placer de volver a verlo.

—¿Y bien?, ¿qué hay? —dijo Katz.

—En fin, muchas cosas —contestó Walter—. ¿Por dónde empezar?

—Un traje bonito, por cierto. Tienes buen aspecto.

—Ah, ¿te gusta? —Walter bajó la vista para mirarse—. Lalitha me obligó a comprarlo.

—Me he cansado de decirle que vestía de pena —aclaró la joven—. ¡Hacía diez años que no se compraba un traje!

Tenía un sutil acento subcontinental, martilleante, como de ir al grano, y hablaba de Walter como si fuera de su propiedad. Si su cuerpo no hubiese expresado tal ansiedad por complacer, Katz pensaría que éste ya se la había beneficiado.

—Tú también tienes buen aspecto —dijo Walter.

—Gracias por mentir.

—No; tienes buen aspecto, un poco al estilo Keith Richards.

—Ah, ahora sí eres sincero. Keith Richards parece un lobo disfrazado con el gorro de la abuela. Con esa cinta en la cabeza.

Walter consultó con Lalitha.

—¿Crees que Richard parece una abuela?

—No —contestó ella con una «O» redonda y tajante.

—Así que estás en Washington —comentó Katz.

—Sí, es una situación un tanto extraña —contestó Walter— Trabajo para un tal Vin Haven, que vive en Houston, un magnate del petróleo y el gas. El padre de su mujer era un republicano de la vieja escuela. Colaboró con la administración de Nixon, Ford y Reagan. Le dejó una mansión en Georgetown que apenas usaban. Cuando Vin montó la fundación, instaló las oficinas en la planta baja y nos vendió a Patty y a mí los dos pisos de arriba a un precio inferior al de mercado. El último piso incluye un pequeño apartamento para el servicio, que es donde vive Lalitha.

—Soy la tercera persona en Washington que más cerca vive de su lugar de trabajo —dijo Lalitha—. Walter lo tiene aún más cerca que el presidente. Todos compartimos la misma cocina.

—Entrañable cuadro —comentó Katz, lanzándole a Walter una mirada elocuente que éste no pareció captar—. ¿Y de qué va esa fundación?

—Creo que ya te lo expliqué la última vez que hablamos.

—En aquella época me drogaba tanto que tendrás que volver a contármelo todo al menos dos veces.

—Es la Fundación Monte Cerúleo —respondió Lalitha—. Propone un enfoque totalmente nuevo de la conservación ambiental. Fue idea de Walter.

—En realidad la idea fue de Vin, al menos inicialmente.

—Pero las ideas originales de verdad son todas de Walter —aseguró Lalitha.

Una camarera (nada del otro mundo, Katz ya la conocía y la había descartado) les tomó nota de los cafés, y Walter empezó a contar la historia de la Fundación Monte Cerúleo. Vin Haven, explicó, era un hombre muy poco corriente. Él y su mujer, Kiki, eran unos apasionados amantes de las aves que casualmente también eran amigos personales de George y Laura Bush y Dick y Lynne Cheney. Vin había acumulado una fortuna de nueve cifras a base de perder dinero provechosamente en pozos de petróleo y gas de Texas y Oklahoma. Rondaba ya cierta edad y, como no había tenido hijos con Kiki, había decidido pulirse más de la mitad de la pasta en la preservación de una sola especie de ave, la reinita cerúlea, que, precisó Walter, no sólo era una criatura hermosa, sino además el ave canora en más rápido declive en América del Norte.

—Es nuestro pájaro emblemático —dijo Lalitha, y sacó un folleto de su maletín.

A Katz la reinita de la portada se le antojó un ave anodina. Azulada, pequeña, sin inteligencia.

—Eso es un pájaro, no cabe duda —observó.

—Tú espera —dijo Lalitha—. La cuestión no es el pájaro. Es mucho más que eso. Espera y escucha la visión de Walter.

¡Visión! Katz empezaba a pensar que la verdadera intención de Walter al organizar ese encuentro se reducía a obligarlo a presenciar el hecho de que lo adoraba una chica de veinticinco años bastante guapa.

La reinita cerúlea, explicó Walter, se reproducía exclusivamente en los bosques caducifolios maduros de clima templado, y su principal bastión se hallaba en los Apalaches centrales. Existía una población especialmente saludable en el sur de Virginia Occidental, y Vin Haven, gracias a sus vínculos con la industria de la energía no renovable, había visto una oportunidad de asociarse a las compañías mineras del carbón a fin de crear una gran reserva privada permanente para la reinita y otras especies amenazadas que anidan en árboles caducifolios. Las compañías mineras tenían motivos para temer que la reinita pronto apareciese en la lista de animales amparados por la Ley de Especies en Peligro de Extinción, con efectos potencialmente nocivos para su libertad para talar bosques y volar montañas. Vin creía que era posible convencerlas de que ayudaran a la reinita, a fin de evitar la incorporación del ave a la lista de Especies Amenazadas y cosechar un poco de buena prensa, tan necesaria, mientras se les permitía continuar con la extracción de carbón. Y así fue como Walter consiguió el empleo de director gerente de la fundación. En Minnesota, cuando trabajaba para Nature Conservancy, había fraguado una buena relación con los grupos de presión mineros, y era por consiguiente una persona anormalmente abierta al compromiso constructivo con el sector del carbón.

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