Libertad (36 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

—Los mini ¿qué?

—Los gatos —aclaró—. Todo el mundo adora a su gatito y lo deja corretear libremente. Es un solo gato: ¿a cuántos pájaros puede matar? Pues bien, cada año mueren asesinados en Estados Unidos mil millones de aves canoras en las garras de gatos domésticos y salvajes. Es una de las principales causas del declive de las aves canoras en América del Norte. Pero a nadie le importa una mierda porque cada persona adora a su gatito en particular.

—Nadie quiere pensar en eso —dijo Walter—. Lo único que quiere todo el mundo es una vida normal.

—Queremos que nos ayudes a conseguir que la gente piense en eso —explicó Lalitha—: en la superpoblación. No tenemos recursos para dedicarnos a la planificación familiar y la educación de la mujer en el extranjero. Somos un grupo conservacionista concentrado en una especie. ¿Qué podemos hacer, pues, para influir? ¿Cómo podemos hacer para que los gobiernos y las ONG quintupliquen su inversión en el control de la natalidad?

Katz le sonrió a Walter.

—¿Le has contado que tú y yo ya hemos pasado por esto? ¿Le has hablado de las canciones que querías que yo escribiera?

—No. Pero ¿te acuerdas de lo que decías? Decías que a nadie le importaban tus canciones porque no eras famoso.

—Hemos buscado tu nombre en Google —dijo Lalitha—. Sale una lista impresionante de músicos conocidos que dicen que os admiran a ti y a los
Traumatics
.

—Los
Traumatics
están muertos, encanto.
Walnut Surprise
también.

—Pues he aquí la propuesta —planteó Walter—: sea cuanto sea el dinero que ganes construyendo terrazas, lo multiplicaremos varias veces durante el tiempo que trabajes para nosotros, sea cuanto sea. Hemos pensado en una especie de festival veraniego de música y política, tal vez en Virginia Occidental, con varias figuras de primera, todas muy enrolladas, para fomentar la conciencia en torno a las cuestiones demográficas. Todo dirigido exclusivamente a los jóvenes.

—Estamos dispuestos a ofrecer a universitarios de todo el país la posibilidad de trabajar con nosotros en verano como estudiantes en prácticas —explicó Lalitha—. También en Canadá y latinoamérica. Podemos financiar a veinte o treinta estudiantes en prácticas con los fondos discrecionales de Walter. La cuestión es que antes tenemos que presentar esa opción de trabajo como algo muy guay. Como lo que los chicos muy enrollados harán este verano.

—Vin me da carta blanca en cuanto a la gestión de los fondos discrecionales —dijo Walter—. Mientras mencione a la reinita cerúlea en las publicaciones, puedo hacer lo que me dé la gana.

—Pero hay que actuar deprisa —aclaró Lalitha—. Los chicos ya están pensando qué harán este verano. Tenemos que acceder a ellos en las próximas semanas.

—Necesitaríamos tu nombre y tu imagen como mínimo —dijo Walter—. Si pudieras hacer un vídeo para nosotros, tanto mejor. Si pudieras escribir unas canciones para nosotros, mejor aún. Si pudieras telefonear a Jeff Tweedy, y a Ben Gibbard, y a Jack White, y encontrar gente dispuesta a trabajar en el festival sin cobrar, o a patrocinarlo comercialmente, sería lo ideal.

—También sería fantástico poder decirles a los posibles estudiantes en prácticas que trabajarán directamente contigo —añadió Lalitha.

—Incluso la promesa de un mínimo contacto con ellos sería extraordinaria —apuntó Walter.

—Si pudiéramos poner en el póster «Colabora con la leyenda del rock Richard Katz en Washington este verano» o algo por el estilo —dijo Lalitha.

—Necesitamos presentarlo como algo guay, y necesitamos que se vuelva viral —precisó Walter.

Mientras sobrellevaba este bombardeo, Katz se sentía triste y distante. Walter y la chica parecían haberse desquiciado bajo la presión de pensar con demasiado detalle en lo jodido que estaba el mundo. Se había adueñado de ambos una idea y se habían inculcado mutuamente la fe en ella. A fuerza de soplar habían creado una burbuja que al final se había desprendido de la realidad y se los había llevado consigo. Al parecer, no eran conscientes de que moraban en un mundo con una población de dos habitantes.

—No sé qué decir —dijo Katz.

—¡Di que sí! —exclamó Lalitha con aquel brillo en la mirada.

—Estaré en Houston un par de días —informó Walter—, pero te enviaré unos cuantos links y podemos hablar otra vez el martes.

—O di que sí ahora —insistió Lalitha.

La ilusionada expectación de los dos era como una bornbilla de un resplandor insoportable. Katz volvió la cabeza para eludirla y dijo: —Lo pensaré.

Mientras se despedía de la chica en la acera, delante del Walker's, Katz comprobó que no se advertía nada objetable en la mitad inferior de su cuerpo, pero ahora eso ya daba igual, y no hizo más que aumentar su tristeza por Walter. La chica se iba a Brooklyn a ver a una amiga suya de la universidad. Como a Katz también le iba bien coger el PATH en Penn Station, acompañó a Walter hacia Canal Street. Por delante, en la creciente penumbra del crepúsculo, veían las ventanas amigablemente iluminadas de la isla más superpoblada del mundo.

—Dios mío, me encanta Nueva York —dijo Walter—. Hay algo profundamente negativo en Washington.

—Aquí también hay muchas cosas negativas —afirmó Katz, y se apartó para dejar pasar a una veloz mamá haciendo footing en tándem con su cochecito de bebé.

—Pero al menos éste es un sitio real. Washington es pura abstracción. Allí todo gira en torno al acceso al poder, y punto. Quiero decir que seguro que es divertido tener por vecino a Seinfeld, o Tom Wolfe, o Mike Bloomberg, pero la vida en Nueva York no gira en torno a tener vecinos como ésos. En Washington, la gente habla literalmente de la distancia en metros que hay entre su casa y la de John Kerry. Los barrios son de lo más insípidos; la proximidad al poder es lo único que excita a sus habitantes. Es una cultura totalmente fetichista. A la gente le entra una especie de temblor orgásmico cuando te cuenta que se ha sentado al lado de Paul Wolfowitz en una conferencia o ha recibido una invitación al desayuno de Grover Norquist. Todo el mundo vive obsesionado las veinticuatro horas del día, tratando de buscar su espacio en relación con el poder. Incluso en el entorno de los negros hay algo que no funciona. Ser un negro pobre es por fuerza más desalentador en Washington que en cualquier otra parte del país. Allí ni siquiera das miedo. No eres más que factor añadido.

—Te recuerdo que Bad Brains e Ian MacKaye salieron de Washington.

—Sí, eso fue un extraño accidente de la historia.

—Y sin embargo los admiramos en nuestra juventud.

—¡Dios, me encanta el metro de Nueva York! —exclamó Walter mientras seguía a Katz por el andén único de los trenes que iban hacia la parte alta de Manhattan—. Así es como se supone que deben vivir los seres humanos. ¡Alta densidad! ¡Alto rendimiento! —Lanzó una mirada benévola a los cansinos pasajeros del metro.

A Katz le pasó por la cabeza preguntarle por Patty, pero no se atrevió a pronunciar su nombre.

—¿Y esa tía está soltera o qué? —preguntó.

—¿Quién? ¿Lalitha? No. Tiene el mismo novio desde la universidad.

—¿Él también vive con vosotros?

—No; vive en Nashville. Estudió Medicina en Baltimore, y ahora está haciendo la especialidad.

—Y sin embargo ella se quedó en Washington.

—Es que se ha implicado mucho en este proyecto —explicó Walter—. Y para serte sincero, sospecho que no tardará en darle el pasaporte al novio. Es un indio chapado a la antigua. No veas el número que montó cuando ella se negó a marcharse a Nashville con él.

—¿Tú qué le aconsejaste?

—Le insistí en que se hiciera valer. Él habría podido encontrar una plaza en Washington si se lo hubiera propuesto. Le dije que no tenía que sacrificarlo todo por la carrera de él. Lalitha y yo tenemos una especie de relación padre-hija. Sus padres son muy conservadores. Creo que Lalitha agradece trabajar para alguien que cree en ella y no la ve sólo como la futura esposa de alguien.

—Y para dejar las cosas claras entre tú y yo —dijo Katz—, ¿te has dado cuenta de que está enamorada de ti?

Walter se ruborizó. —No lo sé. Quizá un poco. En realidad creo que es una idealización intelectual. Más bien una relación padre-hija.

—Ya, tú sigue soñando. ¿Esperas que me crea que no has imaginado esos ojos mirándote radiantes mientras su cabeza oscila sobre tu regazo?

—Por Dios, no. Procuro no imaginar cosas así, y menos tratándose de una empleada.

—Pero tal vez no siempre lo consigas.

Walter miró alrededor para ver si alguien en el anden los oía y bajó la voz.

—Aparte de todo lo demás —dijo—, creo que hay algo objetivamente degradante en que una mujer se ponga de rodillas.

—¿Por qué no lo pruebas alguna vez y dejas que eso lo juzgue ella?

—Porque, verás, Richard —respondió Walter, aún ruborizado, pero también dejando escapar una risita desagradable—, da la casualidad de que pienso que las mujeres tienen circuitos diferentes que los hombres.

—¿Y qué ha sido de la igualdad entre sexos? Si no recuerdo mal, era lo que predicabas antes.

—Sólo pienso que si tú tuvieras una hija, serías un poco más comprensivo con el bando femenino.

—Acabas de mencionar la principal razón por la que no quiero tener una hija.

—Pues si la tuvieras, quizá te permitirías reconocer el hecho no muy difícil de reconocer de que las mujeres muy jóvenes pueden no distinguir entre su deseo y su admiración y su amor por una persona, sin entender…

—Sin entender ¿qué?

—Que para el hombre son sólo un objeto. Que a lo mejor el hombre sólo quiere que una mujer más joven y bonita le, ya sabes, le, ya sabes… —bajó la voz casi a un susurro— le chupe la polla. Que quizá el único interés del hombre sea ése.

—Lo siento, pero no cuadra —dijo Katz—. ¿Qué tiene de malo que te admiren? No cuadra en absoluto.

—De verdad que no quiero hablar del tema.

Llegó un tren A, y subieron entre la multitud. Casi de inmediato, Katz advirtió que a un universitario, de pie junto a las puertas del lado opuesto, se le iluminaba la mirada al reconocerlo. Él agachó la cabeza y se volvió, pero el chico tuvo la osadía de tocarle el hombro.

—¿Puedo hacerle una pregunta, si no es molestia? —dijo—. Usted es el músico, ¿no? Usted es Richard Katz.

—No sabes hasta qué punto es una molestia —contestó Katz.

—No es mi intención importunarlo. Sólo quería decirle lo mucho que me gusta su trabajo.

—Vale, tío, gracias —dijo Katz con la mirada fija en el suelo.

—Sobre todo las canciones más antiguas, que justo ahora empiezo a escuchar. ¿
Esplendor reaccionario
? Joder, qué pasada. Las tengo aquí, en mi iPod. Mire, ahora se lo enseño.

—Vale, vale. Te creo.

—Ah, sí, claro. Perdone si lo he importunado. Es sólo que soy un gran admirador suyo.

—Nada, no te preocupes.

Walter permanecía atento a este intercambio con una expresión facial tan antigua como las fiestas universitarias a las que él, en un ejercicio de masoquismo, había asistido en compañía de Katz; una expresión de asombro, orgullo, afecto y rabia y la soledad del invisible, nada de lo cual era del agrado de Katz, ni en la universidad ni menos aún ahora.

—Debe de ser muy raro ser tú —comentó Walter cuando se apearon en la calle Treinta y cuatro.

—No tengo otra manera de ser con la que compararla.

—Pero debe de ser maravilloso. Me cuesta creer que no lo disfrutes al menos a cierto nivel.

Katz se planteó la pregunta con franqueza. —Se trata más bien de una situación en la que no me gustaría nada la ausencia de la cosa, pero la cosa en sí tampoco me gusta.

—Pues yo creo que a mí sí me gustaría.

—Yo también lo creo.

Como no podía otorgarle a Walter el don de la fama, Katz lo acompañó hasta el panel de salidas de Amtrak, que anunciaba un retraso de cuarenta y cinco minutos para el Acela con rumbo al sur.

—Tengo una gran fe en los trenes —dijo Walter—. Y siempre acabo pagando el precio.

—Esperaré contigo.

—No hace falta, no hace falta.

—No; te invito a una Coca-Cola. ¿O te has dado a la bebida en Washington?

—Qué va, sigo siendo abstemio.

Para Katz, el retraso del tren era señal de que estaban condenados a sacar el tema de Patty. Pero cuando él lo sacó, en el bar de la estación, al irritante son de una canción de Alanis Morissette, a los ojos de Walter asomó una expresión severa y distante. Tomó aliento como para hablar, pero no dijo nada.

—Debe de resultaros un poco raro —instó Katz—, eso de tener a la chica en el piso de arriba y la oficina en el de abajo.

—No sé qué decirte, Richard. La verdad es que no sé qué decirte.

—¿Os va bien? ¿Patty está haciendo algo interesante?

—Trabaja en un gimnasio de Georgetown. ¿Eso se considera interesante? —Walter negó con la cabeza con semblante lúgubre—. Hace mucho tiempo que vivo con una persona deprimida. No sé por qué es tan infeliz, no sé por qué no es capaz de superarlo. Hubo una breve etapa, más o menos cuando nos trasladamos a Washington, en que se la veía mejor. Había ido a una psicoterapeuta en Saint Paul que la inició en una especie de proyecto de escritura. Una especie de historia personal o diario de su vida que llevaba muy calladita y en secreto. Mientras trabajaba en eso, las cosas no fueron tan mal. Pero durante los dos últimos años todo ha ido fatal. La idea era que ella buscara un empleo en cuanto llegáramos a Washington y empezara una especie de segunda carrera, pero a su edad, y sin aptitudes valoradas en el mercado laboral, eso es un poco difícil. Es muy lista y muy orgullosa, y no soportaba verse rechazada ni empezar por el nivel más bajo. Intentó hacer trabajo de voluntariado, por ejemplo, actividades deportivas para escolares en colegios de Washington, pero eso tampoco le fue bien. Al final, la convencí de que probara un antidepresivo, que la habría ayudado, creo, si no hubiese abandonado el tratamiento, pero no le gustaba cómo se sentía, y la verdad es que estuvo bastante inaguantable mientras lo tomó. Le provocó un cambio de personalidad, se convirtió en una mujer llena de manías, y lo dejó antes de que le ajustaran bien el cóctel. Y al final, el otoño pasado, poco más o menos la obligué a ponerse a trabajar. No por mí, que gano un sueldazo, y Jessica ya ha acabado la universidad, y Joey ya no depende de mí. Pero me di cuenta de que Patty tenía tanto tiempo libre que eso la estaba matando. Y el empleo que eligió fue en la recepción de un gimnasio. Bueno, es un gimnasio de lo más agradable; allí va uno de los miembros de mi consejo de dirección, y al menos uno de mis principales donantes. Y allí la tienes, allí tienes a mi mujer, que es una de las personas más listas que conozco, pasando por el escáner los carnets de los socios y deseándoles una buena sesión. Además, ha desarrollado una auténtica adicción al ejercicio. Entrena una hora al día, como mínimo: está estupenda. Y llega a casa a las once con comida preparada, y si estoy en Washington, cenamos juntos y me pregunta cómo es que todavía no me acuesto con mi ayudante. Un poco como lo que tú acabas de hacer, sólo que no de manera tan clara. Ni tan directa.

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