Libertad (40 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

Al final, la desesperación de Joey era tal que se empeñó en hacerle comprender de una vez que él ya no quería ser su colega. Eso ni siquiera obedeció a un plan consciente; fue más bien un efecto derivado de su arraigada irritación con la moralista de su hermana, a quien tanto deseaba encolerizar y escandalizar que no se le ocurrió otra cosa que invitar a un puñado de amigos a casa y emborracharse con Jim Beam mientras sus padres estaban con la abuela enferma en Grand Rapids, y luego, la noche siguiente, follarse a Connie de manera hiper-especialmente ruidosa contra el tabique que separaba su habitación de la de Jessica, incitándola así a subir el volumen de sus insoportables
Belle and Sebastian
a niveles de discoteca y más tarde, pasadas ya las doce de la noche, a aporrear la puerta cerrada de la habitación de Joey con sus nudillos virtuosamente blancos…

—¡Maldita sea, Joey! ¡Para ahora mismo! Ahora mismo, ¿me oyes?

—Eh, oye, estoy haciéndote un favor.

—¿Cómo?

—¿No estás harta de no chivarte de mí? ¡Estoy haciéndote un favor? ¡Estoy dándote la oportunidad!

—Voy a chivarme ahora. Voy a llamar a papá ahora mismo.

—¡Adelante! ¿Es que no me has oído? He dicho que estaba haciéndote un favor.

—Capullo. Te lo tienes muy creído, capullo. Voy a llamar a papá ahora mismo…

Y entretanto Connie, en cueros, allí sentada, con los labios y los pezones enrojecidos, contenía la respiración y miraba a Joey con una mezcla de temor y asombro y emoción y lealtad y placer que lo convenció, como nada antes y muy pocas cosas después, de que a ella ninguna norma o convención o ley moral le importaba ni una milésima parte de lo que le importaba ser la chica elegida por él y su cómplice en el crimen.

No esperaba que su abuela muriera esa semana: tampoco era tan mayor. Al armarla así de gorda un día antes de su fallecimiento, Joey se indispuso en extremo con su familia. Hasta qué punto se indispuso quedó claro por el hecho de que ni siquiera le levantaron la voz. En Hibbing, durante el funeral, sus padres sencillamente lo excluyeron con la mayor frialdad. Lo dejaron al margen, cociéndose en su culpabilidad, mientras el resto de la familia se unía en el dolor que él debería haber estado experimentando con ellos. Dorothy había sido la única abuela en su vida, y había dejado huella en él, cuando aún era muy pequeño, invitándolo a coger su mano deformada y ver que seguía siendo la mano de una persona y no tenía por qué darle miedo. A partir de eso, ya nunca se opuso a los gestos amables que sus padres le pedían que hiciera por ella cuando iba de visita. Era una persona, quizá la única persona, con quien se había portado bien al ciento por ciento. Y ahora de pronto había muerto.

Al funeral siguieron unas semanas de tregua por parte de su madre, unas semanas de bien acogida frialdad, pero poco a poco empezó a agobiarlo de nuevo. Aprovechando el pretexto de la franqueza de Joey respecto a Connie, su madre adoptó a su vez una actitud indebidamente franca con él. Trató de convertirlo en su Buen Entendedor Designado, y eso resultó peor aún que ser su colega. Era una táctica retorcida e irresistible. Empezó con una confidencia: una tarde se sentó en la cama de Joey y se lanzó a contarle que había sido acosada en la universidad por una drogadicta y mentirosa patológica a quien sin embargo ella había querido y a la que el padre de Joey no veía con buenos ojos.

—Tenía que contárselo a alguien —dijo—, y no quería contárselo a papá. Ayer fui a renovar el carnet de conducir, y me di cuenta de que ella estaba en la cola delante de mí. No había vuelto a verla desde la noche en que me destrocé la rodilla. De eso hará… ¿veinte años? Ha engordado mucho, pero sin duda era ella. Y me llevé un susto tremendo al verla. Me di cuenta de que me sentía culpable.

—¿Por qué te asustaste? —sintió el impulso de preguntar, como la psiquiatra de Tony Soprano—. ¿Por qué te sentiste culpable?

—No lo sé. Salí corriendo antes de que ella se diera la vuelta y me viese. Aún no he ido por mi carnet. Pero me aterrorizó la posibilidad de que se volviera y me viese. Me aterrorizó lo que iba a ocurrir. Porque, ya me entiendes, no tengo nada de lesbiana. Créeme, si lo fuera, lo sabría: la mitad de mis viejas amigas son homosexuales. Y yo no lo soy, eso lo tengo claro.

—Me alegra oírlo —contestó él con una sonrisa nerviosa.

—Pero ayer, al verla, me di cuenta de que había estado enamorada de ella. Y nunca fui capaz de afrontarlo. Y ahora ella tiene esa clase de obesidad propia del litio…

—¿Qué es el litio?

—Lo que toman los maniaco-depresivos. Los que tienen trastorno bipolar.

—Ah.

—Y yo la abandoné por completo, porque papá la odiaba. Ella sufría y yo nunca volví a llamarla, y tiré sus cartas a la basura sin abrirlas siquiera.

—Pero te mintió. Daba miedo.

—Lo sé, lo sé. Aun así, me siento culpable.

En los meses posteriores, su madre le contó muchos más secretos. Secretos que resultaron ser como caramelos rellenos de arsénico. Durante un tiempo, incluso se consideró afortunado por tener una madre tan enrollada y comunicativa. En respuesta, él le reveló diversas perversiones y pequeños delitos de sus compañeros de clase, a fin de impresionarla demostrándole que sus coetáneos eran mucho más expertos y disolutos que los jóvenes de los años setenta. Y de pronto, un día, en una conversación sobre las citas que acababan en violación, su madre consideró lo más natural del mundo contarle que ella misma había sido violada durante una cita en su adolescencia, y que no debía decirle jamás una palabra a Jessica, porque Jessica no la entendía como la entendía él: nadie la entendía como la entendía él. Después de esa conversación, él se quedó en vela varias noches, sintiendo una rabia asesina contra el violador de su madre, e indignación por las injusticias de este mundo, y culpabilidad por todo lo negativo que había dicho o sentido alguna vez sobre ella, y una sensación de privilegio e importancia por habérsele concedido acceso al mundo de los secretos adultos. Y de pronto, una mañana se despertó odiándola con tal vehemencia que, en adelante, cada vez que se encontraba en la misma habitación que ella, se le ponía carne de gallina y se le revolvía el estómago. Fue como una transformación química, como si sus órganos y su médula ósea rezumaran arsénico.

Lo que lo había afectado en la conversación telefónica de esa noche fue que ella no le pareció en absoluto estúpida. De hecho, ésa fue la esencia del reproche de su madre. Por lo visto, no se le daba muy bien vivir su vida, pero no porque fuera estúpida. Casi podía decirse que, en cierto modo, era por todo lo contrario. Poseía un sentido tragicómico de sí misma y, además, parecía disculparse sinceramente por ser como era. Y aun así, todo junto equivalía a un reproche a él. Como si hablara una lengua indígena compleja pero en vías de extinción cuya perpetuación o la responsabilidad de su desaparición recayera en manos de la generación más joven (esto es, Joey). O como si ella fuera una de las aves en peligro de su padre, entonando su canto obsoleto en el bosque con la triste esperanza de que pasara por allí algún espíritu bondadoso y lo oyera. Allí estaba ella, y en el lado opuesto estaba el resto del mundo, y por la misma manera en que ella decidió hablarle, le reprochaba que depositase su lealtad en el resto del mundo. ¿Y quién podía echarle a Joey en cara que prefiriese al mundo? ¡Tenía su propia vida para intentar vivirla! El problema era que él, con unos años menos, en su debilidad le había hecho creer que sí entendía esa lengua y sí reconocía su canto, y ahora ella, al parecer, no podía evitar recordarle que él aún conservaba esas aptitudes dentro de sí, por si en algún momento le apetecía ejercerlas otra vez.

Quienquiera que estuviese duchándose en el cuarto de baño de la residencia había acabado ya y estaba secándose. La puerta del pasillo se abrió y se cerró, se abrió y se cerró; un olor mentolado a dentífrico flotó desde los lavamanos y le llegó a Joey en su retrete. El llanto le había provocado una erección que extrajo del calzoncillo y el pantalón caqui y a la que se aferró como si le fuera la vida en ello. Si se apretaba la base con mucha fuerza, conseguía que la cabeza quedara enorme y horrenda y casi negra por la acumulación de sangre venosa. Le gustaba tanto mirársela, disfrutaba tanto con el sentimiento de protección e independencia que le proporcionaba su repulsiva belleza, que se resistió a correrse y dejar de tener entre los dedos esa dureza. Si uno se paseara erecto a todas horas del día sería lo que la gente llamaba un capullo, desde luego. Y eso era Blake. Joey no quería ser como Blake, pero quería aún menos ser el Buen Entendedor Designado de su madre. Con dedos silenciosamente espásticos, contemplando la dureza de su miembro, se corrió en el inodoro boquiabierto y tiró de la cadena de inmediato.

En el piso de arriba, en su habitación de la esquina, encontró a Jonathan leyendo a John Stuart Mill y viendo la novena entrada de un partido de la Serie Mundial.

—¡Qué situación tan desconcertante! —comentó Jonathan—. Siento auténticas punzadas de compasión por los Yankees.

Joey, que nunca veía solo los partidos de béisbol, pero se avenía a verlos en compañía de otros, se sentó en su cama mientras Randy Johnson lanzaba bolas rápidas a un jugador de los Yankees con expresión de derrota. El marcador estaba en 4-0.

—Aún podrían remontar —dijo Joey.

—Eso no va a pasar —respondió Jonathan—. Y perdona, pero ¿desde cuándo un equipo asciende a primera y consigue jugar en la Serie después de sólo cuatro temporadas? Aún no acabo de asimilar la idea de que Arizona tiene equipo.

—Me alegro de que por fin veas la luz de la razón.

—No me malinterpretes. Sigue sin haber mayor placer que una derrota de los Yankees, preferiblemente por una carrera, preferiblemente a causa de una pelota perdida por Jorge Posada, la maravilla sin mentón. Pero éste es el único año en que medio quieres que ganen. Es un sacrificio patriótico que todos tenemos que hacer por Nueva York.

—Yo quiero que ganen ellos todos los años —afirmó Joey, aunque tampoco le quitaba el sueño.

—Ya, ¿y eso a qué viene? ¿No se supone que vas con los Twins?

—Quizá porque mis padres detestan a los Yankees. Mi padre es un forofo de los Twins porque tienen una ficha baja, y naturalmente los Yankees son el enemigo en lo que se refiere a fichas. Y mi madre es una obsesa anti-Nueva York en general.

Jonathan le dirigió una mirada de interés. Hasta ese momento, Joey había contado muy poco de sus padres, sólo lo suficiente para no mostrarse irritantemente misterioso en cuanto a ellos.

—¿Por qué detesta Nueva York?

—No lo sé. Supongo que porque ella es de allí.

En el televisor de Jonathan, Derek Jeter quedó fuera al batear una bola directamente hacia el segundo base, y se acabó el partido.

—Qué mezcla de emociones tan compleja… —dijo Jonathan, apagando el televisor.

—¿Sabes? Ni siquiera conozco a mis abuelos —dijo Joey—. Mi madre tiene una actitud muy extraña hacia ellos. En toda mi infancia nos vinieron a ver una sola vez, durante unas cuarenta y ocho horas. Mi madre se comportó de una manera increíblemente neurótica y falsa todo el tiempo. Otra vez fuimos a verlos nosotros, estando en Nueva York de vacaciones, y también entonces la cosa fue mal. Por mi cumpleaños, me llegaban de ellos unas tarjetas de felicitación con tres semanas de retraso, y mi madre… en fin, digamos que los maldecía por retrasarse tanto, aunque en realidad ellos no tenían la culpa. A ver, ¿cómo iban a acordarse del cumpleaños de alguien a quien nunca veían?

Jonathan fruncía el entrecejo en una expresión pensativa.

—¿De qué parte de Nueva York?

—No lo sé. Algún sitio de las afueras. Mi abuela se dedica a la política. Está en la Asamblea Legislativa del estado o algo así. Es esa clase de señora judía agradable y elegante con quien mi madre, según parece, es incapaz de estar en la misma habitación.

—¡Anda, no me digas! —Jonathan se irguió en la cama—. ¿Tu madre es judía?

—En teoría, sí, supongo.

—¡Chaval, eres judío! ¡No tenía ni idea!

—Digamos que sólo en una cuarta parte —contestó Joey—. Lo tengo muy aguado.

—Podrías emigrar a Israel ahora mismo y nadie te preguntaría nada.

—El sueño de toda mi vida hecho realidad.

—Yo sólo lo digo. Podrías llevar al cinto una
Desert Eagle
, o pilotar uno de esos cazas a reacción y salir con una auténtica
sabra
.

Para ilustrar el comentario, Jonathan abrió su ordenador portátil y navegó hasta una web dedicada a imágenes de diosas israelíes bronceadas que llevaban cananas en bandolera, con cartuchos de gran calibre, cruzadas entre los pechos desnudos de copa D.

—No es lo mío —dijo Joey.

—Ni lo mío —convino Jonathan, quizá no del todo sincero—. Yo sólo lo digo, por si acaso fuera lo tuyo.

—Además, ¿no hay un pequeño problema con los asentamientos ilegales y los palestinos privados de derechos?

—¡Sí que hay un problema! El problema es ser un islote de democracia y gobierno prooccidental rodeado de fanáticos musulmanes y dictadores hostiles.

—Ya, pero eso sólo significa que fue una estupidez elegir ese sitio para poner el islote —contestó Joey—. Si los judíos no se hubieran ido a Oriente Próximo, y si no tuviéramos que seguir apoyándolos, tal vez los países árabes no serían tan hostiles con nosotros.

—Oye, chaval, ¿te suena de algo el Holocausto?

—Sí, ya. Pero ¿por qué no fueron a Nueva York? Los habríamos dejado entrar. Aquí habrían podido tener sus sinagogas y demás, y nosotros podríamos haber tenido una relación normal con los árabes.

—Pero el Holocausto tuvo lugar en Europa, que supuestamente era civilizada. Cuando pierdes la mitad de tu población mundial en un genocidio, dejas de confiar en que alguien vaya a protegerte si no lo haces tú mismo.

Joey, incómodo, tomó conciencia de que estaba exhibiendo posturas más propias de sus padres que de él, y que por eso mismo estaba a punto de perder una discusión que ni siquiera le importaba ganar.

—Bien —insistió de todos modos—, pero ¿por qué tiene que ser eso problema nuestro?

—Porque nos toca a nosotros apoyar la democracia y el libre mercado allí donde estén —dijo Jonathan—. Ese es el problema en Arabia Saudita: demasiada gente indignada sin perspectivas económicas. Es eso lo que permite a Bin Laden reclutar gente allí. Coincido plenamente contigo en cuanto a los palestinos. Aquello es un puto criadero de terroristas descomunal. Por eso debemos intentar llevar la libertad a todos los países árabes. Pero eso no vas a conseguirlo dejando en la estacada a la única democracia operativa en toda la región.

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