Libertad (64 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

—O sea… —dijo ella—. Vale. Por lo visto, estoy un poco en la inopia. ¿Dices que Connie fue a la universidad en el este?

—Sí. Pero le tocó una mala compañera de habitación y tuvo una depresión.

—Pues gracias por informarme ahora que todo ha pasado.

—No puede decirse que me facilitaras mucho las cosas a la hora de hablarte de ella.

—No, claro, aquí la mala soy yo. Siempre tan negativa. Seguro que ésa es la imagen que tienes de mí.

—Tal vez si tengo esa imagen, es por algo. ¿No te has parado a pensarlo?

—Yo sólo tenía la impresión de que estabas libre y sin ataduras. Ya sabes, la universidad no dura eternamente, Joey. Yo acepté ataduras cuando aún era joven y me perdí muchas experiencias que probablemente habrían sido provechosas para mí. Aunque por otra parte, quizá yo no era tan madura como tú.

—Sí —dijo él sintiéndose imperturbable y, de hecho, maduro—. Quizá.

—Sólo me gustaría señalar que en cierto modo me mentiste hace… no sé cuánto… dos meses, cuando te pregunté si sabías algo de Connie. Y eso, lo de mentir, tal vez no sea lo más maduro del mundo.

—Tu pregunta no era bienintencionada.

—¡Y tu respuesta no fue sincera! Tampoco es que estés obligado a ser sincero conmigo, pero al menos ahora seamos claros al respecto.

—Era Navidad. Te dije que creía que Connie estaba en Saint Paul.

—Pues ahí tienes. Y no es que quiera seguir dándole vueltas a esto, pero cuando una persona dice «creo», en general da a entender que no está seguro. Simulaste no saber algo que sabías perfectamente.

—Dije dónde creía que estaba. Pero podía estar en Wisconsin o vete a saber dónde.

—Ya, visitando a alguna de sus muchas amistades íntimas.

—¡Por favor! —exclamó Joey—. Si aquí la única culpable eres tú.

—No me malinterpretes. Me parece admirable que ahora estés ahí con ella, y lo digo muy en serio. Habla bien de ti. Estoy orgullosa de que quieras cuidar de alguien que te importa. Yo misma tengo cierta experiencia con la depresión, y me consta que no es cosa fácil. ¿Connie está tomando algo?

—Sí, Celexa.

—Bueno, espero que le vaya bien. A mí la medicación no me sentó precisamente bien.

—¿Tomaste antidepresivos? ¿Cuándo?

—Ah, no hace mucho.

—Dios mío, no tenía ni idea.

—Eso es porque cuando digo que quiero que estés libre y sin ataduras, lo digo en serio. No quería que te preocuparas por mí.

—Santo cielo, pero al menos podrías habérmelo dicho.

—De todos modos, fueron sólo unos meses. No fui lo que se dice una paciente ejemplar.

—Esa medicación requiere un tiempo —dijo él.

—Ya, eso decía todo el mundo. Sobre todo tu padre, que está, digamos, en primera línea conmigo. Lamentó mucho ver que esos buenos tiempos quedaban atrás. Pero yo me alegré de recuperar mi propia cabeza, por decirlo de algún modo.

—Lo siento mucho.

—Sí, lo sé. Si me hubieses contado todo eso sobre Connie hace tres meses, mi respuesta habría sido: ¡la la la! Ahora, en cambio, tienes que acostumbrarte a que vuelvo a tener sentimientos.

—Quería decir que siento mucho que lo estés pasando mal.

—Gracias, cariño. Y yo te pido disculpas por mis sentimientos.

Por extendida que estuviera en apariencia la depresión en esos tiempos, Joey consideraba un tanto preocupante que las dos mujeres que más lo amaban la sufrieran clínicamente. ¿Era casualidad? ¿O ejercía él algún efecto activamente nefasto en la salud mental de las mujeres? En el caso de Connie, concluyó, la verdad era que su depresión era una manifestación de la propia intensidad que él siempre había adorado en ella. En su última noche en Saint Paul, antes de volver a Virginia, se quedó sentado viéndola explorarse el cráneo con las yemas de los dedos, como si pretendiera extraer de su cerebro el exceso de sentimiento. Dijo que la razón por la que lloraba en momentos aparentemente aleatorios era que incluso los malos pensamientos más insignificantes eran una tortura, y sólo le acudían a la mente malos pensamientos, nunca buenos. Pensaba en que había perdido una gorra de béisbol de la Universidad de Virginia que él le había regalado una vez; en que cuando él la visitó por segunda vez en Morton, estaba tan agobiada por su compañera de habitación que no le había preguntado qué nota había sacado en su importantísimo trabajo de Historia de Estados Unidos; en que Carol le había comentado en una ocasión que gustaría más a los chicos si sonriera más; en que una de sus hermanastras, Sabrina, se había puesto a berrear la primera vez que ella la cogió en brazos; que había admitido como una estúpida ante la madre de Joey que se iba a verlo a Nueva York; en que había estado sangrando asquerosamente la víspera del día en que él se marchó a la universidad; en que había escrito lo que no debía en las postales que le había enviado a Jessica, la hermana de Joey, en un intento de recuperar su amistad, y, como era lógico, Jessica no le había contestado; y así sucesivamente. Estaba perdida en un bosque tenebroso de lamentaciones y autoaversión en el que incluso los árboles más pequeños adquirían proporciones monstruosas. Joey nunca había estado en esa clase de bosques, pero se sentía inexplicablemente atraído por el que había dentro de ella. Incluso lo excitó que ella empezara a sollozar mientras él acometía la tarea de echar el polvo de despedida, al menos hasta que los sollozos se convirtieron en convulsiones y sacudidas y autodesprecio. El nivel de angustia de Connie parecía haber alcanzado un límite peligroso, próximo al suicidio, y Joey se pasó media noche en vela, intentando disuadirla de sentirse tan mal consigo misma por sentirse tan mal consigo misma que no podía darle a él nada de lo que quería. Fue agotador y circular e inaguantable, y sin embargo, la tarde del día siguiente, cuando volvía al este, temió de pronto los posibles efectos del Celexa cuando por fin se produjesen. Pensó en lo que había dicho su madre, que los antidepresivos anulaban los sentimientos: una Connie sin mares de sentimiento era una Connie a la que no conocía y a la que, sospechaba, no desearía.

Entretanto, el país estaba en guerra, pero era una guerra extraña en la que, con un margen de error por redondeo, las únicas bajas eran del otro bando. Joey se alegraba de comprobar que la ocupación de Iraq era exactamente el juego de niños que él había previsto, y Kenny Bartles le enviaba e-mails eufóricos sobre la necesidad de montar y poner en marcha su panificadora cuanto antes. (Joey explicaba una y otra vez que él aún era estudiante universitario y no podía empezar a trabajar hasta después de los exámenes finales.) Jonathan, en cambio, estaba más agrio que nunca. Tenía una fijación, por ejemplo, con las antigüedades iraquíes robadas en el saqueo del Museo Nacional.

—Eso fue un pequeño error —dijo Joey—. Siempre hay alguna cagada, ¿no? Lo que pasa es que no quieres reconocer que las cosas van bien.

—Lo reconoceré cuando encuentren el plutonio y los misiles cargados de viruela —replicó Jonathan—. Cosa que no pasará, porque fue todo una sarta de falsedades, falsedades inventadas, porque los que pusieron esto en marcha son unos payasos incompetentes.

—Chaval, todo el mundo dice que hay armas de destrucción masiva. Hasta el New Yorker. Mi madre dice que mi padre quiere anular la suscripción, de lo enfadado que está. Mi padre, el gran experto en política exterior.

—¿Cuánto te juegas a que tu padre tiene razón?

—No lo sé. ¿Cien dólares?

—¡Hecho! —dijo Jonathan, y le tendió la mano—. Cien pavos a que a final del año no han encontrado armas.

Joey le estrechó la mano y de inmediato pasó a preocuparle que Jonathan estuviera en lo cierto sobre las armas de destrucción masiva. No es que le importaran los cien dólares; iba a ganar ocho mil al mes con Kenny Bartles. Pero Jonathan, adicto a las noticias políticas, parecía tan seguro de sí mismo que Joey se preguntó si no se le habría escapado el chiste en sus conversaciones con los jefes del laboratorio de ideas y Kenny Bartles: si había sido incapaz de percibir el guiño o la inflexión irónica en la voz cuando los otros hablaban de las razones, aparte de su propio enriquecimiento personal o el de sus empresas, para invadir Iraq. En opinión de Joey, ellos tenían en efecto un motivo secreto para apoyar la invasión: la protección de Israel, que, a diferencia de Estados Unidos, se hallaba al alcance incluso de los misiles cutres que pudieran fabricar los científicos de Saddam. Pero creía que los neoconservadores eran sinceros al menos en su temor por la seguridad de Israel. Ahora, cuando marzo daba paso a abril, ya hacían gestos de indiferencia y se comportaban como si les trajese sin cuidado que salieran o no a la luz armas de destrucción masiva, como si lo más importante fuese la libertad de los iraquíes. Y Joey, cuyo propio interés en la guerra era sobre todo económico, pero cuyo refugio moral era la idea de que mentes más sabias tenían motivos mejores, empezó a sentir que lo habían embaucado. No por eso perdió las ganas de embolsarse su parte, pero sí se sintió más sucio.

Con este turbio ánimo, le fue más fácil hablar con Jenna de sus planes para el verano. Jonathan, entre otras cosas, estaba celoso de Kenny Bartles (se cabreaba cuando oía a Joey hablar con él por teléfono); Jenna, en cambio, tenía dibujados signos de dólar en los ojos y era siempre partidaria de llenarse el bolsillo.

—Es posible que nos veamos en Washington este verano —dijo—. Iré desde Nueva York y puedes llevarme a cenar para celebrar mi compromiso.

—Claro —respondió él—. Seguro que será una noche divertida.

—Debo advertirte que tengo unos gustos muy caros en lo que se refiere a restaurantes.

—¿Y qué opinará Nick de que yo te lleve a cenar?

—Que será una pequeña tregua para su cartera. Nunca se le ocurriría tenerte miedo. Pero ¿qué opinará tu novia?

—No es celosa.

—Mejor. Los celos no tienen ningún encanto, ja, ja.

—Ojos que no ven, corazón que no siente.

—Sí, y hay muchas cosas que los suyos no ven, ¿verdad? ¿Cuántos deslices has tenido ya?

—Cinco.

—Esos son cuatro más de los que Nick tendría antes de que yo le extirpara quirúrgicamente los testículos.

—Ya, pero si tus ojos no lo vieran, tu corazón no lo sentiría, ¿no?

—Créeme —dijo Jenna—, me enteraría. Esa es la diferencia entre tu novia y yo. Yo sí soy celosa. En lo tocante a andar follando por ahí, yo soy la Inquisición española. Guerra sin cuartel.

Era interesante oír eso, ya que era Jenna quien el otoño anterior lo había incitado a aprovechar todas las oportunidades intrascendentes que le salieran al paso en la universidad, y era a Jenna a quien él creía impresionar al aprovecharlas. En el comedor, ella lo había aleccionado sobre el arte de cortar por lo sano, con una chica cuya cama había abandonado cuatro horas antes. «No seas blandengue —le había aconsejado Jenna—. Quieren que pases de ellas. Si no pasas, no les haces ningún favor. Tienes que actuar como si no las hubieras visto en la vida. Lo último que desean es que andes rondándolas o con la mirada perdida y te comportes como si te sintieras culpable. Están ahí sentadas rogando a Dios que no las abochornes.» Estaba claro que hablaba por propia experiencia, pero Joey no se lo había creído del todo hasta la primera vez que lo puso en práctica. Desde entonces, su vida había sido más fácil. Pese a tener la gentileza de no mencionarle a Connie sus indiscreciones, siguió pensando que a ésta no le importaría. (La persona a quien tuvo que ocultárselo activamente fue a Jonathan, quien poseía un concepto artúrico del comportamiento romántico y había arremetido furiosamente contra Joey, como si fuera el hermano mayor o el caballero guardián de Connie, al filtrarse y llegar hasta él la noticia de uno de sus ligues. Joey le aseguró que nadie se había bajado siquiera una sola cremallera, pero tal falsedad era demasiado absurda para no responder a ella con una sonrisa de sorna, y Jonathan lo llamó capullo y mentiroso, indigno de Connie.) Ahora tenía la sensación de que Jenna, con sus cambiantes pautas sobre la fidelidad, lo había embaucado igual que sus jefes del laboratorio de ideas. Ella había hecho por diversión, por pura maldad hacia Connie, lo que los belicistas habían hecho por los beneficios. Pero eso no lo disuadió ni remotamente de invitarla a una gran cena ni de ganar, en RESIA, el dinero para hacerlo.

Sentado a solas en el único despacho de la fría oficina de RESIA en Alexandria, Joey convirtió los enmarañados faxes enviados por Kenny desde Bagdad en informes convincentes sobre la sensatez de destinar los dólares del contribuyente a la reconversión de las panificadoras financiadas por Saddam en prósperos negocios con la ayuda de la Autoridad Provisional de la Coalición. Empleó sus análisis monográficos de las cadenas Breadmasters y Hot & Crusty, redactados el verano anterior, a fin de crear un atractivo modelo de negocio que después seguirían los futuros empresarios. Desarrolló un plan de dos años para elevar los precios del pan y acercarlos a un valor justo de mercado, asignando al khubz, el pan básico iraquí, un precio de reclamo que generaría pérdidas y aplicando un recargo a las pastas y todos los tipos de café, presentados de manera atractiva para sacar de ahí los beneficios con el objetivo de eliminar las ayudas de la Coalición hacia el año 2005 sin desencadenar disturbios a causa del pan. Todo lo que hacía era puro camelo como mínimo en parte y muchas veces por completo. No tenía ni idea de cómo era un escaparate de Basora; sospechaba que, por ejemplo, el expositor frigorífico de pastas al estilo de los escaparates de cristal cilindrado de Breadmasters tal vez no sería lo idóneo en una ciudad salpicada de coches bomba y con temperaturas de 54 grados en verano. Pero los camelos del mercado moderno constituían un lenguaje que él, como había descubierto complacido, dominaba con fluidez, y Kenny le aseguró que allí lo único importante era la apariencia de febril actividad y los resultados inmediatos. «Tú consigue salvar ahí las apariencias, como si todo fuera bien y estuviese hecho desde ayer —dijo Kenny—, y nosotros haremos aquí, sobre el terreno, lo posible para estar a la altura de esas apariencias. Jerry quiere mercado libre de la noche a la mañana, y eso es lo que vamos a darle.» («Jerry» era Paul Bremer, el mandamás de Bagdad, a quien Kenny tal vez conociera, o tal vez no.) En sus ociosas horas en la oficina, sobre todo los fines de semana, Joey chateaba con sus amigos de la universidad que hacían prácticas sin cobrar o asaban hamburguesas en sus lugares de origen y le prodigaban su envidia y sus felicitaciones por haber conseguido el mejor trabajo de verano de todos los tiempos. Se sentía como si la evolución de su vida, que había descarrilado en el 11-S, hubiese recuperado por completo su sensacional trayectoria ascendente.

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