Libertad (81 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

Él prefirió pasar por alto la injusticia de esas palabras, prefirió no recordarle a Carol los muchos años de generosidad que Patty les había dedicado a ella y a Connie, pero sí sintió una gran tristeza por Patty. Sabía lo mucho que se había esforzado para dar lo mejor de sí misma, y le dolía verse ahora en el bando de las muchas personas que sólo veían en ella su lado detestable. El nudo que tenía en la garganta era prueba de lo mucho que, a pesar de todo, la quería aún. Poniéndose de rodillas para tener un poco de contacto amable con las gemelas, recordó que ella siempre se había sentido mucho más cómoda que él con los niños pequeños, cómo era capaz de olvidarse de sí misma cuando Jessica y Joey tenían la edad de las gemelas; con qué felicidad se abstraía. Era mucho mejor, decidió, que Lalitha se hubiera ido a Virginia Occidental y lo hubiera dejado solo con su sufrimiento por el pasado.

Tras huir de Carol, y deducir por la fría despedida de Blake que no lo había perdonado por ser progresista, condujo hasta Grand Rapids, paró a comprar algo de comida y llegó al lago Sin Nombre a media tarde. Allí, un ominoso cartel anunciaba la venta de la propiedad contigua, la de los Lundner, pero su propia casa había aguantado 2004 medianamente bien, como había aguantado antes otros muchos años. La llave de reserva colgaba aún debajo del viejo banco rústico de abedul, y descubrió que no le resultaba demasiado insufrible estar en las habitaciones donde su mujer y su mejor amigo lo habían traicionado; lo asaltaron otros muchos recuerdos tan vívidamente como para imponerse. Rastrilló y barrió hasta la noche, satisfecho de tener un trabajo real que hacer para variar, y después, antes de acostarse, telefoneó a Lalitha.

—Menuda locura es esto —dijo ella—. Menos mal que he venido yo sola y tú te has quedado, porque te llevarías un disgusto. Esto parece Fort Apache o qué sé yo. Los nuestros casi necesitan servicio de seguridad para protegerse de los fans que se han presentado antes de tiempo. Da la impresión de que todos aquellos capullos de Seattle hayan venido directamente aquí. Tenemos un pequeño campamento junto al pozo, con un sanitario portátil, pero ya hay unas trescientas personas más sitiándolo. Andan por toda la finca, bebiendo del mismo arroyo en que cagan, y están desquiciando a los lugareños. Hay pintadas a lo largo de toda la carretera que lleva hasta allí. Por la mañana tengo que mandar a los estudiantes en prácticas a presentar disculpas a las personas cuyas propiedades han sido manchadas y a ofrecerse a dar una capa de pintura. Yo he ido de aquí para allá pidiéndoles un poco de calma, pero están dispersos en cuatro hectáreas y están todos colocados, y no hay un líder, es una masa amorfa. Luego ha oscurecido y empezado a llover, y he tenido que volver al pueblo a buscar un motel.

—Puedo coger un avión mañana —propuso Walter.

—No, ven con la furgoneta. Nos conviene acampar en la propia granja. Ahora mismo sólo te pondrías furioso. Yo puedo resolverlo sin enfadarme tanto, y para cuando tú llegues seguro que el panorama habrá mejorado.

—Bueno, conduce con prudencia, ¿eh?

—Descuida —respondió ella—. Te quiero, Walter.

—Yo también te quiero.

La mujer a quien amaba lo amaba a él. Eso lo sabía con certeza, pero no supo nada más con certeza, ni entonces ni nunca; los otros hechos vitales jamás llegaron a conocerse. Si en efecto ella condujo con prudencia. Si en el viaje de regreso a la granja de cabras a la mañana siguiente fue o no demasiado deprisa por la carretera del condado, resbaladiza a causa de la lluvia, si tomó o no las cerradas curvas de montaña a una velocidad peligrosa. Si un camión cargado de carbón salió de pronto de una de esas curvas e hizo lo que cada semana hacía un camión cargado de carbón en algún lugar de Virginia Occidental. O si alguien en un todo-terreno de chasis alto, quizá alguien en cuyo establo habían pintado las palabras ESPACIO LIBRE o CÁNCER DEL PLANETA, vio a una joven de piel oscura conducir un utilitario de alquiler de fabricación coreana e invadió su carril o la siguió pegado a ella o la adelantó, cortándole el paso, o incluso la sacó intencionadamente de la carretera sin arcén.

Comoquiera que fuese exactamente, a eso de las 7.45 de la mañana, a ocho kilómetros al sur de la granja, el coche de Lalitha se despeñó por un terraplén alto y escarpado y fue a estrellarse contra un nogal. El informe policial ni siquiera ofrecía el tenue consuelo de una muerte en el acto. Pero los traumatismos eran graves, tenía la pelvis fracturada y una arteria femoral seccionada, y sin duda había muerto antes de que Walter, a las 7.30 hora de Minnesota, volviera a colgar la llave de la casa en el clavo bajo el banco y partiera hacia el condado de Aitkin en busca de su hermano.

Por su larga experiencia con su padre, sabía que era mejor conversar con los alcohólicos por la mañana. Lo único que Brent había podido decirle sobre la última ex de Mitch, Stacy, era que trabajaba en un banco de Aitkin, la capital del condado, y por tanto fue apresuradamente de uno a otro banco, hasta encontrar a Stacy en el tercero. Era bonita, al estilo robusto de las chicas de campo, aparentaba unos treinta y cinco años y hablaba como una adolescente. Aunque no conocía a Walter, pareció dispuesta a atribuirle buena parte de la responsabilidad por el abandono en que Mitch había dejado a sus hijos.

—Prueba en la granja de su amigo Bo —dijo Stacy, encogiéndose de hombros en un gesto de contrariedad—. Lo último que supe es que Bo le dejaba su apartamento del garaje, pero de eso hace unos tres meses.

El condado de Aitkin, pantanoso, erosionado por los glaciares y desprovisto de minerales, era el condado más pobre de Minnesota y, por tanto, abundaban las aves, pero Walter no se detuvo a buscarlas mientras conducía por la carretera comarcal 5, totalmente recta, hasta que por fin localizó la granja de Bo. Vio en un extenso campo el rastrojo de una cosecha de colza, y un maizal de menor tamaño más invadido por la mala hierba de lo que debería haber estado. Bo en persona se hallaba arrodillado en el camino de acceso, cerca de la casa, reparando una bicicleta de niña adornada con cintas de plástico rosa, mientras varios niños entraban y salían de la casa por la puerta abierta. Asomaba a sus mejillas la rubicundez de la ginebra, pero era joven y poseía los músculos de un luchador.

—Conque eres el hermano de la gran ciudad —dijo, mirando perplejo la furgoneta con los ojos entornados.

—El mismo —contestó Walter—. Me han dicho que Mitch vive contigo.

—Sí, va y viene. Seguramente ahora lo encontrarás en el lago Peter, en el camping del condado. ¿Lo necesitas para algo en particular?

—No, sólo pasaba por la zona.

—Sí, las ha pasado canutas desde que Stacy lo puso en la calle. Hago lo posible por ayudarlo un poco.

—¿Lo puso en la calle?

—Bueno, ya sabes, en todas las historias hay dos versiones, ¿no?

El lago Peter estaba a casi una hora de viaje, en el camino de vuelta hacia Grand Rapids. Al llegar al camping, que tenía cierto parecido con una chatarrería y bajo el sol del mediodía carecía especialmente de encanto, Walter vio a un viejo barrigudo en cuclillas junto a una tienda de campaña roja manchada de barro, quitando las escamas a un pescado sobre una hoja de periódico. Sólo después de pasar con la furgoneta por su lado se percató, por el parecido con su padre, de que era Mitch. Aparcó muy cerca de un álamo, para tener un poco de sombra, y se preguntó qué hacía allí. No estaba dispuesto a ofrecerle a Mitch la casa del lago Sin Nombre; pensaba que quizá Lalitha y él pudieran vivir allí durante una o dos estaciones mientras decidían qué hacer con su futuro. Pero quería parecerse más a Lalitha, ser más atrevido y humanitario, y si bien era consciente de que quizá en realidad fuera más benévolo por su parte dejar a Mitch en paz, respiró hondo y desanduvo el camino hacia la tienda roja.

—Mitch —dijo.

Mitch estaba escamando un pez luna de veinte centímetros y no alzó la vista.

—Sí.

—Soy Walter. Tu hermano.

Entonces sí alzó la vista, y en un acto reflejo asomó a sus labios una mueca burlona que pasó a convertirse en una sonrisa sincera. Había perdido su atractivo físico, o más exactamente éste se había encogido hasta quedar reducido a un pequeño oasis facial en medio de un desierto de abotargamiento curtido por el sol.

—¡Hay que joderse! —exclamó—. ¡El pequeño Walter! ¿Qué haces tú por aquí?

—Pasaba cerca y he hecho un alto para verte.

Mitch se limpió las manos en el pantalón cargo corto, muy sucio, y le tendió la derecha. Era una mano flácida, y Walter se la estrechó con fuerza.

—Sí, claro, me parece muy bien —dijo Mitch, sin referirse a nada en concreto—. Estaba a punto de abrir una cerveza. ¿Te apetece una cerveza? ¿O todavía eres abstemio?

—Tomaré una cerveza —contestó Walter.

Se dio cuenta de que habría sido todo un detalle, y muy propio de Lalitha, llevarle a Mitch unos cuantos packs de cervezas, y luego pensó que también era un detalle por su parte dejar a Mitch mostrarse generoso en algo. No supo cuál era el más amable de ambos detalles. Mitch cruzó su descuidado camping hasta la enorme nevera y volvió con dos latas de PBR.

—Sí —dijo—, he visto pasar esa furgoneta y me he preguntado qué clase de hippies iban a instalarse aquí. ¿Ahora vas de hippy?

—No exactamente.

Mientras las moscas y los avispones se daban un festín con las tripas del proyecto de limpieza de pescado dejado a medias por Mitch, se sentaron en un par de viejos taburetes plegables, de madera y lona enmohecida, que habían sido de su padre. Walter reconoció otros elementos igualmente viejos desperdigados por el recinto. Mitch, como su padre, era un gran conversador, y mientras ponía a Walter al corriente de su actual modo de existencia, y la retahíla de malas fracturas y lesiones de espalda y accidentes de tráfico y diferencias conyugales irreconciliables que lo habían llevado a esa existencia, Walter se asombró al comprobar que era un borracho muy distinto de como lo había sido su padre. El alcohol o el paso del tiempo parecían haber borrado todo recuerdo de la enemistad entre ellos. No exhibía el menor asomo de sentido de la responsabilidad, y por tanto tampoco una actitud defensiva ni resentimiento. Lucía el sol y él se ocupaba de lo suyo. Bebía ininterrumpidamente pero sin prisa; quedaba mucha tarde por delante.

—¿Y de qué vives? —le preguntó Walter—. ¿Tienes trabajo?

Mitch se inclinó con cierta inestabilidad y abrió una caja de aparejos de pesca donde había un pequeño fajo de billetes y quizá cincuenta dólares en monedas.

—Mi banco —dijo—. Me alcanza para ir tirando hasta que llegue el frío. El invierno pasado tuve un empleo de vigilante nocturno en Aitkin.

—¿Y qué harás cuando eso se acabe?

—Ya encontraré algo. Sé cuidar de mí mismo bastante bien.

—¿Te preocupan tus hijos?

—Sí, me preocupan, a veces. Pero tienen buenas madres que saben cuidar de ellos. Por ese lado no soy de gran ayuda. Eso por fin lo entendí. Yo sólo soy capaz de cuidar de mí mismo.

—Eres un hombre libre.

—Eso sí.

Se quedaron en silencio. Se había levantado una suave brisa, esparciendo un millón de diamantes sobre la superficie del lago Peter. En el extremo opuesto, unos cuantos pescadores permanecían ociosos en botes de remos de aluminio. Un poco más cerca graznaba un cuervo, y otro campista cortaba leña. Walter se había pasado todo el verano al aire libre, muchos días en lugares bastante más remotos y despoblados que aquél, pero en ningún momento se había sentido tan lejos de todo lo que constituía su vida como entonces. Sus hijos, su trabajo, sus ideas, las mujeres a quienes quería. Sabía que su hermano no tenía el menor interés por esa vida —estaba más allá de sentir interés por cualquier cosa—, y él tampoco deseaba hablar de eso, imponerle eso. Pero en el preciso instante en que sonó el teléfono y en la pantalla vio un número desconocido de Virginia Occidental, estaba pensando en lo afortunada y dichosa que había sido su vida.

Se cometieron errores (conclusión)

Una especie de carta a su lector

por Patty Berglund

Capítulo 4:
Seis años

La autobiógrafa, en atención a su lector y a la pérdida que ha sufrido, y en atención al hecho de que cierta voz haría bien en callarse ante la creciente negrura de la vida, se propuso en vano escribir estas páginas en primera y segunda persona. Pero por desgracia parece condenada, en cuanto escritora, a ser una de esas deportistas que hablan de sí mismas en tercera persona. Aunque considera que ha cambiado de verdad, y que ahora le va infinitamente mejor que en los viejos tiempos, y que por tanto merece ser oída de nuevo, aún no es capaz de desprenderse de esa voz que encontró cuando no tenía nada más a qué agarrarse, aunque ello signifique que su lector tire este documento directamente a su vieja papelera de Macalaster College.

La autobiógrafa empieza por admitir que seis años es un silencio larguísimo. Muy al principio, nada más marcharse de Washington, Patty consideró que callarse era lo más benévolo que podía hacer por sí misma y por Walter. Sabía que él se enfurecería al enterarse de que ella se había instalado en casa de Richard. Sabía que él llegaría a la conclusión de que ella no sentía el menor respeto por sus sentimientos y debía de haber estado mintiendo o engañándose al insistir en que lo amaba a él y no a su amigo. Pero para que conste: antes de ir a Jersey City, pasó una noche sola en un Marriott de Washington, contando los potentes somníferos que se había llevado y examinando la bolsita de plástico con que los huéspedes del hotel se supone que revisten el cubo para el hielo. Y es muy fácil decir «Sí, pero no llegó a quitarse la vida, ¿verdad?» y pensar que simplemente había caído en el autodramatismo y la autocompasión y el autoengaño y otros autosentimientos nocivos. La autobiógrafa sostiene, no obstante, que Patty atravesaba horas muy bajas esa noche, las más bajas de su vida, y tuvo que obligarse una y otra vez a pensar en sus hijos. Sus niveles de dolor, aunque quizá no superiores a los de Walter, eran ciertamente altos. Y Richard era la persona que la había metido en esa situación. Richard era la única persona que podía comprenderla, la única persona a la que ella podía ver sin morirse de vergüenza, la única persona de quien ella sabía con certeza que aún la deseaba. Le había destrozado la vida a Walter, y en cuanto a eso ya no podía hacer nada; así pues, pensó, bien podía intentar salvar la suya propia.

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