Libertad (78 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

Dentro de la nave flotaban los intensos y agradables olores de la pintura, el plástico y la maquinaria nueva. Walter reparó en la ausencia de ventanas, la dependencia de la luz eléctrica. Habían instalado sillas plegables y un atril ante un telón de fondo de imponentes rectángulos retractilados de materia prima. Pululaban por allí un centenar de virginianos, entre ellos Coyle Mathis, con una sudadera holgada y unos vaqueros aún más holgados que parecían tan nuevos que bien podría haberlos comprado en el Walmart de camino hacia allí. Dos unidades móviles de la televisión local tenían las cámaras enfocadas hacia el atril y la pancarta que colgaba encima: EMPLEO + SEGURIDAD NACIONAL = SEGURIDAD EN EL EMPLEO.

Vin Haven («Podrías pasarte la noche buscándome en Nexis sin encontrar una sola cita directa de mis cuarenta y siete años en activo») se sentó directamente detrás de las cámaras, mientras Walter cogía de manos de Lalitha una copia del discurso que él había escrito y ella revisado y se unía a los otros hombres trajeados —Jim Eider, vicepresidente primero de LBI, y Roy Dennett, presidente de la subsidiaria epónima— en las sillas situadas detrás del atril. En la primera fila del público, con los brazos cruzados ante el pecho, muy arriba, se hallaba Coyle Mathis. Walter no lo había visto desde su malhadado encuentro en el patio delantero de Mathis (convertido ahora en un erial de escombros). Miraba a Walter con una expresión que le recordó una vez más a su padre. La expresión de un hombre que intentaba anticiparse, con la ferocidad de su desprecio, a cualquier posibilidad de vergüenza para él o de compasión por parte de Walter hacia él. Se entristeció por él. Mientras Jim Eider, ante el micrófono, inició el elogio de nuestros valientes soldados en Iraq y Afganistán, Walter dirigió una dócil sonrisa a Mathis, para mostrarle que se entristecía por él, se entristecía por ambos. Pero Mathis, imperturbable, no apartó la mirada.

—Creo que ahora vamos a oír unas palabras de la Fundación Monte Cerúleo —anunció Jim Eider—, que es la responsable de aportar estos puestos de trabajo excelentes y sostenibles a Whitmanville y la economía local. Si son tan amables, demos la bienvenida a Walter Berglund, director ejecutivo de la fundación. ¿Walter?

Su tristeza por Mathis se había convertido en una tristeza general, una tristeza por el mundo, una tristeza por la vida. De pie ante el atril, buscó con la mirada a Vin Haven y Lalitha, que estaban sentados juntos, y dirigió a cada uno una parca sonrisa de pesar y disculpa. Acto seguido se inclinó hacia el micrófono.

—Gracias —dijo—. Bienvenidos. Bienvenidos sean especialmente el señor Coyle Mathis y los demás hombres y mujeres de Forster Hollow que van a trabajar en esta fábrica de una pasmosa ineficiencia energética. Qué diferente de Forster Hollow, ¿no?

Aparte del zumbido del sistema de megafonía de baja calidad, se oía sólo el eco de su voz amplificada. Dirigió una rápida mirada a Mathis, cuya expresión permanecía inamovible en el desprecio.

—O sea que, eso, bienvenidos —prosiguió—. ¡Bienvenidos a la clase media! Eso quiero decir. Aunque, antes de seguir, quiero dirigir unas breves palabras al señor Mathis, ahí sentado en primera fila: sé que no le caigo bien. Y usted no me cae bien a mí. Pero, verá, cuando usted no quería saber nada de nosotros, yo lo respetaba. No me gustaba, pero sentía respeto por su postura, por su independencia. Porque debe saber que yo me crié en un lugar más o menos como Forster Hollow, antes de incorporarme a la clase media. Y ahora ustedes también son de clase media, y quiero darles a todos la bienvenida, porque es algo maravilloso, nuestra clase media americana. ¡Es el puntal de todas las economías del planeta!

Vio que Lalitha le susurraba algo a Vin.

—Y ahora que tienen puestos de trabajo en esta fábrica de blindaje corporal —continuó—, podrán participar en esas economías. ¡Ustedes también contribuirán a arrasar hasta el último retazo de hábitat natural en Asia, África y Sudamérica! ¡Ustedes también comprarán televisores de plasma de setenta y dos pulgadas que consumen una cantidad inmensa de energía, incluso cuando no están encendidos! Pero ya está bien así, porque para eso los echamos de sus casas, para poder abrir la tierra en sus montes ancestrales y explotarlos a fin de alimentar los generadores de carbón que son la primera causa del calentamiento global y otros fenómenos maravillosos como la lluvia ácida. Éste es un mundo perfecto, ¿no? Este es un sistema perfecto, porque siempre y cuando ustedes tengan su televisor de plasma de setenta y dos pulgadas y la electricidad necesaria para que funcione, no tienen que pararse a pensar en ninguna de las consecuencias desagradables. ¡Pueden ver Supervivientes: Indonesia hasta que ya no quede nada de Indonesia!

Coyle Mathis fue el primero en abuchearle. Enseguida se unieron otros. Periféricamente, por encima del hombro, Walter vio levantarse a Eider y Dennett.

—No me alargaré —prosiguió—, porque tengo la intención de abreviar al máximo mis comentarios. Sólo unas palabras más sobre este mundo perfecto. Quiero mencionar esos vehículos grandes y nuevos con un rendimiento de tres kilómetros por litro que podrán comprar y conducir cuanto quieran, ahora que se han unido a mí como miembros de la clase media. La razón por la que este país necesita tanto blindaje corporal es que ciertas personas en ciertas partes del mundo no quieren que les robemos el petróleo para nuestros vehículos. ¡Así que cuanto más conduzcan ustedes sus vehículos, más seguros estarán sus puestos de trabajo en esta fábrica de blindaje corporal! Perfecto, ¿verdad?

El público se había puesto en pie y empezaba a gritarle, exigiendo que se callara.

—Ya basta —dijo Jim Eider, intentando apartarlo del micrófono.

—¡Sólo un par de cosas más! —exclamó Walter, sacando a tirones el micrófono del soporte y alejándose con paso ágil—.

¡Deseo darles la bienvenida a todos ahora que van a trabajar para una de las corporaciones más corruptas y despiadadas del mundo! ¿Me oyen? ¡A LBI le importa un carajo que los hijos e hijas de ustedes mueran desangrados en Iraq con tal de que ellos se embolsen su mil por ciento de beneficios! ¡Esto lo sé fehacientemente! ¡Tengo datos que lo demuestran! ¡Eso forma parte del mundo perfecto de la clase media al que están incorporándose! ¡Ahora que trabajan para LBI pueden por fin ganar dinero suficiente para evitar que sus hijos se alisten en el ejército y mueran en los camiones averiados de LBI y con ese blindaje corporal de tres al cuarto!

Le habían quitado el sonido al micro y Walter retrocedió rápidamente, apartándose de la turba que comenzaba a formarse.

—¡Y ENTRETANTO —continuó, alzando la voz—, AÑADIMOS TRECE MILLONES DE SERES HUMANOS A LA POBLACIÓN CADA MES! ¡TRECE MILLONES MÁS DE PERSONAS PARA QUE SE MATEN COMPITIENDO POR UNOS RECURSOS FINITOS! ¡Y PARA ELIMINAR DE PASO A TODOS LOS DEMÁS SERES VIVOS! ¡ES UN PUTO MUNDO PERFECTO SIEMPRE Y CUANDO NO SE TENGAN EN CUENTA LAS DEMÁS ESPECIES QUE LO HABITAN! ¡SOMOS EL CÁNCER DEL PLANETA! ¡EL CÁNCER DEL PLANETA!

Llegado a este punto, el propio Coyle Mathis le atizó en la mandíbula. Mientras se tambaleaba de lado, llenándosele la visión de insectos como fogonazos de magnesio, ahora sin gafas, Walter concluyó que quizá ya había hablado más que suficiente. Lo rodearon Mathis y una decena de hombres y empezaron a causarle dolor de verdad. Cayó al suelo e intentó escapar a través del bosque de piernas que lo pateaban con sus zapatillas de fabricación china. Se hizo un ovillo, temporalmente sordo y ciego, con sangre en la boca y al menos un diente roto, y siguió encajando puntapiés. Por fin los puntapiés remitieron y otras manos se posaron en él, incluidas las de Lalitha. Al volver el sonido, la oyó exclamar furiosamente: «¡Apártense de él! ¡Apártense de él!» Él se atragantó y escupió una bocanada de sangre en el suelo. Lalitha se arrodilló a su lado, manchándose de sangre a la vez que lo miraba fijamente a la cara.

—¿Estás bien?

Él sonrió como buenamente pudo. —Empiezo a sentirme mejor.

—Ay, jefe mío. Mi pobre y querido jefe.

—Sin duda me siento mejor.

Era la temporada de la migración, del vuelo, el canto y el sexo. Allá abajo, en el neotrópico, donde la diversidad era mayor que en cualquier otro lugar del mundo, unos cuantos centenares de especies de aves empezaban a inquietarse y dejaban atrás a otros miles de especies, muchas de ellas parientes taxonómicos cercanos, que se contentaban con quedarse en el sitio y coexistir hacinadamente y reproducirse a su ocioso ritmo tropical. Entre los centenares de especies sudamericanas de tángara, cuatro exactamente emprendían el vuelo hacia Estados Unidos, arriesgándose a los desastres de un viaje en busca de la abundancia de comida y sitios donde anidar en los bosques templados en verano. Las reinitas cerúleas ascendían a golpe de ala por las costas de México y Texas y se desplegaban en los bosques de caducifolias de los Apalaches y los Ozarks. Los colibrís gorgirrubís se engordaban en las flores de Veracruz y volaban mil doscientos kilómetros para atravesar el golfo de México, consumiendo la mitad de su peso corporal, y se posaban en Galveston para tomar aliento. Los charranes subían de una región subártica a otra, los vencejos sesteaban en el aire y no se posaban jamás, los tordos cantarines aguardaban a que soplara viento del sur y entonces volaban sin parar durante doce horas, atravesando estados enteros en una sola noche. Los rascacielos y los cables de alta tensión y las turbinas eólicas y los repetidores de señales de telefonía móvil y el tráfico rodado segaban las vidas de millones de aves migratorias, pero otros muchos millones llegaban a su destino, muchas de ellas regresando al mismísimo árbol donde habían anidado el año anterior, a la mismísima cumbre o zona pantanosa donde habían sido polluelos, y allí, si eran machos, empezaban a cantar. Todos los años, al llegar, se encontraban cada vez más con que sus antiguos hogares habían sido pavimentados para usar como aparcamientos o carreteras, o talados para obtener madera con que construir palés, o parcelados o deforestados para la extracción de petróleo o carbón, o fragmentados para construir centros comerciales, o labrados para la producción de etanol, o desnaturalizados de las más diversas maneras para crear pistas de esquí y senderos para bicicletas y campos de golf. Las aves migratorias, agotadas tras su viaje de ocho mil kilómetros, competían con las que habían llegado previamente por las porciones de territorio restantes; buscaban en vano una pareja, desistían de anidar y subsistían sin criar, morían a garras de gatos que las cazaban por diversión. Pero Estados Unidos seguía siendo un país rico y relativamente joven, y aún podían encontrarse reductos rebosantes de vida aviar si uno los buscaba.

Cosa que Walter y Lalitha, a finales de abril, con una furgoneta cargada de equipo de acampada, se dispusieron a hacer. Disponían de un mes libre antes de ponerse manos a la obra en serio con Espacio Libre, puesto que sus responsabilidades al servicio de la Fundación Monte Cerúleo habían terminado. En cuanto a la huella de carbono que dejaban, a bordo de una furgoneta sedienta de gasolina, Walter buscó cierto consuelo en el hecho de haber ido a trabajar en bicicleta o a pie durante los últimos veinticinco años y no poseer residencia alguna aparte de la casa pequeña y cerrada del lago Sin Nombre. Consideraba que se le debía un derroche de petróleo después de toda una vida de virtud, un verano en plena naturaleza a cambio del verano del que se había visto privado en la adolescencia.

Mientras estaba internado en el hospital del condado de Whitman, donde lo atendieron de la mandíbula dislocada y las heridas abiertas en la cara y las contusiones en las costillas, Lalitha había presentado desesperadamente su exabrupto como un brote piscótico inducido por la trazodona.

—Era un sonámbulo, literalmente —alegó ante Vin Haven—. No sé cuántas trazodonas tomó, pero fue más de una, y sólo unas horas antes. No sabía lo que decía, literalmente. La culpa fue mía por dejarle dar el discurso. Debería despedirme a mí, no a él.

—A mí me dio la impresión de que tenía una idea bastante clara de lo que decía —contestó Vin, curiosamente casi sin ira—. Es una lástima que tuviera que intelectualizar tanto el asunto. Hace un trabajo excelente, y después va y lo intelectualiza.

Vin había organizado una conferencia telefónica con los miembros del consejo de la fundación, obteniendo el visto bueno a su propuesta de dar el finiquito a Walter de inmediato, y había indicado a sus abogados que ejercieran la opción de recompra de la parte de la mansión de Georgetown que era propiedad de los Berglund. Lalitha comunicó a los aspirantes del trabajo en prácticas para Espacio Libre que se habían quedado sin financiación, que Richard Katz se retiraba del proyecto (Walter, desde su cama del hospital, por fin había impuesto su voluntad al respecto) y que la existencia misma de Espacio Libre estaba en duda. Algunos aspirantes contestaron a su mensaje para cancelar las solicitudes; dos de ellos declararon que aún albergaban la esperanza de colaborar como voluntarios; los demás ni contestaron. Como Walter se enfrentaba al desahucio de la mansión y se negaba a hablar con su mujer, Lalitha la telefoneó en su nombre. Patty llegó con una furgoneta de alquiler pocos días después, mientras Walter se escondía en el Starbucks más cercano, y cargó en ella las pertenencias que no quería dejar en un guardamuebles.

Fue al final de ese día tan desagradable, cuando Patty se hubo marchado y Walter hubo regresado de su exilio cafeínico, cuando Lalitha consultó su BlackBerry y encontró ochenta nuevos mensajes de jóvenes de todo el país, preguntando si aún estaban a tiempo de trabajar voluntariamente para Espacio Libre. Sus direcciones de correo tenían más chispa que las típicas [email protected] de los aspirantes anteriores. Eran del tipo frikifreegan y explosivodefabricacioncasera; del tipo pornofetal y chavaljainista3 y ¡wlindhjr, @gmail y @cruzio. A la mañana siguiente había otros cien mensajes, junto con ofertas de bandas de garaje de cuatro ciudades —Seattle, Missoula, Buffalo y Detroit— para ayudar a organizar las actividades de Espacio Libre en sus comunidades.

Lo que ocurría, como Lalitha no tardó en deducir, fue que las imágenes de la diatriba de Walter y el posterior alboroto ofrecidas por la televisión local se habían propagado como un virus. Desde hacía poco tiempo podían verse vídeos por internet sin descarga previa, y el clip de Whitmanville (Cancerdelplaneta.wmv) había desfilado por los márgenes radicales de la blogosfera, las páginas de quienes difundían la teoría de la conspiración del 11-S y quienes protestaban encaramándose a los árboles y los devotos de
El club de la lucha
, así como los miembros de
Personas por el Trato Ético a los Animales
, uno de los cuales había descubierto el link de Espacio Libre en la página web de la Fundación Monte Cerúleo. Y de la noche a la mañana, pese a haber perdido la financiación y al músico estrella, Espacio Libre adquirió una auténtica base de admiradores y, en la persona de Walter, un héroe.

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