Libertad (80 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

Sólo en julio, cuando abandonaron la seguridad de Santa Cruz y volvieron a la carretera, se sumieron en la rabia que empezaba a adueñarse del país ese verano. Para Walter, era en cierto modo un enigma que los conservadores, que controlaban los tres poderes del gobierno federal, siguieran tan furiosos: con los moderados escépticos ante la guerra de Iraq, con las parejas homosexuales que deseaban casarse, con el soso Al Gore y la cauta Hillary Clinton, con las especies en peligro de extinción y sus defensores, con unos impuestos y un precio del combustible que se hallaban entre los más bajos de los países industrializados, con la mayoría de los medios de comunicación cuyos dueños corporativos eran también conservadores, con los mexicanos que les cortaban el césped y les fregaban los platos. Su padre había exhibido esa misma rabia, desde luego, pero en una época mucho más progresista. Y la rabia conservadora había generado una contrarrabia izquierdista que a Walter prácticamente le chamuscó las cejas en los actos de Espacio Libre en Los Angeles y San Francisco. Entre los jóvenes con quienes habló, el epíteto multiuso para todos, desde George Bush y Tim Russert hasta Tony Blair y John Kerry, era «pringado». Era un artículo de fe casi universal que el 11-S había sido orquestado por Halliburton y la familia real saudí. Tres grupos de garaje distintos interpretaron canciones en las que fantaseaban burdamente con la idea de torturar y matar al presidente y al vicepresidente («Me cago en tu boca / gran Dick, y me sienta muy bien / Sí, Georgie / bastará con un tiro en la sien»). Lalitha había insistido a los estudiantes en prácticas, y sobre todo a Walter, acerca de la necesidad de ser disciplinados en su mensaje, de ceñirse a los datos sobre la superpoblación, de abarcar el mayor espacio posible. Pero sin el tirón de grupos de primera fila como los que Richard podría haber aportado, los festivales atrajeron básicamente al sector marginal ya convencido, la clase de descontentos que se echaban a las calles con pasamontañas para manifestarse violentamente contra la OMC. Cada vez que Walter subía al escenario, lo vitoreaban por su estallido incontrolado en Whitmanville y por el descomedimiento en las entradas de su blog, pero en cuanto decía que había que actuar con inteligencia y dejar que los datos hablaran por sí solos, los asistentes se quedaban en silencio y empezaban a entonar las palabras más incendiarias de Walter, sus preferidas: «¡Cáncer del planeta!» «¡A la mierda el Papa!» En Seattle, donde el ambiente fue especialmente deplorable, abandonó el escenario en medio de un disperso abucheo. Lo recibieron mejor en el Medio Oeste y el Sur, especialmente en las ciudades universitarias, pero allí se congregó mucho menos público. Para cuando Lalitha y él llegaron a Athens, Georgia, le costaba ya levantarse por las mañanas. Estaba agotado por la carretera y lo oprimía la idea de que la furia desatada en el país no era más que un eco amplificado de su propia rabia, y de que había permitido que su resentimiento personal contra Richard privara a Espacio Libre de una base de seguidores más amplia, y de que estaba gastando un dinero de Joey que habría sido mejor donar a Planificación Familiar. De no haber sido por Lalitha, que conducía casi siempre y aportaba todo el entusiasmo, quizá habría abandonado la gira y simplemente se habría ido a observar pájaros.

—Sé que estás desanimado —dijo ella mientras salían de Athens en la furgoneta—. Pero estamos consiguiendo llamar la atención sobre el problema. Los semanarios gratuitos reproducen textualmente nuestros argumentos en sus reseñas. Los blogs y las revistas online hablan todos de superpoblación. Nadie habla en público de ello desde los años setenta, y de pronto, de la noche a la mañana, se empieza a hablar. De pronto, la idea está presente en el mundo. Las ideas nuevas siempre prenden primero en los sectores marginales. No debes desanimarte sólo porque las cosas no sean siempre bonitas.

—Salvé veinticinco mil hectáreas en Virginia Occidental, e incluso más en Colombia —dijo él—. Ese fue un buen trabajo, con resultados reales. ¿Por qué no seguí con eso?

—Porque sabías que no bastaba. Lo único que va a salvarnos realmente es conseguir que la gente cambie de manera de pensar.

Walter miró a su novia, fijándose en sus manos firmes en el volante, sus ojos radiantes en la carretera, y tuvo la sensación de que podía reventar de tan grande como era su deseo de parecerse a ella; de tan grande como era su gratitud porque a ella no le importara que él fuera él.

—Mi problema es que no me gusta mucho la gente —dijo—. La verdad es que no creo que las personas puedan cambiar.

—Sí te gusta la gente. Nunca te he visto tratar mal a nadie. Cuando hablas con alguien, siempre sonríes.

—En Whitmanville no sonreía.

—Sí sonreías. Incluso allí. Eso fue lo más raro.

De todos modos, en plena canícula no había muchos pájaros que observar. Una vez ocupado el territorio y llevada a cabo la reproducción, no dejarse ver era lo más conveniente para un pájaro pequeño. Walter paseaba cada mañana por las reservas ornitológicas y los parques que, como sabía, aún estaban rebosantes de vida, pero la tupida mala hierba y los frondosos árboles permanecían inmóviles en la humedad del verano, como casas que le cerraban sus puertas, como parejas que no tenían ojos más que para sí mismos. El hemisferio norte estaba absorbiendo la energía del sol, convirtiendo silenciosamente la flora en comida para los animales, sin más subproducto sónico que el zumbido y los chirridos de los insectos. Para las aves migratorias neotropicales era la época de la retribución, eran los días que había que aprovechar. Walter las envidiaba por tener una tarea que hacer, y se preguntaba si se estaba deprimiendo porque ése era el primer verano en cuarenta años que no tenía que trabajar.

La batalla de las bandas de Espacio Libre a nivel nacional se había programado para el último fin de semana de agosto y, por desgracia, en Virginia Occidental. El estado no se hallaba en una zona céntrica y era difícil acceder a él por medio del transporte público, pero cuando Walter propuso en su blog cambiar de emplazamiento, sus admiradores veían ya con entusiasmo la perspectiva de viajar a Virginia Occidental y avergonzar a ese estado por su alto índice de natalidad, su pertenencia a la industria carbonífera, su numerosa población de fundamentalistas cristianos y su responsabilidad a la hora de decantar el resultado de las elecciones de 2000 en favor de George Bush. Lalitha le había pedido permiso a Vin Haven para celebrar el acto en lo que había sido una granja de cabras propiedad de la fundación, tal como tenía previsto desde el principio, y Haven, desconcertado ante su temeridad, y tan incapaz como cualquiera de resistirse a su presión con guante de seda, había dado su consentimiento.

Un extenuante recorrido a través del Cinturón Industrial del país los llevó a un kilometraje total superior a quince mil y un consumo de petróleo superior a treinta barriles. Resultó que su llegada a las Ciudades Gemelas, a mediados de agosto, coincidió con el primer frente frío del verano con olor a otoño. En todo el gran bosque boreal de Canadá y el norte de Maine y Minnesota, aún básicamente intacto, las reinitas y los papamoscas y los patos y los gorriones habían completado sus funciones parentales y mudado el plumaje de reproducción por colores de camuflaje más eficaces, y ahora recibían, con el frío del viento y el ángulo del sol, el aviso de que era momento de emprender el vuelo de regreso al sur. A menudo los padres partían primero, dejando a sus crías atrás para que ejercitaran el vuelo y el aprovisionamiento de comida y luego encontraran por sí solas el camino, más torpemente y con un índice de mortalidad más alto, hacia sus territorios invernales. Menos de la mitad de los que partían en otoño volverían en primavera.

Los
Sick Chelseas
, un grupo de Saint Paul que Walter había visto actuar una vez como telonero de los
Traumatics
y al que entonces no había augurado un año más de supervivencia, seguían en activo y lograron atraer al festival de Espacio Libre seguidores suficientes para garantizarles con sus votos el acceso al gran festival de Virginia Occidental. Los otros únicos rostros conocidos entre el público eran los de Seth y Merrie Paulsen, los antiguos vecinos de Walter en Barrier Street, que aparentaban treinta años más que cualquier otro asistente excepto el propio Walter. Seth, prendado de Lalitha, no podía quitarle los ojos de encima, e insistió en una cena tardía, post-batalla, en Taste of Thailand, desestimando los ruegos de Merrie, que pretextó que estaba cansada. Aquello acabó siendo una auténtica orgía de intromisión, ya que Seth le sonsacó a Walter información de primera mano sobre la ya notoria boda de Joey y Connie, sobre el paradero de Patty, sobre la historia exacta de la relación entre Walter y Lalitha, y sobre las circunstancias que se ocultaban tras el varapalo a Walter del New York Times («Dios, qué mal te dejaban»), mientras Merrie bostezaba y adoptaba una expresión resignada.

De regreso a su motel, ya muy tarde, Walter y Lalitha tuvieron algo parecido a una pelea de verdad. Habían planeado cogerse unos días de descanso en Minnesota para visitar Barrier Street, el lago Sin Nombre e Hibbing e intentar localizar a Mitch, pero ahora Lalitha quería dar media vuelta e ir directamente a Virginia Occidental.

—La mitad de las personas que tenemos allí se autodenominan anarquistas —adujo—. No se llaman anarquistas porque sí. Debemos ir allí de inmediato y ocuparnos de la logística.

—No —contestó Walter—. La única razón por la que dejamos Saint Paul para el final era con la idea de pasar aquí unos días y descansar. ¿No quieres ver el lugar donde me crié?

—Claro que sí. Y lo veremos más adelante. Lo veremos el mes que viene.

—Pero ahora ya estamos aquí. No pasa nada porque nos cojamos dos días y luego vayamos directo a Wyoming. Así no tendremos que desandar el camino. Es absurdo alargar el viaje otros tres mil kilómetros.

—Pero ¿por qué te pones así? —preguntó ella—. ¿Por qué no quieres ocuparte de lo que es importante ahora mismo, y dejar el pasado para más tarde?

—Porque ése era el plan.

—Era un plan, no un contrato.

—Bueno, y además supongo que estoy un poco preocupado por Mitch.

—Pero ¡si odias a Mitch!

—No por eso voy a querer que mi hermano viva en la calle.

—Ya, pero un mes más no le hará ningún daño. Podemos volver justo después.

Él negó con la cabeza. —También necesito echar un vistazo a la casa. Hace más de un año que no va nadie.

—Walter, no. Esto es un asunto tuyo y mío, nuestro, y está ocurriendo ahora mismo.

—Incluso podríamos dejar la furgoneta aquí, coger un avión y alquilar un coche. Solamente perderíamos un día. Nos quedaría una semana entera para organizar la logística. ¿No puedes hacerlo por mí?

Lalitha le cogió la cara entre las manos y fijó en él una mirada de border collie. —No —dijo—. Hazlo tú por mí.

—Ve tú —respondió él, apartándose—. Coge el avión. Yo te seguiré dentro de un par de días.

—¿Por qué te pones así? ¿Es por culpa de Seth y Merrie? ¿Te han hecho pensar demasiado en el pasado?

—Sí.

—Pues quítatelo de la cabeza y ven conmigo. Tenemos que permanecer juntos.

Como un manantial de agua fría en el fondo de un lago de aguas templadas, la arraigada depresión fruto de su carga genérica sueca se filtraba en él desde las profundidades: la sensación de que no merecía a una compañera como Lalitha; de que no estaba hecho para la vida en libertad y el heroísmo del bandolero; de que necesitaba una situación de descontento más gris y duradero contra la que luchar y en la que dar forma a una existencia. Y veía que por el mero hecho de experimentar esas sensaciones empezaba a crear una nueva situación de descontento con Lalitha. Y era mejor, pensó depresivamente, que ella supiera cuanto antes cómo era él en realidad. Que entendiera su afinidad con su hermano y su padre y su abuelo. Por tanto, volvió a negar con la cabeza.

—Me ceñiré al plan previsto —afirmó—. Me llevaré la furgoneta un par de días. Si no quieres acompañarme, compraremos un billete de avión para ti.

Todo habría sido distinto si ella hubiese llorado en ese instante. Pero era tozuda y decidida y estaba enfadada con él, y por la mañana Walter la llevó al aeropuerto, disculpándose hasta que ella lo obligó a callar.

—Tranquilo —dijo Lalitha—, ya se me ha pasado. Esta mañana ya no me preocupa. Estamos haciendo lo que debemos. Te llamaré cuando llegue, y ya nos veremos.

Era un domingo por la mañana. Walter telefoneó a Carol Monaghan y luego, al volante de la furgoneta, fue hasta Ramsey Hill por las avenidas que tan bien conocía. En el jardín de Carol, Blake había talado unos cuantos árboles y arbustos, pero, por lo demás, casi todo seguía igual en Barrier Street. Carol lo abrazó afectuosamente, apretando sus pechos contra él de una manera que no parecía del todo apropiada en el trato entre parientes, y luego, durante una hora, mientras las gemelas correteaban y chillaban por el gran salón a prueba de niños y Blake se levantaba nerviosamente y salía y regresaba y volvía a salir, los dos padres sacaron el mayor provecho posible a su relación de consuegros.

—Me moría de ganas de llamarte en cuanto me enteré —dijo Carol—. Tuve que sentarme literalmente encima de la mano para no marcar tu número. No entendía por qué Joey no quería decíroslo él mismo.

—Bueno, ya sabes, ha tenido sus más y sus menos con su madre —contestó Walter—. Y también conmigo.

—¿Y cómo está Patty? Me he enterado de que os habéis separado.

—Así es.

—En esto no voy a morderme la lengua, Walter. Voy a decir lo que pienso, aunque siempre acabo metiéndome en líos por culpa de eso. En mi opinión, esa separación se veía venir desde hacía tiempo. Me horrorizaba ver cómo te trataba. Daba la impresión de que todo debía girar siempre alrededor de ella. En fin, ahí tienes: ya lo he dicho.

—Bueno, Carol, ya sabes que estas cosas son complicadas. Y ahora también es la suegra de Connie. Así que espero que las dos encontréis la manera de resolver vuestras diferencias.

—Ja. Por mí, no hace ninguna falta que nos veamos. Sólo espero que reconozca que mi hija tiene un corazón de oro.

—Yo personalmente lo reconozco sin la menor duda. Opino que Connie es una chica excepcional, que promete mucho.

—Bueno, de los dos, tú siempre has sido mejor persona. Tú también tienes un corazón de oro. Nunca lamenté ser tu vecina, Walter.

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