Libertad (87 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

Walter era un buen ciudadano de Minnesota, y relativamente cordial, pero había algo en él, un temblor político en su voz, una incipiente barba gris de fanático en las mejillas, que despertaba cierta tirria entre las familias de Canterbridge Court. Walter vivía solo en una vieja casa de veraneo pequeña y aislada, y aunque sin duda para las familias era mucho más agradable ver su pintoresca finca al mirar el lago que para él ver sus jardines desnudos, y aunque algunos incluso se pararon a imaginar lo ruidosa que debía de haber sido la construcción de sus casas, a nadie le gusta sentirse un intruso en el edén de otra persona. Al fin y al cabo, habían desembolsado un dinero; tenían derecho a estar allí. A decir verdad, colectivamente pagaban unos impuestos sobre la propiedad inmobiliaria muy superiores a los de Walter, y la mayoría se enfrentaba a un gran aumento en las cuotas de la hipoteca y vivía de ingresos fijos o estaba ahorrando para la educación de sus hijos. Cuando Walter, que obviamente no tenía tales preocupaciones, fue a quejarse de sus gatos, ellos tuvieron la impresión de que entendían mucho mejor su preocupación por los pájaros de lo que él entendía hasta qué punto era un privilegio hiperrefinado preocuparse por las aves. Linda Hoffbauer, que era evangelista y la persona más politizada de la calle, se sintió especialmente ofendida.

—Conque Bobby mata pájaros —le dijo a Walter—. ¿Y qué?

—Bueno, la cuestión es —contestó él— que los pequeños felinos no son fauna autóctona de América del Norte, y por esa razón nuestras aves canoras no han desarrollado ninguna forma de defensa contra ellos. El hecho es que no se trata de una lucha justa.

—Los gatos cazan pájaros —contestó Linda—. Eso hacen, forma parte de la naturaleza.

—Sí, pero los gatos son una especie del Viejo Mundo —insistió Walter—. No forman parte de nuestra naturaleza. No estarían aquí si no los hubiéramos introducido nosotros. Ahí está el problema.

—Para serte sincera —dijo Linda—, lo único que me importa es que mis hijos aprendan a cuidar de un animal doméstico y asuman esa responsabilidad. ¿Estás diciéndome que no pueden hacerlo?

—No, claro que no —respondió Walter—. Pero así como ahora en invierno no dejas salir a Bobby, sólo te pido que hagas lo mismo en verano, por el bien del ecosistema autóctono. Vivimos en una importante zona de reproducción para varias especies de ave que están en declive en América del Norte. Y esas aves también tienen crías. Cuando Bobby mata a un pájaro en junio o julio, deja un nido lleno de polluelos que no sobrevivirán.

—Entonces los pájaros tendrán que buscar otro sitio donde anidar. A Bobby le encanta correr en libertad fuera de casa. No es justo tenerlo encerrado cuando hace tan buen tiempo.

—Claro. Sí. Ya sé que quieres a tu gato. Y si él se quedara en tu jardín, no pasaría nada. Pero esta tierra en realidad pertenecía a los pájaros antes de pertenecemos a nosotros. Y tampoco hay manera de decirles a las aves que éste es un mal sitio para anidar. Así que siguen viniendo y siguen matándolas. Y el mayor problema es que están quedándose sin espacio en general, porque cada vez hay más terreno urbanizado. Es importante, pues, que intentemos ser administradores responsables de esta tierra magnífica que hemos ocupado.

—Pues lo siento mucho —dijo Linda—, pero a mí me importan más mis hijos que los hijos de un pájaro. No creo que eso sea una postura extrema en comparación con la tuya. Dios ofreció este mundo a los seres humanos, y por lo que a mí se refiere, ahí se acaba la discusión.

—Yo también tengo hijos, y eso lo entiendo —prosiguió Walter—. Pero se trata sólo de no dejar salir a Bobby de casa. A menos que seas capaz de hablar con Bobby, no me explico cómo sabes que le molesta quedarse sin salir.

—Mi gato es un animal. Las bestias de la tierra no recibieron el don del lenguaje. Sólo lo tenemos las personas. Es una de las facultades por las que sabemos que Dios nos creó a su imagen y semejanza.

—Ya, pero lo que pregunto es: ¿cómo sabes que le gusta correr en libertad?

—A los gatos les gusta estar al aire libre. A todo el mundo le gusta estar al aire libre. Cuando mejora el tiempo, Bobby se planta ante la puerta con ganas de salir. No me hace falta hablar con él para entender eso.

—Pero si Bobby es sólo un animal, es decir, no es un ser humano, ¿por qué su leve preferencia por estar al aire libre tiene prioridad sobre el derecho de las aves canoras a criar a su familia?

—Porque Bobby forma parte de nuestra familia. Mis hijos lo adoran, y queremos lo mejor para él. Si tuviéramos un pájaro doméstico, también querríamos lo mejor para él. Pero no tenemos un pájaro, tenemos un gato.

—En fin, gracias por escucharme —dijo Walter—. Espero que reflexiones al respecto y, quizá, te lo replantees.

Linda se sintió muy ofendida por esta conversación. En realidad Walter ni siquiera era vecino, no pertenecía a la asociación de vecinos, y el hecho de que condujera un híbrido japonés en cuyo parachoques había pegado en fecha reciente un adhesivo de Obama indicaba, a su modo de ver, irreligiosidad e insensibilidad ante la complicada situación de las familias diligentes y trabajadoras, como la suya, que a duras penas llegaban a fin de mes y educaban a sus hijos para convertirlos en ciudadanos honrados y afectuosos en un mundo lleno de peligros. Linda no gozaba de grandes simpatías en Canterbridge Court, pero se la temía porque era quien llamaba a tu puerta si dejabas la barca estacionada en tu camino de acceso durante la noche, violando los estatutos de la comunidad de vecinos, o si un hijo suyo había visto a un hijo tuyo encender un cigarrillo detrás del colegio, o si había descubierto un defecto menor en la construcción de su casa y deseaba saber si tu casa también tenía ese mismo defecto menor. Después de la visita de Walter, éste se convirtió, en los incesantes comentarios de ella, en el fanático de los animales que le había preguntado si hablaba con su gato.

Al otro lado del lago, un par de fines de semana de ese verano, la gente de Canterbridge Estates advirtió la presencia de visitantes en la finca de Walter, una pareja joven de buena presencia que conducía un Volvo nuevo negro. El chico era rubio y atlético; su esposa o novia, esbelta como las típicas mujeres sin hijos de las grandes ciudades. Linda Hoffbauer los definió como una pareja «de aspecto arrogante», pero para la mayor parte de la comunidad fue un alivio ver a esos visitantes respetables, ya que hasta entonces Walter, pese a su cortesía, les parecía un ermitaño potencialmente degenerado. Algunos de los vecinos de mayor edad de Canterbridge que solían dar largos paseos matutinos se animaban ahora a charlar con él cuando se lo cruzaban en el camino. Se enteraron de que la joven pareja eran su hijo y su nuera, dueños de algún tipo de próspero negocio en Saint Paul, y de que además tenía una hija soltera en Nueva York. Formularon las preguntas clave para averiguar su estado civil, con la esperanza de sonsacarle si era divorciado o simplemente viudo, y cuando demostró su destreza para eludir tales preguntas, uno de los más duchos en cuestiones de tecnología entró en internet y descubrió que Linda Hoffbauer estaba en lo cierto, después de todo, al sospechar que Walter era un chiflado y una amenaza. Por lo visto, había fundado un grupo radical ecologista disuelto tras la muerte de la cofundadora, una joven de nombre extraño que obviamente no había sido la madre de sus hijos. En cuanto esta interesante noticia se propagó por el vecindario, los paseantes madrugadores volvieron a dejar a Walter en paz: no tanto, quizá, porque los inquietara su extremismo, sino más bien porque su existencia eremítica ahora desprendía un fuerte tufo a dolor, ese dolor atroz del que es mejor mantenerse a distancia; ese dolor perdurable que, como todas las formas de locura, resulta amenazador, posiblemente incluso contagioso.

Ya avanzado el siguiente invierno, cuando la nieve empezaba a fundirse, Walter volvió a presentarse en Canterbridge Court, esta vez con una caja llena de petos de neopreno de vivos colores para gatos. Sostenía que un gato con uno de esos petos podía juguetear a su antojo al aire libre, realizando cualquier actividad, desde trepar a los árboles hasta lanzar zarpazos a las mariposas, excepto abalanzarse eficazmente sobre las aves. Dijo que poner un cascabel al gato, como se había demostrado, era inútil para prevenir a las aves. Añadió que el número de aves canoras asesinadas a diario por gatos en Estados Unidos, en un cálculo por lo bajo, era de un millón, es decir, 365.000.000 al año (y esto, recalcó, era un cálculo conservador, y no incluía la muerte por inanición de los polluelos de los pájaros asesinados). Aunque al parecer Walter no entendía lo molesto que sería atar un peto al cuello de un gato cada vez que salía de casa, y lo ridículo que quedaría un gato con un brillante peto de neopreno azul o rojo, los dueños ya mayores de gatos que vivían en la calle aceptaron educadamente los petos y prometieron probarlos, para que Walter los dejara en paz y poder tirarlos a la basura. Sólo Linda Hoffbauer rechazó el peto de plano. A ella, Walter le pareció uno de esos partidarios de un gobierno intervencionista que querían repartir condones en los colegios y quitarle las armas a la población y obligar a todos los ciudadanos a llevar un carnet de identidad nacional. Sintió el impulso de preguntarle si los pájaros de su finca eran de su propiedad, y si no lo eran, por qué consideraba asunto suyo que Bobby disfrutara cazándolos. Walter contestó con lenguaje burocrático algo sobre el Tratado de Aves Migratorias Norteamericanas, que supuestamente prohibía causar daño a cualquier ave que no fuera de caza y cruzara la frontera canadiense o mexicana. Eso le recordó a Linda, para disgusto suyo, al nuevo presidente del país, que quería dejar la soberanía nacional en manos de las Naciones Unidas, y le dijo a Walter, de la manera más educada posible, que estaba muy ocupada criando a sus hijos y le agradecería que no volviera a llamar a su puerta nunca más.

Desde una perspectiva diplomática, Walter había elegido un mal momento para presentarse con los petos. El país había caído en una profunda recesión económica, la Bolsa estaba por los suelos y casi resultaba indecente que lo obsesionaran aún las aves canoras. Incluso las parejas de jubilados de Canterbridge Court se habían resentido —la deflación de sus inversiones había obligado a varios de ellos a cancelar su retiro anual de invierno en Florida o Arizona— y dos de las familias más jóvenes de la calle, los Dent y los Dolberg, se habían atrasado en los pagos de la hipoteca (que se habían disparado precisamente en el peor momento) y corrían el riesgo de perder sus casas. Mientras Teagan Dolberg esperaba las respuestas de empresas de consolidación de préstamos que parecían cambiar de número de teléfono y dirección de correo electrónico cada semana, y de asesores crediticios federales de bajo coste que al final, como se vio, no eran federales ni de bajo coste, el saldo pendiente de su Visa y su MasterCard se incrementaba en saltos mensuales de tres y cuatro mil dólares y las amigas y vecinas a quienes ella había vendido bonos de diez sesiones de manicura para el salón de manicura que había abierto en su sótano, seguían presentándose allí para que les hiciera las uñas sin aportar más ingresos. Incluso Linda Hoffbauer, cuyo marido tenía contratas seguras para el mantenimiento de carreteras con el condado de Itasca, había adquirido la costumbre de bajar el termostato y dejar que sus hijos fueran al colegio en el autobús escolar en lugar de llevarlos y recogerlos con su Suburban. Las preocupaciones flotaban como una nube de mosquitos en Canterbridge Court; invadían todas las casas a través de los noticiarios de la televisión por cable y las tertulias de la radio e internet. Había mucho twiteo en Twitter, pero el mundo de la naturaleza, con sus gorjeos y aleteos, que Walter invocaba como si a la gente aún tuviera que importarle, era una preocupación para la que ya no daban abasto. La siguiente vez que se supo de Walter fue en septiembre, cuando distribuyó panfletos por el vecindario al amparo de la noche. Las casas de los Dent y los Dolberg ya habían quedado vacías, sus ventanas oscurecidas como el piloto de llamada en espera de quienes habían telefoneado a las líneas de los servicios de urgencia y finalmente, resignados, habían colgado, pero una buena mañana los demás residentes de Canterbridge Estates, al despertar, encontraron ante sus puertas una carta dirigida a los «Queridos vecinos», redactada educadamente, donde volvían a enumerarse los argumentos antigato que Walter ya había esgrimido en dos ocasiones, más cuatro páginas adjuntas de fotografías que eran todo lo contrario de educadas. Por lo visto, Walter se había pasado el verano documentando las muertes de aves en su finca. Cada fotografía (había más de cuarenta) llevaba un rótulo con una fecha y el nombre de una especie. Las familias de Canterbridge que tenían gato se ofendieron al verse incluidas en el reparto de panfletos, y las que sí tenían se ofendieron porque Walter parecía convencido de que sus mascotas eran las culpables de la muerte de todas las aves asesinadas en su finca. Linda Hoffbauer se indignó aún más al descubrir un panfleto donde uno de sus hijos podría haber quedado expuesto a imágenes traumáticas de gorriones decapitados y entrañas sanguinolentas. Telefoneó al sheriff del condado, con quien su marido y ella mantenían trato social, para averiguar si quizá Walter había incurrido en acoso ilegal. El sheriff dijo que no, pero accedió a pasarse por casa de Walter y decirle unas palabras de advertencia, visita que propició la inesperada noticia de que Walter tenía el título de abogado y no sólo era versado en los derechos que le garantizaba la Primera Enmienda, sino también en los estatutos de la comunidad de propietarios de Canterbridge, que contenían una cláusula según la cual los animales domésticos debían estar bajo el control de sus dueños en todo momento; el sheriff le aconsejó a Linda que rompiera el panfleto y siguiera con su vida.

Y luego llegó el blanco invierno, y los gatos del vecindario se retiraron a sus casas (donde, como incluso Linda tuvo que admitir, se los veía la mar de contentos), y el marido de Linda asumió personalmente la tarea de limpiar de nieve la carretera comarcal de forma que después de cada nevada Walter tuviese que pasarse una hora retirando a paladas la nieve de su camino de acceso. Con los árboles deshojados, el vecindario tenía una vista despejada de la casa de Berglund en la orilla opuesta del lago helado, en cuyas ventanas nunca se veía parpadear ningún televisor. Era difícil imaginar qué podía hacer Walter allí, solo, en la oscura noche invernal, además de abandonarse a cavilaciones hostiles y severos juicios. Su casa permaneció a oscuras durante una semana en navidades, lo que indujo a pensar en una visita a su familia en Saint Paul, lo que también era difícil de imaginar: que semejante cascarrabias, a pesar de todo, disfrutara del amor de alguien. Para Linda en particular fue un alivio cuando las fiestas terminaron y el cascarrabias reanudó su vida de ermitaño, y ella pudo volver a su odio no enturbiado por la idea de que alguien lo quería. Una noche de febrero, su marido informó que Walter había presentado una denuncia ante las autoridades del condado por la obstrucción intencionada de su camino de acceso, y a ella en cierto modo le complació enterarse. Era bueno saber que Walter sabía que lo odiaban. De esa misma manera perversa, cuando la nieve se fundió otra vez y los bosques reverdecieron otra vez y Bobby pudo salir otra vez de la casa y no tardó en desaparecer, Linda sintió como si le rascaran un intenso picor, la clase de picor primario que empeora al rascarse. Supo de inmediato que Walter era el responsable de la desaparición de Bobby, y sintió una honda satisfacción al comprobar que él se había puesto a la altura de su odio, le había proporcionado una nueva causa y nuevo alimento: que estaba dispuesto a enzarzarse con ella en el juego del odio y ser el representante local de todo lo que iba mal en el mundo de Linda. Incluso mientras organizaba la búsqueda del animal perdido de sus hijos y difundía la angustia de éstos por todo el vecindario, saboreó en secreto esa angustia y obtuvo placer en instarlos a odiar a Walter por ello. Sentía cierto afecto por Bobby, pero le constaba que era pecado idolatrar falsamente a una bestia. El pecado que odiaba estaba en su supuesto vecino. En cuanto quedó claro que Bobby nunca volvería, llevó a sus hijos a la protectora de animales local y les permitió elegir tres nuevos gatos, a los que, tan pronto como llegaron a casa, dejó salir de sus cajas de cartón y ahuyentó en dirección al bosque de Walter.

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