Libertad (83 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

En el oficio fúnebre, celebrado en la iglesia unitaria de Hastings, ella se acordó del funeral del padre de Walter. También en aquella ocasión el número de asistentes fue enorme: por lo menos quinientas personas. Daba la impresión de que estaban allí todos los abogados, jueces y fiscales actuales o pasados de Westchester, y cuantos participaron en el panegírico dijeron lo mismo: que no sólo era el abogado más competente que habían conocido, sino también el más amable y trabajador y honrado. La amplitud y estatura de su prestigio profesional dejaron anonadada a Patty y fueron una revelación para Jessica, que estaba sentada junto a ella; Patty podía prever ya (con toda precisión, resultó) los reproches que Jessica le dirigiría después, y con razón, por haberla privado de una relación significativa con su abuelo. Abigail se subió al púlpito y habló en representación de la familia, intentó ser graciosa y dio una imagen de impropiedad y ensimismamiento, y luego se redimió parcialmente deshaciéndose en sollozos de dolor.

Sólo cuando la familia salió en fila, al final del oficio, Patty vio el variopinto grupo de desfavorecidos que ocupaban los últimos bancos, más de cien en total, en su mayoría negros o hispanos o de otras minorías étnicas, de todas las formas y tamaños, con trajes y vestidos que, saltaba a la vista, eran lo mejor que tenían, y sentados con la dignidad paciente de personas con mayor experiencia en funerales que ella. Eran los antiguos clientes pro bono de Ray, o las familias de esos clientes. En la recepción, uno por uno, se acercaron a los varios Emerson, incluida Patty, y les cogieron las manos y los miraron a los ojos y les ofrecieron un breve testimonio de lo que Ray había hecho por ellos. Las vidas que él había rescatado, las injusticias que había evitado, la bondad que había demostrado. Patty no se sintió del todo abrumada por eso (conocía de sobra el precio pagado en casa por las buenas acciones en el mundo), pero sí bastante abrumada, y no podía dejar de pensar en Walter. Ahora lamentaba amargamente lo mucho que lo había atormentado por sus cruzadas en favor de otras especies; comprendió que la había llevado a ello la envidia: envidia de sus aves por ser para él dignas de su amor más puro, y envidia del propio Walter por su capacidad para amarlas. Deseó poder acudir a él en ese momento, mientras aún vivía, y decírselo sin rodeos: te adoro por tu bondad.

Un rasgo de Walter que Patty pronto descubrió que valoraba especialmente era su indiferencia respecto al dinero. De niña, había tenido la suerte de desarrollar su propia indiferencia y luego, como les sucede a las personas afortunadas, se había visto recompensada con la posterior buena suerte de casarse con Walter, de cuya nula codicia ella había disfrutado sin pararse a pensarlo ni agradecerlo hasta que Ray murió y ella se vio arrojada de nuevo a la pesadilla de los asuntos de su familia. Los Emerson, como Walter le había dicho a Patty en muchas ocasiones, representaban una economía de la escasez. En la medida en que él lo decía metafóricamente (es decir, emocionalmente), Patty a veces veía que tenía razón, pero como ella se había criado ajena a la familia y se había excluido de la competición por los recursos entre ellos, tardó mucho tiempo en comprender hasta qué punto la riqueza siempre al alcance de la mano, y sin embargo siempre inaccesible, de los padres de Ray —la artificialidad de la escasez— se hallaba en la raíz de los conflictos de la familia. No lo entendió del todo hasta que cogió por banda a Joyce, en los días posteriores al oficio fúnebre de Ray, y le sonsacó la historia de la finca de la familia Emerson en Nueva Jersey, y se enteró del dilema en que Joyce se hallaba.

La situación era la siguiente: como cónyuge sobreviviente de Ray, Joyce era ahora propietaria de la finca rústica, que había heredado Ray tras la muerte de August, hacía seis años. Ray tenía la facultad de reírse y hacer caso omiso de las súplicas de las hermanas de Patty, Abigail y Verónica, para que «se ocupara» de la finca (es decir, la vendiera y les diera su parte del dinero), pero ahora que él ya no estaba, Joyce se veía sometida a un redoble diario de presión por parte de sus hijas menores, y Joyce no tenía el carácter adecuado para oponer resistencia a esa presión. Y sin embargo, por desgracia, seguía teniendo las mismas razones que había tenido Ray para ser incapaz de «ocuparse» de la finca, salvo por el apego sentimental de Ray a ésta. Si ponía la finca en venta, los dos hermanos de Ray tendrían un sólido derecho moral a reclamar partes importantes del valor de venta. Por otro lado, la vieja casa de piedra la ocupaba por entonces el hermano de Patty, Edgar, su mujer Galina y sus hijos, que pronto serían cuatro, y presentaba las irreversibles cicatrices de las permanentes «renovaciones» que acometía el propio Edgar, y que, dado que éste no tenía trabajo ni ahorros y sí muchas bocas que alimentar, hasta el momento no habían pasado de ciertas demoliciones aleatorias. Además, si Joyce los desahuciaba, Edgar y Galina amenazaban con trasladarse a un asentamiento israelí en Cisjordania, llevándose a los únicos nietos presentes en la vida de Joyce, y vivir de la caridad de una fundación con sede en Miami cuyo agresivo sionismo incomodaba sumamente a Joyce.

Esta había entrado voluntariamente en la pesadilla, desde luego. De joven, cuando estudiaba con ayuda de una beca, se había sentido atraída por la privilegiada condición de blanco-anglosajón-protestante de Ray, por su riqueza familiar y por su idealismo social. No tenía ni idea de dónde se metía, del precio que acabaría pagando, de las décadas de repugnante excentricidad y pueriles juegos de dinero e imperiosa descortesía de August. Ella, la judía pobre de Brooklyn, muy pronto se encontró viajando a Egipto y al Tíbet y a Machu Picchu a costa de los Emerson; cenaba con Dag Hammarskjóld y Adam Clayton Powell. Como tantas personas que entraban en política, Joyce no era una persona madura; era una persona aún menos madura que Patty. Necesitaba sentirse extraordinaria, y convertirse en una Emerson reforzó su sentimiento de que lo era, y cuando empezó a tener hijos sintió la necesidad de que también ellos fueran extraordinarios, para compensar aquello de lo que ella carecía en su esencia. De ahí su cantinela durante la infancia de Patty: no somos como las demás familias. Otras familias tienen seguros, pero papá no cree en los seguros. Los hijos de otras familias tienen pequeños empleos después del horario escolar, pero nosotros preferimos que exploréis vuestro extraordinario talento y persigáis vuestros sueños. Otras familias han de preocuparse de reservar dinero para una urgencia, pero gracias al dinero del abuelo no es nuestro caso. Otras personas han de ser realistas y desarrollar una carrera y ahorrar para el futuro, pero a vosotros, incluso con todas las donaciones a la beneficencia, os espera un buen filón de oro.

Después de transmitir estos mensajes a lo largo de los años, y permitir que deformaran la vida de sus hijos, Joyce se sentía ahora, como confesó a Patty con voz trémula, «incómoda» y «un poquitín culpable» ante las exigencias de Abigail y Verónica respecto a la liquidación de la finca. En el pasado, su culpabilidad se había manifestado subterráneamente, en transferencias de efectivo irregulares pero sustanciosas a sus hijas, y absteniéndose de emitir juicios cuando, por ejemplo, Abigail corrió al lecho de muerte de August en el hospital una noche ya tarde y le sacó un cheque de diez mil dólares en el último momento (Patty se enteró de esta treta por mediación de Galina y Edgar, que lo consideraban en extremo injusto pero, más que nada, se lamentaban, o esa impresión tuvo ella, de que la treta no se les hubiera ocurrido a ellos), pero ahora Patty gozaba de la interesante satisfacción de ver, aplicada a sus propios hijos a plena luz del día, la culpabilidad de su madre, implícita desde siempre en sus ideas políticas progresistas.

—No sé qué hicimos papá y yo —dijo—. Supongo que hicimos algo. Que tres de nuestros cuatro hijos no estén muy bien preparados para… muy bien preparados para… en fin… para mantenerse por sí solos. Supongo que… bueno, no sé. Pero si Abigail vuelve a preguntarme una vez más por la venta de la casa del abuelo… Y supongo, imagino, que en cierto modo lo merezco. Imagino que, a mi manera, soy hasta cierto punto responsable.

—Sólo tienes que plantarle cara —le aconsejó Patty—. Tienes derecho a no dejarte torturar por ella.

—Lo que no entiendo es cómo has salido tú tan distinta, tan independiente —dijo Joyce—. Desde luego no da la impresión de que tengas esa clase de problemas. Es decir, sé que tienes problemas, pero pareces… más fuerte, por alguna razón.

Sin exagerar: ése fue uno de los diez momentos más gratificantes en la vida de Patty.

—Walter supo cuidar de nosotros muy bien —replicó ella—. Un gran hombre. Eso ayuda.

—¿Y tus hijos…? ¿Son…?

—Son como Walter. Saben trabajar. Y Joey es prácticamente el chico más independiente de Norteamérica. Supongo que algo de eso lo ha heredado de mí.

—Me gustaría ver más a… Joey —dijo Joyce—. Espero que… ahora que las cosas han cambiado… ahora que hemos sido… —Dejó escapar una risa extraña, ronca y artificiosa—. Ahora que hemos sido perdonados, espero poder llegar a conocerlo un poco.

—Seguro que a él también le gustaría. Ha empezado a interesarse por su ascendencia judía.

—Bueno, no creo ser la persona más indicada para hablar de eso. Le iría mejor con… Edgar. —Y volvió a reír de una manera extrañamente artificiosa.

En realidad, Edgar no se había vuelto más judío, salvo en el más pasivo de los sentidos. A principios de los noventa había hecho lo que cualquier doctor en Lingüística habría hecho: convertirse en agente de Bolsa. Cuando dejó de estudiar las estructuras gramaticales del Asia Oriental y se dedicó al mercado de valores, en poco tiempo amasó dinero suficiente para captar y retener la atención de una bonita y joven judía rusa, Galina. En cuanto se casaron, se reafirmó el lado materialista ruso de Galina. Empujó a Edgar a ganar cada vez más dinero y gastarlo en una mansión de Short Hills, Nueva Jersey, y en abrigos de piel y joyas ostentosas y otros artículos llamativos. Durante un breve tiempo, Edgar, al frente de su propia empresa, tuvo tanto éxito que su abuelo, normalmente distante e imperioso, puso la mira en él y, en un momento de posible demencia senil precoz, poco después de la muerte de su mujer, permitió codiciosamente que Edgar le renovara la cartera de valores, y éste se desprendió de las acciones de empresas americanas consolidadas e invirtió grandes sumas en el Sudeste asiático. August revisó por última vez su testamento y fideicomiso en el punto álgido de la burbuja bursátil asiática, cuando parecía sumamente justo dejarles sus inversiones a sus hijos menores y la finca de Nueva Jersey a Ray. Pero Edgar era poco fiable en cuestión de renovaciones. Como era de esperar, la burbuja asiática reventó, August murió poco después, y los dos tíos de Patty no heredaron prácticamente nada, en tanto que la finca, debido a la construcción de nuevas carreteras y la rápida urbanización del noroeste de Nueva Jersey, duplicaba su valor. Ray sólo podía resistirse a las reclamaciones morales de sus hermanos conservando la propiedad de la finca y dejando vivir en ella a Edgar y Galina, cosa que éstos hicieron gustosamente, ya que se habían quedado en bancarrota cuando las propias inversiones de Edgar cayeron en picado. También fue entonces cuando despertó el lado judío de Galina. Se acogió a la tradición ortodoxa, abandonó los anticonceptivos y agravó la difícil situación económica de ambos teniendo un montón de hijos. Edgar no sentía más pasión por el judaísmo que cualquier otro miembro de la familia, pero era el títere de Galina, y más aún desde la bancarrota, y le siguió la corriente por no discutir. Y ay, cuánto odiaban Abigail y Verónica a Galina.

Ésa fue la situación a la que Patty se dispuso a hacer frente en nombre de su madre. Reunía unas condiciones excepcionales para hacerlo, siendo como era la única hija de Joyce dispuesta a trabajar para ganarse la vida, y eso le produjo una sensación en extremo maravillosa y grata: que Joyce era afortunada de tener una hija como ella. Patty pudo disfrutar de esta sensación durante varios días, hasta que cuajó en la toma de conciencia de que, en realidad, estaba viéndose atrapada en dañinos esquemas familiares y volviendo a competir con sus hermanos. La verdad era que ya había sentido ramalazos competitivos cuando ayudaba a cuidar de Ray, pero nadie había puesto en duda su derecho a estar con él, y tenía la conciencia tranquila en cuanto a sus propias motivaciones. Sin embargo, bastó una tarde con Abigail para desatarle otra vez plenamente la vena competitiva.

Cuando vivía con un hombre muy alto en Jersey City e intentaba parecerse menos a un ama de casa de mediana edad que se había equivocado de salida en la autopista, Patty se había comprado un par de elegantes botas de tacón, y tal vez fuera la parte menos bondadosa de ella la que eligió calzarse dichas botas cuando fue a ver a su hermana, la de menor estatura. Descollaba por encima de Abigail, descollaba como un adulto por encima de un niño, mientras iban desde el apartamento de Abigail hasta la cafetería del barrio donde ella era clienta asidua. Como para compensar su baja estatura, Abigail se alargó con su discurso inaugural —dos horas—, lo que permitió a Patty formarse una imagen bastante completa de su vida: el hombre casado, conocido ahora exclusivamente como «el Capullo», con quien ella había malgastado los mejores doce años de su etapa casadera, esperando a que los hijos del Capullo acabaran por fin el instituto para que él pudiera abandonar a su mujer, cosa que en efecto hizo, pero por otra persona más joven que Abigail; ciertos gays —de esos que desprecian a los hombres heterosexuales— a quienes ella había acudido en busca de compañía masculina más agradable; la increíblemente amplia comunidad de actores y dramaturgos y cómicos y artistas de performance con poco trabajo entre los que por lo visto ella era miembro valorado y generoso; el círculo de amistades que compraban circularmente entradas para sus mutuos espectáculos y actos de recaudación de fondos con dinero que manaba, gota a gota, de fuentes tales como el talonario de Joyce; la vida del bohemio, ni glamurosa ni destacada pero aun así admirable y esencial para el funcionamiento de Nueva York. Patty se alegró sinceramente de que Abigail hubiese encontrado su lugar en el mundo. No fue hasta que se retiraron a su apartamento a tomar un «digestivo», y Patty abordó el tema de Edgar y Galina, cuando las cosas se pusieron feas.

—¿Has estado ya en el kibbutz de Nueva Jersey? —le preguntó Abigail—. ¿Has visto su
milch cow
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