Libro de maravillas para niñas y niños (11 page)

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Authors: Nathaniel Hawthorne

Tags: #Cuento, Infantil y juvenil

—¡Confiamos en ti! —dijeron al unísono Epimeteo y Pandora.

Y en efecto confiaron en Esperanza, no sólo ellos, sino todo el mundo, por eso desde entonces sigue viva. Y a decir verdad, yo no puedo sino alegrarme (aunque sin duda fue una imprudencia incalificable de su parte) de que la traviesa Pandora espiara en la caja. No hay duda —ni por asomo— de que los Males siguen volando por el mundo y no disminuyen precisamente, sino que más bien son hoy una multitudinaria horda de rufianes con colas provistas de los aguijones más venenosos. Por mi parte, yo ya los he sentido, y preveo que a medida que envejezca los sentirá aún más. ¡Pero existe el adorable y ligero personaje de Esperanza! ¿Qué haríamos sin ella? Esperanza le infunde ánimo a la tierra, lo renueva todo, e incluso cuando el mundo nos ofrece su cara más amable y más radiante ¡Esperanza nos muestra que es sólo la sombra de una infinita dicha venidera!

EL CUARTO DE LOS

JUGUETES DE TANGLEWOOD

DESPUÉS DEL CUENTO

—Prímula —preguntó Eustace, pellizcándole la oreja—, ¿qué opinas de mi pequeña Pandora? ¿No crees que es tu vivo retrato? Claro que tú no hubieras dudado ni la mitad antes de abrir la caja.

—Entonces me habría ganado un castigo merecidamente —replicó la lista Prímula—. Porque lo primero en salir habría sido el Señor Eustace Bright, en forma de Mal.

—Primo Eustace —dijo Salvinio—, ¿dentro de la caja estaban todos los males que ahora hay en el mundo?

—Hasta el último— respondió Eustace—. Incluso esta tormenta que me chafa el plan de patinar estaba dentro de la caja.

—¿Y cómo era de grande? —preguntó Salvinio.

—Veamos, más o menos de un metro de largo —dijo Eustace—, un poco más de medio de ancho y unos setenta centímetros de alto.

—Anda, no te burles, primo Eustace —dijo el niño—. Como si no supiera que una caja así es demasiado grande para los males del mundo. En cuanto a la tormenta de nieve, no es en absoluto un Mal sino un placer. Así que no podía estar en la caja.

—¿Habéis oído al chiquillo? —chilló Prímula con aire de superioridad—. ¡No tiene idea de los males del mundo! ¡Pobrecillo! Ya aprenderá cuando vea las cosas que he visto yo.

Dicho lo cual se puso a saltar a la cuerda.

Entretanto el día se acercaba a su fin. Afuera, el paisaje tenía un aspecto ciertamente lúgubre. Unos cúmulos grises oscurecían, a lo ancho y a lo largo, el inminente crepúsculo, no se veían sendas ni en la tierra ni en el cielo, y sobre los escalones del porche un banco de nieve probaba que durante muchas horas no había entrado nadie en la casa. Tal vez si hubiera habido un niño solo en la ventana de Tanglewood, se habría puesto triste al contemplar esa perspectiva invernal. Pero media docena de niños, si bien no pueden transformar la tierra en un paraíso, sí pueden retar al viejo Invierno y sus tormentas a que les hunda el ánimo. Además, Eustace Bright se puso a inventar inmediatamente varios juegos nuevos que los hicieron reír a carcajadas hasta la hora de irse a la cama, e incluso sirvieron para otros días de tormenta.

LAS TRES
MANZANAS DE ORO

JUNTO A LA CHIMENEA

DE TANGLEWOOD

INTRODUCCIÓN A

«LAS TRES MANZANAS DE ORO»

La tormenta de nieve duró un día más, pero soy incapaz de imaginar que fue de ella después. El caso es que durante la noche escampó por completo y, a la mañana siguiente, salió un sol radiante en Berkshire e iluminó una extensión de colinas desoladas como pocas en el mundo. Los cristales estaban tan cubiertos de escarcha que el paisaje del otro lado apenas se vislumbraba. Pero, mientras esperaba el desayuno, la población menuda de Tanglewood había abierto mirillas en los cristales a fuerza de rascar y, con gran alegría, había descubierto que —salvo por una que otra franja desnuda en una ladera empinada, o el efecto de verdor en la nieve de un pinar— toda la naturaleza estaba blanca como una sabana. ¡Qué inmenso gusto! ¡Y para que todo fuera perfecto, afuera hacía un frío que rebanaba la nariz! Si uno tiene suficiente vitalidad para soportarlo, no hay nada que levante tanto el ánimo, ni nada que agite la sangre y la haga bailar con la vivacidad de un arroyo de montaña, como una buena helada brillante.

En cuanto terminó de desayunar, el grupo entero, bien abrigado con pieles y lanas, se precipitó hacia la nieve. ¡Qué día de juegos en la nieve! Cien veces se deslizaron colina abajo hasta el valle, tan lejos como podían, y, para que fuese más divertido, tan pronto como llegaban al llano a salvo, hacían volcar los trineos y rodaban cabeza abajo. Una vez Eustace Bright subió a Vinca, Salvinio y Borraja a su trineo para asegurarles un viaje tranquilo: Se deslizaba a toda velocidad, pero hete aquí que, a mitad del descenso el trineo chocó con un tocón escondido y lanzó a los cuatro pasajeros sobre un montículo. Cuando por fin se repusieron del choque… ¡no se veía a Borraja por ningún lado! Caray, ¿y que se habría hecho de la pequeña? No tuvieron tiempo de responder, pues Borraja surgió de la nieve, con la cara roja a más no poder, como una gran flor escarlata que brotara de golpe en pleno invierno. La saludó una explosión de risas.

Cuando se cansaron de deslizarse por la colina, Eustace propuso a los niños que abrieran una cueva en el montículo más grande que encontraron. Por desgracia, cuando habían terminado de cavar y se habían apretado en el agujero, ¡el techo se vino abajo y los enterró vivos a todos! de inmediato, las cabecitas asomaron entre las ruinas, y en el centro surgió la alta cabeza del estudiante, venerable y con los rizos castaños encanecidos por la nieve. Y luego, como castigo al primo Eustace por aconsejarles cavar en un montículo tan inestable, todos los niños lo atacaron en bandada y lo lapidaron con tantas bolas de nieve que a duras penas pudo enderezarse.

De modo que echó a correr, se adentró en el bosque y fue hasta el borde del Arroyo de la Sombra, donde oyó el rumor de la corriente bajo los grandes bancos colgantes de nieve y de hielo que apenas le dejaban ver la luz del día al arroyo. En todas sus pequeñas cascadas destellaban carámbanos diamantinos. Desde allí anduvo hasta la orilla del lago, donde se paró a mirar la blanca llanura intacta que se extendía ante él hasta el pie del monte Monument. Era casi la hora del crepúsculo, y Eustace pensó que nunca había contemplado una escena tan perfecta y tan inaudita. Le alegró que no estuvieran los niños, porque el bullicio y las piruetas habrían disipado ese ánimo más elevado y grave, y simplemente estaría alegre (como lo había estado todo el día), pero habría ignorado el encanto del ocaso de invierno entre las colinas.

Cuando el sol se hubo puesto casi completamente, nuestro amigo Eustace regresó a casa para cenar. Nada más terminar la cena se trasladó al estudio, me inclino a suponer que dispuesto a escribir una oda, o dos o tres sonetos, o cualquier otra forma poética para encomiar las nubes doradas que había visto en torno al sol que declinaba. Pero aún no había elaborado la primera rima cuando se abrió la puerta y aparecieron Prímula y Vinca.

—¡Largaos, niñas! Ahora no me molestéis —dijo el estudiante, mirando por encima del hombro con la pluma entre los dedos—. ¿Qué buscáis aquí? Pensaba que os habíais ido todos a la cama.

—¿Lo estás oyendo, Vinca? ¡Quiere hablar como un señor mayor! —dijo Prímula—. Y olvida que yo tengo trece años y puedo quedarme despierta hasta la hora que se me antoje. Pero bueno, primo Eustace, a ver si bajas los humos y vienes con nosotras a la sala. Los niños han dicho tantas cosas de tus cuentos que mi padre quiere oír uno para saber si nos convienen.

—Uf, Prímula —exclamó el estudiante, bastante irritado—. No creo que pueda contar uno de mis cuentos delante de un adulto. Además, tu padre es un especialista en lenguas clásicas. No es que tema mucho su erudición, porque dudo que a estas alturas no esté más oxidada que una navaja vieja. Pero seguro que discutirá los asombrosos disparates que me saco de la manga y que para los niños como vosotros son el gran encanto de mis historias. No hay hombre de cincuenta años que pueda entender mi mérito, que consiste en reinventar y perfeccionar los mitos que él leyó de joven.

—Seguro que tienes razón —dijo Prímula—, ¡pero debes venir! Mi padre no piensa abrir su libro ni mi madre levantar la tapa del piano hasta que nos hayas contado alguno de tus disparates, como muy correctamente acabas de llamarlos. De modo que sé buen chico y acompáñanos.

Cuando lo pensó un poco más, aunque fingiera otra cosa, al estudiante le alegró aprovechar la oportunidad de mostrarle al Señor Pringle cuánto talento tenía él para modernizar los mitos antiguos. Hasta los veinte años, sin duda, a un joven puede cohibirlo mostrar su poesía y su prosa, aunque muy probablemente también piense que esas mismas creaciones podrían llevarlo a la cumbre de la literatura. Así pues, sin resistirse mucho más, Eustace toleró que Vinca y Prímula lo arrastrasen hasta la sala.

Era una estancia amplia y elegante, con una ventana semicircular en un extremo, en el hueco donde había una copia en mármol del Angel con el Niño de Greenough. A un lado del hogar había varios estantes con libros de encuadernación tan sobria como elaborada. La luz blanca de los astros encendidos y el fulgor rojo de los carbones daban al ambiente un brillo jovial, y el señor Pringle, sentado frente al fuego en un ancho sillón, parecía encajar perfectamente en aquel cuadro. Era un caballero alto, apuesto y calvo, y solía vestir tan bien que hasta Eustace Bright procuraba no presentarse ante él sin arreglarse al menos el cuello de la camisa en el umbral. Aunque efectivamente aquella noche, con Prímula cogiéndole de una mano y Vinca de la otra, se vio obligado a comparecer con un aspecto un tanto desaliñado, como si hubiera pasado el día rodando por la nieve, que era exactamente lo que había estado haciendo.

El señor Pringle se volvió hacia el estudiante con considerable benevolencia, pero de un modo que le hizo sentirse despeinado y desaliñado, y tuvo la impresión de que también su mente y sus ideas estaban algo despeinados y desaliñados.

—Eustace —dijo el señor Pringle sonriendo—, me parece que estás causando sensación entre el público infantil de Tanglewood al poner en práctica tus dotes narrativas. Prímula, como la llamáis vosotros, y los demás niños han prodigado tales elogios a tus cuentos, que la señora Pringle y yo tenemos verdadera curiosidad por escuchar uno. Para mí será especialmente agradable, porque al parecer en tus cuentos intentas actualizar las fábulas de la antigüedad clásica mediante el recurso al lenguaje de la imaginación y la sensibilidad modernas. Al menos eso deduzco de los episodios que han llegado a mis oídos.

—No es usted el público que yo habría elegido, señor —observó el estudiante—, para este tipo de literatura fantástica.

—Tal vez no —repuso el señor Pringle—. Sospecho, con todo, que el crítico más útil para un autor joven es precisamente el último que él elegiría. Así que te ruego que tengas la amabilidad.

—La compasión, creo yo, debería intervenir un poquito en las valoraciones del crítico ―murmuró Eustace Bright—. En cualquier caso, señor, si usted encuentra paciencia yo encontrará historias. Pero tenga la bondad de recordar que me dirijo a la imaginación y la sensibilidad de los niños, no a las de usted.

En consecuencia, el estudiante tomó el primer tema que le vino a la mente. Se lo sugirió una lámina con manzanas que vio de reojo sobre la repisa de la chimenea.

LAS TRES

MANZANAS DE ORO

¿
HABÉIS oído hablar alguna vez de las manzanas de oro que crecían en el Jardín de las Hespérides? Ah, si hoy crecieran en los huertos manzanas como aquéllas, el precio de una arroba sería elevadísimo. Pero supongo que no existe un solo árbol en el mundo con un esqueje de ese fruto maravilloso. De las manzanas de oro ya no existe una sola semilla.

De hecho, ya en tiempos muy, muy antiguos, y hoy casi olvidados, antes de que el Jardín de las Hespérides fuera invadido por la cizaña, muchos dudaban de que realmente hubiera árboles con manzanas de oro colgando de las ramas. Todos habían oído hablar de ellas, pero nadie recordaba haber visto ninguna. De todos modos los niños solían escuchar boquiabiertos las historias sobre el manzano dorado, y se proponían descubrirlo cuando fueran mayores. Jóvenes aventureros, deseosos de superar en coraje a sus iguales, partían a buscarlo. Muchos de ellos no regresaban nunca, ninguno había vuelto jamás con las manzanas. ¡No es de extrañar que la empresa se considerase imposible! Se decía que detrás del árbol había un dragón de cien cabezas terribles, cincuenta de las cuales vigilaban mientras las otras cincuenta dormían.

En mi opinión, no merecía demasiado la pena correr tanto riesgo por una fruta de oro macizo. Si las manzanas hubieran sido dulces, frescas y jugosas, la cosa hubiera sido diferente. En ese caso, pese al dragón centicéfalo, la empresa habría tenido sentido.

Pero, como os decía, era muy habitual que jóvenes hartos de paz y descanso partieran en busca del Jardín de las Hespérides. Pero en una ocasión emprendió esta aventura un héroe que desde su venida al mundo poco había disfrutado de paz o descanso. En la época a que me refiero, vagaba por la agradable tierra de Italia con un poderoso garrote en la mano y un arco y una aljaba colgados del hombro. Iba envuelto en la piel del león más grande y feroz que jamás se haya visto, y que había matado él mismo; y aunque en general era amable, generoso y noble, su corazón albergaba mucha de la ferocidad de un león. En su andadura preguntaba siempre por el camino al Jardín famoso. Pero nadie en la región sabía nada del asunto y posiblemente muchos se habrían reído de la pregunta si el extranjero no hubiera llevado tamaño garrote.

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