Libro de maravillas para niñas y niños (12 page)

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Authors: Nathaniel Hawthorne

Tags: #Cuento, Infantil y juvenil

Así que viajó y viajó, preguntando siempre lo mismo, hasta que llegó al borde de un río donde había unas hermosas muchachas trenzando guirnaldas de flores.

—¿Podéis decirme, bellas mozas —dijo el extranjero—, si por aquí se va al Jardín de las Hespérides?

Las muchachas se lo estaban pasando muy bien juntas, haciendo guirnaldas de flores y coronándose unas a otras. Y parecía como si tuvieran en los dedos un poder mágico que volvía las flores más frescas, más húmedas, y les daba un color y un perfume más intensos que el que habían tenido en sus arbustos. Pero al oír la pregunta del extranjero dejaron caer las flores a la hierba y lo miraron asombradas.

—¡El Jardín de las Hespérides! —exclamó una—. Pensábamos que después de tantas decepciones los mortales se habían cansado de buscarlo. Y dinos, intrépido viajero, ¿qué buscas allí?

—Un rey, que es mi primo —respondió él—, me ha ordenado que le lleve tres manzanas de oro.

—La mayoría de los jóvenes que buscan el Jardín —observó otra doncella— quieren las manzanas para ellos o para regalárselas a la bella de sus amores. ¿Tanto amas a tu primo el rey?

—Quizá no —contestó el extranjero, suspirando—. Muchas veces ha sido severo y cruel conmigo. Pero obedecerlo es mi destino.

—Pero ¿sabes —preguntó la doncella que había hablado primero— que hay un dragón terrible de cien cabezas que vigila el manzano de oro?

—Lo sé muy bien —dijo el extranjero serenamente—. Pero lidiar con serpientes y dragones ha sido mi ocupación, y casi un pasatiempo, desde la cuna.

Las muchachas miraron el enorme garrote y la lanuda piel de león que llevaba, admiraron también los vigorosos brazos y el magnífico cuerpo, y susurrando se dijeron unas a otras que de un extraño como aquél cabía esperar que realizara hazañas imposibles para otros hombres. Pero estaba el dragón de cien cabezas! ¿Qué mortal podía escapar a las fauces de semejante monstruo, aunque tuviera cien vidas? Las doncellas eran tan buenas que no soportaban la idea de que aquel viajero apuesto y valiente intentara algo tan peligroso, y terminara, con toda probabilidad, convertido en alimentó de las voraces fauces del dragón.

—¡Regresa! —gritaron todas—. ¡Vuelve a tu casa! Tu madre llorará de alegría al verte sano y salvo, y ¿acaso haría algo distinto si llegases a obtener una victoria tan grande? ¡Qué importan las manzanas de oro! ¡Qué importa el rey, tu cruel primo! ¡No queremos que el dragón de las cien cabezas te coma!

Los consejos de las muchachas impacientaron al extranjero. Alzó descuidadamente el poderoso garrote y lo dejó caer sobre una roca medió enterrada que había cerca. Bajó el poder de aquel golpe indolente, la roca se hizo pedazos. Esta demostración de fortaleza gigantesca no había exigido al extranjero más esfuerzo que el que habría costado a una de las doncellas acariciar con una flor la mejilla de su hermana.

—¿No os parece —dijo él sonriendo— que un golpe como éste habría aplastado las cien cabezas del dragón?

Luego se sentó en la hierba y les contó la historia de su vida, o lo que recordaba, desde el día en que lo habían acunado por primera vez en el escudo de bronce de un guerrero. Mientras descansaba allí, dos serpientes inmensas se habían deslizado hasta él y abierto las horribles fauces dispuestas a devorarlo; pero él, un bebé de pocos meses, había agarrado una serpiente con cada mano y, cerrando los puños, las había estrangulado a la dos. Cuando todavía era un mozalbete había matado un enorme león, casi tan grande como el del amplio y lanudo pellejo que ahora llevaba sobre los hombros. Después había luchado contra un monstruo muy feo llamado la Hidra, que tenía nada menos que nueve cabezas y en todas ellas unos dientes extraordinariamente afilados.

—¡Pero del dragón de las Hespérides tiene cien cabezas! —puntualizó una de las damiselas.

—Sea como sea —replicó el extranjero—, prefiero pelear contra dos dragones así que contra una sola Hidra. Porque en cuanto yo cortaba una cabeza, en su lugar crecían otras dos, y además una de las cabezas era imposible de aniquilar y seguía lanzando mordiscos feroces mucho después de que la hubiera cortado. Por eso tuve que enterrarla bajo una piedra, donde sin duda sigue viviendo hasta hoy. Pero el cuerpo de la Hidra y las otras ocho cabezas ya no harán estragos nunca más.

Las doncellas, previendo que el relato se prolongaría un buen rato, habían empezado a preparar un plato de pan y uvas para que el forastero recobrara fuerzas en los intervalos de la narración. Las complació ofrecerle esa comida sencilla, y de vez en cuando una de ellas se llevaba una uva dulce a los labios rosados, por si a él le daba vergüenza comer solo.

El viajero pasó a explicar que había perseguido durante doce meses a una cierva muy rápida, sin detenerse nunca a tomar aliento, hasta que al fin la había atrapado por los cuernos y se la había llevado viva a casa. Y también les explicó cómo había luchado con una raza de seres muy raros, mitad caballos mitad hombres, y los había matado a todos, por sentido del deber, para que nadie tuviera que volver a ver su desagradable aspecto. Además de todo esto, se jactó mucho de haber limpiado un establo.

—¿Y esto te parece una hazaña asombrosa? —preguntó una doncella sonriendo—. ¡Eso lo hace cualquier bobo del campo!

—No lo mencionaría si hubiese sido un establo corriente —respondió el extranjero—. Pero fue una tarea tan gigantesca que me habría llevado la vida entera si, por suerte, no se me hubiera ocurrido encauzar un río a través de las puertas del establo, ¡Con eso terminé el trabajo en un santiamén!

Como sus hermosas oyentes le escuchaban con mucha atención, prosiguió relatando cómo había matado unas aves monstruosas, domado varios caballos muy salvajes y conquistado a Hipólita, la belicosa reina de las amazonas. Mencionó asimismo que le había robado a Hipólita el cinturón encantado y se lo había dado a la hija de su primo el rey.

—¿Era el cinturón de Venus —preguntó la más bonita de las doncellas— que embellece a las mujeres?

—No —respondió el extranjero—. Antes había sido el tahalí de la espada de Marte; a quien lo lleva sólo le da valentía y arrojo.

—¡Un tahalí antiguo! —exclamó la doncella ladeando la cabeza—. ¡Ya me gustaría a mí tenerlo!

—No me extraña —dijo el extranjero.

Prosiguió su maravilloso relato y les explicó a las jóvenes que una de sus aventuras más extrañas había sido la lucha contra Gerión, el hombre con seis piernas. Sin duda alguna era un ser de lo más extraño y horripilante. Cualquiera que descubriese las huellas de Gerión en la arena o la nieve suponía que por allí habían pasado tres compañeros muy bien avenidos. Y al oír sus pasos aproximarse, no era menos razonable considerar que se acercaban varias personas, ¡aunque sólo era el repique de las seis piernas de Gerión!

¡Seis piernas y un cuerpo gigantesco! ¡Sin duda debía de ser un monstruo rarísimo! ¡Y qué gasto en suelas, caray!

Cuando acabó el relato de sus peripecias, el extranjero observó las atentas caras de las doncellas.

—Tal vez hayáis oído hablar de mí —dijo humildemente—. ¡Me llamo Hércules!

—Ya lo habíamos adivinado —respondieron las jóvenes—, porque tus hazañas son famosas en todo el mundo. Ahora entendemos que vayas en busca de las manzanas de oro. ¡Venid, hermanas, coronemos al héroe con flores!

Entonces ornaron la majestuosa cabeza y los hombros poderosos con preciosas guirnaldas, de modo que la piel y de león quedó casi cubierta de rosas. Se apoderaron del tremendo garrote y lo rodearon con tantos capullos relucientes, suaves y fragantes que apenas quedó un dedo del leño a la vista: parecía un enorme ramo de flores. Finalmente, las doncellas unieron sus manos y danzaron alrededor del héroe cantando palabras cuyo tono bastaba para que se convirtieran en poesía y que al fundirse formaron un canto coral en honor al ilustre Hércules.

Y a Hércules le regocijo, como habría regocijado a cualquier héroe, saber que aquellas bellezas habían oído hablar de las valerosas proezas que tanto esfuerzo y tantos peligros le había costado llevar a cabo. Pero aun así no estaba satisfecho. Le parecía que lo que había realizado no merecía tanto honor mientras quedara alguna aventura osada o difícil que emprender.

—Queridas doncellas —dijo cuando ellas se detuvieron para recuperar el aliento—, ahora que sabéis quién soy, ¿no me diréis cómo llegar al Jardín de las Hespérides?

—Vaya, ¿ya tienes que marcharte? —exclamaron ellas—. Con todas las hazañas que has realizado, con lo que has trabajado en la vida, ¿no te alegra descansar un ratito a orillas de este río apacible?

Hércules meneó la cabeza.

—Es hora de partir —dijo.

—Entonces te daremos las mejores indicaciones que podamos —replicaron las damiselas—. Debes ir hasta la costa, encontrar al Abuelo y obligarlo a que te informe de dónde encontrar las manzanas.

—¡El Abuelo! —repitió Hércules, y el extraño nombre le dio risa—. ¿Y tendríais la amabilidad de decirme quien es?

—Hombre, el Abuelo del Mar, ¿quien si no? —respondió una de las doncellas—. Tiene cincuenta hijas, que algunos consideran muy guapas, pero a nosotras no nos parece apropiado tratar con ellas porque tienen el pelo verde como el mar y el cuerpo como la cola de los peces. Debes hablar con el Abuelo del Mar. Ha navegado mucho y lo sabe todo del Jardín de las Hespérides, porque se encuentra en una isla que el suele visitar.

Hércules preguntó entonces dónde era más probable encontrar al Abuelo. Cuando las doncellas le hubieron informado, les agradeció la gentileza —el pan y las uvas que le habían ofrecido, las flores adorables con que lo habían coronado y el canto y la danza en su honor—, agradeció sobre todo que le hubieran indicado el camino, y de inmediato emprendió viaje.

Pero aún estaba a un tiro de piedra cuando oyó que una de las muchachas lo llamaba.

—¡Cuando atrapes al Abuelo sujétalo bien fuerte! —le gritó, con una sonrisa, levantando un dedo para que la advertencia pareciera más convincente—. No te asombres por nada que pase. Tú sujétalo bien y te dirá lo que quieres saber.

Hércules volvió a dar las gracias y siguió su camino mientras las mozas retomaban la agradable labor de hacer guirnaldas de flores.

—Cuando Hércules haya matado al dragón de cien cabezas —decían—y vuelva con las tres manzanas de oro, le entregaremos nuestra mejor corona.

Entretanto Hércules seguía avanzando por colinas y valles, y atravesando bosques solitarios. A veces alzaba el garrote y de un solo golpe hacía pedazos un roble imponente. Tenía la cabeza tan llena de los engendros y gigantes contra los que se había dedicado toda la vida a luchar, que tal vez tomaba el gran árbol por un gigante o un monstruo. Y tanto ansiaba culminar su misión que casi lamentaba haberse pasado tanto tiempo con las doncellas, gastando saliva en el relato de sus aventuras. Pero con las personas destinadas a realizar grandes cosas siempre sucede lo mismo. Lo que ya han hecho les parece una fruslería, y sólo lo que se traen entre manos les parece digno de esfuerzo, de correr riesgos, de jugarse la vida misma.

Quienes por casualidad pasaban entonces por el bosque debieron de haberse asustado viendo a Hércules derribar árboles. Con un solo garrotazo el tronco se quebraba, como si lo hubiera partido un rayo, y las anchas ramas caían con un crujido estrepitoso.

Apretando el paso, sin detenerse siquiera a mirar atrás, al cabo oyó a lo lejos el rugido del mar. Al reconocer aquel sonido, se apresuró todavía más y al poco llegó a una playa donde las grandes olas se desplomaban sobre la arena dura formando una larga línea de nívea espuma. En un extremo, sin embargo, había un lugar agradable, donde verdes enredaderas trepaban por un acantilado dando a la faz de la roca una belleza plácida. El angosto espacio entre el pie del acantilado y el mar estaba cubierto de una alfombra de hierba salpicada de trébol fragante. Y ¿qué divisó Hércules allí? ¡Un anciano profundamente dormido!

Pero ¿era realmente un anciano? Efectivamente, eso se habría dicho a primera vista, pero al mirarlo mejor parecía más bien alguna especie de criatura del mar. Porque en las piernas y los brazos tenía escamas como las de los peces, las manos y los pies eran palmeados como los de un pato y su larga barba verdosa, más que barba, parecía un manojo de algas. ¿Habéis visto alguna vez cómo queda un madero tras flotar a la deriva entre las olas? Los percebes se incrustan en su corteza hasta ocultarla y, cuando al fin vara en la orilla, parece como surgido de lo más profundo. ¡Pues aquel viejo os hubiera recordado uno de esos leños! No obstante, en cuanto vio aquella extraña figura, Hércules supo que no podía ser otro que el Abuelo que debía orientarlo en su camino.

Y efectivamente, era el mismísimo Abuelo del Mar de quien le habían hablado las hospitalarias muchachas. Agradeciendo a su buena estrella el afortunado accidente de encontrarlo dormido, Hércules se acercó al viejo de puntillas y lo agarró por un brazo y una pierna.

—Dime —clamó antes de que el Abuelo se despertara del todo—, ¿dónde está el Jardín de las Hespérides?

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