Libro de maravillas para niñas y niños (15 page)

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Authors: Nathaniel Hawthorne

Tags: #Cuento, Infantil y juvenil

Pero no derrochemos estas valiosas páginas hablando más de la primavera y las flores silvestres. Hay, espero, cosas más interesantes de que hablar. Si os fijáis en nuestro grupo, veréis que acaba de congregarse alrededor de Eustace Bright, quien, sentado en un tocón, parece a punto de empezar un cuento. El hecho es que los más pequeños de la tropa han descubierto que el largo ascenso a la colina requiere demasiados pasitos de los suyos. Por lo tanto, el primo Eustace ha decidido dejar a Salvinio, Borraja, Alfalfa y Dienteleón en este punto, a mitad de la ladera, hasta que baje de la cima con el resto de la pandilla. Y como los chiquillos protestan un poco y no parece gustarles demasiado la idea de quedarse atrás, Eustace saca unas manzanas de la bolsa, se las ofrece y les propone contarles una bonita historia. Con esto los pequeños se animan y las miradas de pena se transforman en amplias sonrisas.

En cuanto al relato, yo estuve allí para oírlo, escondido detrás de unas matas, y os lo contaré en las páginas que siguen.

LA JARRA MILAGROSA

U
NA noche, hace mucho tiempo, el viejo Filemón y su anciana mujer Baucis estaban sentados a la puerta de su choza disfrutando de un atardecer espléndido y sereno. Ya habían tomado una cena frugal y ahora se disponían a disfrutar de una o dos horas tranquilas antes de acostarse. De modo que hablaban de su huerto, de la vaca, las abejas y la parra, que trepaba por el muro de la casa y cuyas uvas empezaban a ponerse de color púrpura. Pero desde la aldea vecina llegaba un brusco griterío de niños y los ladridos de los perros se fueron volviendo cada vez más estridentes, tanto que al final Baucis y Filemón ya casi no podían oírse uno a otro.

—Ay, mujer —se quejó Filemón—. Me temo que hay un pobre viajero buscando hospitalidad, ¡y en vez de darle comida y alojamiento, nuestros vecinos, para variar, le han lanzado los perros!

—¡Ah, que lástima! —respondió la anciana Baucis—. Ojalá fueran un poco más bondadosos con sus semejantes. ¡Bastaría con que se ocuparan de corregir a sus hijos con unas palmaditas en el culo cuando tiran piedras a los forasteros!

—De esos niños no saldrá nada bueno —dijo Filemón meneando la cabeza blanca—. Para serte franco, querida, no me extrañaría que a todos los de esa aldea les pase algo terrible si no cambian sus costumbres. Por nuestra parte, mientras la Providencia nos de una corteza de pan, sigamos ofreciéndole la mitad a cualquier extraño desamparado que pase por aquí y tenga hambre.

—¡Es lo justo, esposo! —dijo Baucis—. ¡Y es lo que haremos!

Debéis saber que estos ancianos eran muy pobres y tenían que hacer grandes esfuerzos para vivir. El viejo Filemón se esmeraba en el huerto, mientras Baucis se afanaba en la rueca, o hacía mantequilla y queso con la leche de la vaca, o arreglaba algo de la casa. Rara vez comían otra cosa que pan, leche y verduras, y a veces le añadían un poco de miel de la colmena o, de cuando en cuando, un racimo de las uvas que habían madurado en el muro. Pero eran los seres más bondadosos del mundo y bien se habrían alegrado de ayunar un día entero con tal de no negar una rebanada de su pan de centeno, una taza de leche fresca y una cucharada de miel al viajero fatigado que pasara frente a su puerta. Sentían que en esos huéspedes había algo sagrado y que, por lo tanto, debían tratarlos mejor y más generosamente de lo que se trataban a sí mismos.

La choza se alzaba en una loma a cierta distancia de la aldea, que estaba al fondo de un valle de un kilómetro de ancho. En épocas remotas, cuando el mundo era nuevo, probablemente aquel valle había sido el lecho de un lago: los peces se habían deslizado en sus profundidades, a lo largo de sus orillas habían crecido juncos y en su apacible espejo se habían reflejado los árboles y las colinas. Pero al retirarse las aguas los hombres habían cultivado el suelo y construido casas, y ahora el valle era un lugar fértil, sin rastro del antiguo lago salvo un arroyuelo que lo recorría serpenteando y abastecía a sus moradores. Hacía tanto tiempo que el valle era tierra seca que en aquella época ya eran varios los robles que habían brotado, alcanzado gran altura y perecido allí, y otros tantos, no menos altos y majestuosos, los que habían sucedido a los primeros. Jamás ha existido un valle más hermoso ni más fecundo. Esa abundancia hubiera debido bastar a los habitantes para ser bondadosos, amables y agradecer a la Providencia portándose bien con sus semejantes.

Sin embargo, lamentablemente, la gente de aquella aldea adorable no era digna de vivir en un lugar tan favorecido por el cielo. Aquel era un pueblo egoísta, desalmado y despiadado con los pobres y con los desamparados. Si alguien les hubiera dicho que los seres humanos tenemos una deuda de amor con nuestros semejantes, porque no existe ninguna otra forma de pagar el amor y el cuidado que todos debemos a la Providencia, se habrían echado a reír. Así que os costará creer lo que os voy a contar ahora. Aquel pueblo malvado no criaba mejor a sus hijos, de modo que cuando los veían correr detrás de algún pobre extranjero lanzándole gritos y pedradas, los alentaban aplaudiendo. Tenían perros grandes y feroces, y cada vez que un viajero se aventuraba en la calle de la aldea la desagradable jauría lo acosaba ladrando, gruñendo y mostrando los colmillos. Para el forastero era terrible, como supondréis, sobre todo si estaba enfermo o era débil, cojo o viejo. De modo que muchos (si sabían lo mal que solían portarse los aldeanos, sus perros y sus hijos) preferían dar rodeos de muchas leguas antes que volver a pasar por allí.

Para empeorar las cosas, si era posible, cuando llegaban personajes ricos en carroza o montando caballos magníficos, servidos por lacayos de librea, no había nadie más educado y obsequioso que los lugareños. Se quitaban el sombrero para hacer reverencias humildísimas. El niño que hiciera una grosería se ganaba un sopapo o un tirón de orejas, y en cuanto a los perros, si a un solo chucho se le ocurría ladrar, el amo le asestaba un bastonazo, y lo dejaba atado y sin cena. Esto habría estado bien, si no hubiera sido la prueba de que a los aldeanos les importaba mucho el dinero que el extranjero llevaba en la bolsa y nada el alma humana, que habita por igual en el mendigo y en el príncipe.

De modo que ahora entenderéis los amargos comentarios de Filemón cuando oyó risas infantiles y ladridos en la otra punta del pueblo. Un barullo confuso, que duró un buen rato, atravesó toda la extensión del valle.

—¡Nunca había oído a los perros ladrar tan fuerte! —dijo el buen anciano.

—¡Ni a los niños ser tan groseros! —respondió la buena mujer.

Estuvieron meneando la cabeza mientras el ruido se aproximaba cada vez más, hasta que, al pie de la pequeña loma donde se alzaba la choza, vieron acercarse a dos caminantes. Les seguían de cerca los feroces perros, ladrándoles a los talones. Un poco más atrás, una horda de niños corría lanzando gritos estridentes y apedreando a los viajeros con todas sus fuerzas. Una o dos veces el forastero más joven (un hombre delgado y vigoroso) se volvió a ahuyentar a los perros con la vara que llevaba en la mano. Su compañero, que era muy alto, siguió andando tranquilamente como si desdeñara prestar atención a los golfos, o a los perros, cuya conducta los niños parecían imitar.

Los dos viajeros iban vestidos muy modestamente, y todo parecía indicar que no tenían dinero para pagar una noche de alojamiento. Y me temo que ésa era la razón de que los aldeanos permitieran a niños y perros tratarlos tan groseramente.

—Ven, mujer —le dijo Filemón a Baucis—. Vamos a recibir a esta gente. Deben de estar tan desanimados que no podrán subir la colina.

—Ve a recibirlos tú —respondió Baucis—, que yo voy a ver si podemos ofrecerles algo para cenar. Un buen tazón de leche con pan hace milagros en un ánimo decaído.

Dicho esto, se apresuró a entrar en la casa. Filemón, por su parte, bajó al encuentro de los desconocidos y les tendió la mano con una actitud tan hospitalaria que habría podido no decirles lo que de todos modos les dijo en un tono completamente efusivo:

—¡Bienvenidos, forasteros! ¡Bienvenidos!

—¡Gracias! —contestó el más joven, con brío pese al cansancio y las vicisitudes—. Allá en la aldea nos han dado un recibimiento muy diferente. Decidme, ¿cómo es que vivís en tan mala compañía?

—Bueno —observó Filemón con una sonrisa serena—, espero que la Providencia me haya puesto aquí, entre otras razones, para reparar en la medida de lo posible la inhospitalidad de mis paisanos.

—¡Bien dicho, venerable señor! —rió el extranjero—. Y, la verdad sea dicha, mi compañero y yo necesitamos reponernos un poco. Las bolas de barro de esos bribones nos han salpicado, y a mí un perro me desgarró la capa, que ya estaba bastante raída. Pero yo le di tal bastonazo en el morro que incluso desde aquí lo habrá oído aullar.

A Filemón le alegró verlo de tan buen humor. De hecho, a juzgar por el aspecto y los gestos del viajero nadie habría dicho que llevaba detrás una larga jornada, que para colmo había terminado con aquel maltrato. Vestía de una forma bastante rara, tocado con una suerte de sombrero que tenía un par de alas sobre cada una de las orejas. A pesar de que era un atardecer de verano, iba envuelto en una capa ceñida al cuerpo, quizá para ocultar la ropa gastada. Filemón también advirtió que calzaba unos zapatos singulares; pero, como empezaba a oscurecer y el viejo ya no veía como antes, no pudo precisar en qué radicaba esa particularidad. Sin duda había algo muy raro: el viajero era tan fantásticamente ligero y ágil que a veces parecía que los pies le volaran, o que mantenerlos en el Suelo le costara esfuerzos.

—Yo en mi juventud era de pies ligeros —le dijo Filemón—. Pero al anochecer siempre los sentía más pesados.

—No hay como un buen bastón donde apoyarse —respondió el extraño—. Y como ves, el mío es excelente.

De hecho, Filemón no había visto en su vida un bastón más raro. Era de olivo y cerca del mango tenía algo como un par de alitas: alrededor de la vara, se entrelazaban dos serpientes labradas en la madera con tanta habilidad que a Filemón (que como ya sabéis tenía la vista débil) casi le pareció verlas retorcerse sinuosamente como si estuvieran vivas.

—¡Es verdad, qué obra más curiosa! —dijo—. ¡Un bastón con alas! A un niño le encantaría, para usarlo de caballito.

A todo esto los tres habían llegado a la puerta de la choza.

—Amigos —dijo el anciano—, sentaos a descansar en este banco. Mi buena esposa Baucis ha ido a ver qué tenemos para cenar. Somos gente humilde, pero sois bienvenidos a compartir lo que haya en la despensa.

El forastero más joven se echó despreocupadamente en el banco, y en el acto dejó caer el bastón. Y entonces ocurrió algo tan maravilloso como insignificante: el bastón pareció levantarse del suelo por sí mismo y, desplegando las alas, brincando y volando a medias, fue a apoyarse en el muro de la casa. Allí se detuvo, aunque las serpientes parecían seguir retorciéndose. Aunque yo creo que a Filemón volvía a engañarle la vista.

Sin darle tiempo a hacer preguntas, el forastero mayor desvió su atención.

—¿No hubo aquí, hace mucho tiempo —preguntó con una voz increíblemente profunda—, un lago?

—Yo no lo he visto en mi vida —respondió Filemón—, y eso que como veis ya soy anciano. Siempre ha habido campos y prados como ahora, y el murmullo del arroyo que cruza el valle. Hasta donde yo sé, ni mi padre ni mi abuelo vieron otra cosa, ¡y seguro que lo mismo ocurrirá cuando el viejo Filemón esté muerto y olvidado!

—Eso es imposible predecirlo —observó el forastero, con una marcada dureza en la voz grave y, como además meneó la cabeza, su gran mata de rizos se agitó—. ¡Ya que esos aldeanos han olvidado los afectos y la compasión, mejor sería que las olas del lago volvieran a cubrir sus casas!

Tan firme parecía el extranjero que Filemón se asustó un poco, sobre todo porque cuando aquél había fruncido el ceño de pronto el crepúsculo se hizo aún más oscuro, y cuando había meneado la cabeza, Filemón sintió en el aire un estremecimiento como el de un trueno.

Con todo, inmediatamente después el rostro se volvió tan bondadoso y dulce que el anciano olvidó el terror. Aun así tuvo la impresión de que, aunque viajara a pie y con ropas tan humildes, el forastero mayor debía de ser un personaje nada corriente. No es que Filemón sospechara que era un príncipe disfrazado o alguien por el estilo; más bien pensó que debía de ser un hombre excepcionalmente sabio que recorría el mundo, vestido pobremente, despreciando la riqueza y los bienes mundanos, siempre a la búsqueda de una pizca más de sabiduría. Esto se le antojó lo más probable porque, cuando Filemón observó el rostro del forastero, le pareció encontrar en él más sabiduría que la que él habría podido asimilar en toda una vida.

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