Read Libros de Sangre Vol. 2 Online

Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 2 (19 page)

Entonces el Rey invirtió su cuerpo, como siempre había hecho con sus enemigos muertos, y tiró a Thomas con la cabeza por delante al agujero, incrustándolo en la misma tumba en que sus antecesores trataron de enterrar para siempre al hombre-lobo.

Cuando la tormenta que se avecinaba descargó sobre Zeal, el Rey estaba a una milla del Campo de los Tres Acres, refugiándose en la cuadra de los Nicholson. En el pueblo todo el mundo se ocupaba de sus asuntos, con lluvia o sin ella. Se tomaba la ignorancia por dicha. No tenían a ninguna Casandra entre ellos y el horóscopo de la gaceta de esa semana no había intuido ni por asomo la muerte súbita de un géminis, tres leos, un sagitario y todo un pequeño sistema estelar en los próximos días.

Con el trueno vino la lluvia, que caía en frescos goterones y que pronto se convirtió en un aguacero tan feroz como el de un monzón. Sólo cuando empezaron a caer torrentes de los canalones buscó refugio la gente.

En el solar de la obra, la excavadora que había allanado el jardín trasero de Ronnie Milton yacía, ociosa, bajo la lluvia, soportando el segundo chaparrón en dos días. El conductor vio en el aguacero una señal para guarecerse en la cabaña para hablar de carreras de caballos y de mujeres.

En el portal de Correos tres aldeanos miraban cómo se atascaban las alcantarillas y se quejaban de que siempre pasara lo mismo cuando llovía, mascullando que en media hora la depresión que había al final de la calle principal estaría tan encharcada que se podría navegar por ella.

Y en esa depresión, en la sacristía de St. Peter, Declan Ewan, el sacristán, contemplaba la lluvia rodar colina abajo en grandes riachuelos que desembocaban en un pequeño mar que se estaba formando al pie de la puerta de la sacristía. Pronto sería lo bastante profundo como para ahogarse en él, pensó, y, luego, sorprendiéndose por haber pensado en ahogamientos, se apartó de la ventana y volvió a la tarea de doblar vestimentas. Hoy se sentía extrañamente excitado: y ni podía ni quería ni estaba dispuesto a calmarse. No tenía nada que ver con la tormenta, aunque le encantaran desde pequeño. No: era otra cosa lo que le excitaba, aunque no tenía la más remota idea de qué podía ser. Se volvía a sentir como un niño. Como en Navidad, como si en cualquier momento Santa Claus, el primer Señor en quien tuvo fe, fuera a presentarse ante la puerta. La sola idea le dio ganas de echarse a reír ruidosamente, pero la sacristía era un lugar demasiado grave para reírse en él y reprimió las carcajadas, dejando que la sonrisa se esbozara en su interior, como una esperanza secreta.

Mientras todo el mundo se resguardaba de la lluvia, Gwen Nicholson se estaba calando hasta los huesos. Todavía se encontraba en el patio trasero de su casa, tratando de llevar con carantoñas al pony de Amelia a la cuadra. A ese estúpido animal le daban canguelo los truenos y no parecía dispuesto a moverse. Gwen estaba empapada y furiosa.

—¿Vas a venir, pedazo de animal? —le chillaba por encima del rugido de la tormenta. La lluvia azotaba el patio y le aporreaba el cráneo. Tenía el pelo aplastado—. ¡Vamos! ¡Vamos!

El pony, terco, no se movía. Tenía los ojos como platos a causa del miedo. Cuanto más retumbaba el trueno y crepitaba por el patio menos quería moverse. Furiosa, Gwen le golpeó en las ancas, con más violencia de la necesaria. Dio dos pasos atrás en respuesta al azote, dejando caer cagajones humeantes al hacerlo, y Gwen aprovechó su ventaja. En cuanto conseguía ponerlo en movimiento le podía hacer trabajar el resto del día.

—Cálida cuadra —le prometió—; venga, te vas a mojar aquí afuera, no irás a quedarte aquí.

La puerta de la cuadra estaba ligeramente entornada. Debería ser una perspectiva alentadora, pensó, incluso para un pony con el cerebro del tamaño de un guisante. Lo arrastró hasta el lado del establo y consiguió hacerlo entrar gracias a un nuevo golpe.

Como le había prometido al maldito animal, el interior de la cuadra estaba agradablemente seco, aunque la tempestad había creado un ambiente metálico. Gwen ató al pony a la barra de su establo y le echó con brusquedad una manta sobre el brillante lomo. No lo iba a cepillar por nada del mundo, eso era cosa de Amelia. Eso era lo que había acordado con su hija cuando decidieron comprar el pony: que el almohazado y la limpieza correrían de cuenta de Amelia; para ser justos con ella, cumplió más o menos lo prometido.

El pony seguía aterrorizado. Piafaba y ponía los ojos en blanco como un mal actor trágico. Tenía motas de espuma en la boca. Gwen le palmeó el costado, ligeramente arrepentida de su brusquedad. Había perdido la calma. Por primera vez en todo el mes. Ahora lo lamentaba. Deseó que Amelia no la hubiera estado observando a través de la ventana de su cuarto.

Una bocanada de viento alcanzó la puerta de la cuadra, que se cerró con un portazo. El ruido de la lluvia cayendo sobre el patio cesó bruscamente. De repente se quedó a oscuras.

El pony dejó de piafar. Gwen dejó de acariciarle el flanco. Todo se detuvo: hasta su corazón, o eso le pareció.

Una figura, que medía casi el doble que ella, se alzó de entre las balas de paja a su espalda. Gwen no vio al gigante, pero se le revolvieron las entrañas. «Malditos períodos», pensó, dándose un masaje circular en el bajo vientre. Normalmente era tan regular como un mecanismo de relojería, pero este mes le había venido con un día de anticipación. Debía volver a casa, cambiarse y lavarse.

El hombre-lobo se quedó contemplando el cogote de Gwen Nicholson, donde un simple pellizco la mataría fácilmente. Pero no podía obligarse a tocar a esa mujer; hoy no. Tenía la regla, reconocía aquel olor fuerte y le mareaba. Esa sangre era tabú; jamás había asaltado a una mujer con ese veneno encima.

Advirtiendo la humedad que tenía entre las piernas, Gwen salió precipitadamente de la cuadra sin volver la vista atrás y atravesó el chaparrón hasta llegar a su casa, dejando al inquieto pony en la oscuridad del establo.

Rex oyó alejarse los pasos de la mujer y el portazo de la puerta principal.

Esperó hasta asegurarse de que no volvía y luego se dirigió silenciosamente hacia el animal, se agachó y lo agarró. El pony se puso a cocear y a relinchar, pero Rex había capturado en su época animales mucho más fuertes y mejor dotados que éste.

Abrió la boca. Al descubrir los dientes dejó ver sus encías, bañadas en sangre, como las uñas desenvainadas de la garra de un gato. Tenía dos hileras en cada mandíbula, dos docenas de montículos tan afilados como agujas. Resplandecieron al cerrarse sobre el cuello del pony. Por la garganta de Rex bajó sangre roja y espesa; la engullía con avidez. El cálido sabor del mundo. Le hacía sentirse fuerte y sabio. Ésta no era más que la primera de muchas comidas que iba a degustar, se tragaría todo lo que se le antojara y nadie podría detenerlo, esta vez sí que no. Y cuando estuviera preparado echaría a los usurpadores de su trono, los incineraría en sus casas, asesinaría a sus hijos y se pondría sus intestinos de collar.
Aquel lugar era suyo.
El que hubieran aplacado momentáneamente a las fuerzas salvajes no significaba que fueran amos del mundo. Era suyo, y nadie se lo iba a arrebatar, ni siquiera las fuerzas de la santidad. También las tendría en cuenta. Jamás lo volverían a doblegar.

Se sentó con las piernas cruzadas en el suelo de la cuadra, enrollado en los intestinos grises y rosados del pony, preparando su estrategia lo mejor que pudo. Nunca había sido un gran pensador. Tenía demasiado apetito: le nublaba la razón. Vivía en el sempiterno presente de su hambre y de su fuerza, no sentía más que un descarnado instinto territorial que tarde o temprano degeneraría en matanza.

La lluvia no cejó durante más de una hora.

Ron Milton se estaba impacientando: era un defecto de su carácter, que ya le había procurado una úlcera y un trabajo de primera categoría como asesor de diseño. Nadie podía hacer más rápidamente lo mismo que Milton. Era el mejor, y odiaba la indolencia ajena tanto como la suya. Aquella maldita casa, por ejemplo. Le prometieron que estaría acabada hacia mediados de julio, con el jardín en condiciones, el camino de entrada listo, todo, y ahí estaba, dos meses después de esa fecha, contemplando una casa que distaba mucho de ser habitable. La mitad de las ventanas sin cristales, sin puerta principal, el jardín hecho una pista de pruebas y el camino de entrada un lodazal.

Ése debía ser su castillo: su refugio de un mundo que lo había hecho dispéptico y rico. Un abrigo alejado de los ajetreos de la ciudad, donde Maggie podría plantar rosas y los chicos respirar aire puro. Pero no estaba listo. Maldita sea; a ese paso no podría vivir en ella hasta la próxima primavera. Otro invierno en Londres: la idea le hizo desfallecer.

Maggie se unió a él, cubriéndolo con su paraguas rojo.

—¿Dónde están los niños? —preguntó él.

Ella hizo una mueca.

—En el hotel, volviendo loca a la señora Blatter.

Enid Blatter había soportado sus travesuras media docena de fines de semana aquel verano. Había tenido hijos propios y manejaba a Debbie y a Ian con aplomo. Pero todo, hasta su capacidad de alegría y diversión, tenía un límite.

—Haríamos mejor en volver a la ciudad.

—No. Quedémonos un día o dos más, por favor, Podemos volver el domingo por la tarde. Quiero que vayamos el domingo al oficio y al festival por la cosecha.

Ahora fue Ron quien hizo una mueca.

—Maldita sea.

—Todo forma parte de la vida del pueblo, Ronnie. Si queremos vivir aquí, tenemos que participar en la vida de comunidad.

Gemía como un niño pequeño cuando estaba de ese humor tan peculiar. Ella lo conocía tan bien que oyó sus próximas palabras antes de que las pronunciara.

—No quiero.

—No tenemos más alternativa.

—Podemos volver mañana por la noche.

—Ronnie…

—No tenemos nada que hacer aquí. Los niños se aburren, tú estás triste…

Maggie endureció el rostro; no estaba dispuesta a ceder ni un ápice. Él conocía aquella expresión tan bien como ella reconocía su gemido.

Escrutó los charcos que se formaban en lo que algún día quizá fuera su jardín delantero, incapaz de imaginar que ahí pudiera haber césped o rosales. De repente todo le parecía imposible.

—Tú vuélvete a la ciudad si quieres, Ronnie. Llévate a los niños. Yo me quedo. Volveré en tren el domingo por la noche.

Muy astuta, pensó, al darle una posibilidad de irse menos atractiva que la de quedarse. ¿Dos días solo en Londres cuidando a los niños? No, gracias.

—De acuerdo. Tú ganas. Iremos al maldito festival de la cosecha.

—Mártir.

—Espero que por lo menos no tenga que rezar.

Amelia Nicholson entró corriendo en la cocina con su cara redonda pálida y se desplomó delante de su madre. Tenía el impermeable de plástico verde salpicado de vómito grasiento y las botas de agua verdes manchadas de sangre.

Gwen llamó a gritos a Denny. Su hija pequeña estaba temblando, desmayada, tratando sin éxito de mascullar alguna palabra.

—¿Qué pasa?

Denny bajaba por la escalera hecho un basilisco.

—Por el amor de Dios…

Amelia estaba vomitando de nuevo. Tenía la cara prácticamente azul.

—¿Qué le pasa?

—Acaba de entrar. Deberías llamar a una ambulancia.

Denny le puso las manos sobre las mejillas.

—Ha sufrido una conmoción.

—Una ambulancia, Denny… —Gwen le estaba quitando el impermeable verde y aflojándole la blusa.

Denny se levantó lentamente. Miró el patio entre los rizos que dejaba la lluvia sobre el cristal: la puerta de la cuadra batía con el viento. Había alguien dentro; entrevió algo que se movía.

—¡Por el amor de Dios! ¡Una ambulancia! —repitió Gwen.

Denny no la escuchaba. Había alguien en su cuadra, en su finca, y siempre observaba el mismo ritual estricto con los intrusos.

La puerta de la cuadra se volvió a abrir, incitándole. ¡Sí! Se amparaba en las sombras. Entrometido.

Descolgó el rifle, que estaba junto a la puerta, manteniendo los ojos fijos en el patio tanto como pudo. Detrás de él, Gwen había dejado a Amelia en el suelo de la cocina y pedía auxilio por teléfono. La chica empezó a gemir: se le pasaría. Algún asqueroso intruso la habría asustado, nada más que eso. En su propio territorio.

Denny abrió la puerta y salió al patio. Iba en mangas de camisa y hacía un viento glacial, pero había dejado de llover. A sus pies relucía el suelo, de cada pórtico y canalón caían gotas de agua con un ritmo nervioso que le acompañó mientras cruzaba el patio.

La puerta de la cuadra se volvió a abrir levemente con suavidad, pero esta vez no se volvió a cerrar. No vio nada en el interior. Supuso que se trataría de una jugarreta de la luz que…

Pero no. Había visto a alguien moverse allá dentro. La cuadra no estaba vacía. Algo (y no era el pony) lo estaba observando en ese preciso instante. Verían que llevaba encima un rifle y se pondrían a sudar. Ojalá. Entrar en sus propiedades de esa manera. Que creyeran que les iba a volar las pelotas.

Recorrió la distancia que le separaba de la cuadra con seis pasos confiados y entró en ella.

Tenía el estómago del pony debajo del pie, una de sus patas a la derecha de donde se encontraba y la capa superior roída hasta el hueso. Charcos de sangre espesa reflejaban los agujeros del tejado. Aquella mutilación le dio náuseas.

—De acuerdo —desafió a las tinieblas—. Sal. —Esgrimió el rifle—. ¿Me oyes, bastardo? Fuera, te he dicho, o te dejo listo para el Día del Juicio.

Estaba dispuesto a hacerlo.

En el extremo opuesto de la cuadra algo se agitó entre las balas de paja. «Ya tengo a ese hijo de puta», pensó Denny. El intruso irguió sus dos metros setenta de altura y lo contempló.

—Di-os mí-o.

Y se le vino encima sin previo aviso, se le vino encima como una locomotora, tranquilo y eficiente. Le disparó y la bala le alcanzó en la parte superior del pecho, pero la herida no lo detuvo.

Nicholson se dio la vuelta y echó a correr. Los adoquines del patio estaban resbaladizos y no tenía ninguna posibilidad de ganar la carrera. Lo tuvo a su espalda en dos zancadas y en una más ya lo tenía encima.

Gwen soltó el teléfono al oír el disparo. Llegó corriendo a la ventana a tiempo para ver cómo una figura descomunal eclipsaba a su querido Denny. Aulló al apoderarse de él y lo lanzó al aire como si fuera un saco de plumas. Impotente, observó cómo su cuerpo alcanzaba la cúspide de su trayectoria antes de caer en picado hasta el suelo, con un golpe sordo que Gwen apreció en cada uno de sus huesos. El gigante se abalanzó sobre el cuerpo instantáneamente, aplastándole la adorable cabeza contra el estiércol.

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