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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 2 (15 page)

Dejando a Ricky donde estaba, volvió por el lateral hasta el
foyer.

O Lindi Lee había abandonado a su novio o había encontrado a alguien en la calle que la acompañara a casa. Fuera como fuese, cerró la puerta exterior al salir, dejando tan sólo tras ella un aroma a polvos de talco infantiles Johnson. Perfecto, eso simplificaba mucho las cosas, pensó Birdy al entrar en la taquilla para llamar a la policía. Le hizo ilusión pensar que la chica había tenido el sentido común de dejar plantado a su asqueroso ligue.

Levantó el auricular y alguien se puso a hablar inmediatamente.

—Hola, tú —dijo una voz nasal y zalamera—, es un poco tarde para llamar por teléfono, ¿no es cierto?

No era la operadora, de eso estaba segura. No había marcado un solo número.

Además, sonaba igual que Peter Lorre.

—¿Quién es?

—¿No me reconoce?

—Quiero hablar con la policía.

—Me encantaría complacerla, de veras.

—Cuelgue el teléfono, ¿quiere? ¡Esto es una emergencia! Tengo que hablar con la policía.

—Le oí a la primera —prosiguió la voz gimoteante.

—¿Quién es usted?

—No se repita.

—Hay un herido ¡Por favor!.

—Pobre Ricky.

Conocía su nombre. Había dicho «pobre Ricky» como si fuera un buen amigo.

Notó que empezaba a sudarle la frente: sintió que le rezumaba el sudor por los poros. Sabía el nombre de Ricky.

—Pobre, pobre Ricky —repitió la voz—. Aunque estoy seguro de que todo acabará bien. ¿Y usted?

—Es una cuestión de vida o muerte —insistió Birdy, impresionada por la calma que, estaba segura, se desprendía de su tono de voz.

—Ya lo sé —dijo Lorre—. ¿No es excitante?

—¡Váyase a la mierda! ¡Cuelgue el teléfono! O, si no, ayúdeme…

—¿Ayudarla a qué? ¿Qué se puede esperar que haga una chica tan gorda como tú en una situación parecida sino lloriquear?

—Maldito hijo de puta.

—Mucho gusto.

—¿Te conozco?

—Sí y no —la voz tembló.

—Eres un amigo de Ricky, ¿no es eso? —Uno de los toxicómanos con los que solía salir. Había que ver qué jueguecitos más estúpidos se les ocurrían—. Vale, ya me has gastado tu bromita idiota —dijo—, ahora cuelga el teléfono antes de meterte en un lío.

—Estás atormentada —dijo la voz suavizándose—. Lo comprendo… —Estaba cambiando como por arte de magia, subiendo una octava—, estás intentando ayudar al hombre que amas… —El tono era ahora femenino, el timbre pasaba del tono pastoso a un ronroneo.

Y de repente era Garbo.

—Pobre Richard —le dijo a Birdy—. Se ha esforzado tanto, ¿verdad? —Era tan mansa como un cordero.

Birdy se quedó sin habla: la imitación era tan intachable como la de Lorre, sonaba tan femenina como masculino el primer personaje.

—De acuerdo, me has impresionado —dijo Birdy—, ahora déjame hablar con la policía.

—¿No es ésta una maravillosa noche para salir a pasear, Birdy? Las dos juntas.

—Sabes cómo me llamo…

—Claro que sé cómo te llamas. Estoy muy cerca de ti.

—¿Qué significa «cerca de mí»?

La réplica fue una risa gutural, la encantadora risa de Garbo. Birdy no pudo soportarlo más. El truco era demasiado bueno; notaba que estaba sucumbiendo ante aquella representación, se sentía como si estuviera hablando a la estrella en persona.

—No —le dijo al teléfono—, no me convence, ¿me oyes?

Pero le traicionaron los nervios. Chilló: «¡Eres un impostor», al receptor del teléfono, tan fuerte que noto cómo vibraba, y luego colgó con un golpetazo. Abrió la taquilla y se dirigió a la puerta de la calle. Lindi Lee no se había limitado a cerrarla de un portazo. Estaba cerrada con llave y tenía el cerrojo corrido por dentro.

—Mierda —dijo en voz baja.

De repente el
foyer
parecía más pequeño que en sus recuerdos, igual que su reserva de serenidad. Se cruzó mentalmente la cara de una bofetada, la tópica reacción de una heroína a punto de ponerse histérica. «Piensa en este asunto detenidamente», se aconsejó. Uno: la puerta estaba cerrada. Lindi Lee no la había cerrado, Ricky no pudo, ella seguro que no lo había hecho. Lo que implicaba…

Dos: había un bicho raro ahí dentro. A lo mejor el mismo «él, ella o ello» que habló por teléfono. Lo que implicaba…

Tres: él, ella o ello tenía que tener acceso a otra línea en alguna parte del edificio. La única que conocía estaba en la despensa, en el piso de arriba. Pero no subiría allí por nada del mundo. ¿Sus motivos? Véase
Heroína en peligro.
Lo que implicaba…

Cuatro: tenía que abrir esa puerta con las llaves de Ricky.

Bien, eso era algo concreto: encontrar las llaves de Ricky.

Volvió a entrar en el cine. Por una razón desconocida las luces temblaban. ¿O era efecto del pánico sobre su nervio óptico? No, parpadeaban ligeramente; todo el interior parecía fluctuar, como si estuviera respirando.

Ignóralo: busca las llaves.

Corrió por el pasillo, consciente, como siempre que corría, de que sus pechos y sus nalgas estaban bailando una jiga. Todo un espectáculo, pensó, para quien pudiera verla.

Ricky gemía, desmayado. Birdy buscó las llaves, pero su cinturón había desaparecido.

—Ricky… —le dijo junto al rostro. Los gemidos se multiplicaron.

—Ricky, ¿puedes oírme? Soy Birdy, Ricky, ¡Birdy!

—¿Birdy?

—Estamos encerrados, Ricky. ¿Dónde están las llaves?

—… ¿llaves?

—No llevas el cinturón, Ricky —le dijo despacio, como si hablara a un idiota—, ¿dónde-tienes-las-llaves?

Ricky logró resolver de repente el rompecabezas que tenía en su dolorida cabeza y se incorporó.

—¡E1 chico! —dijo.

—¿Qué chico?

—En el retrete. Muerto en el retrete,

—¿Muerto? ¡Dios mío! ¿Muerto? ¿Estás seguro?

Ricky estaba en una especie de trance. No la miraba a ella, sino a un punto desconocido a mitad de camino, viendo algo que ella no podía ver.

—¿Dónde están las llaves? —volvió a preguntar—. ¡Ricky! Es importante. Concéntrate.

—¿Llaves?

Estuvo a punto de darle una bofetada, pero tenía la cara ensangrentada y le pareció sádico.

—En el suelo —dijo al cabo de un rato.

—¿Del retrete? ¿En el suelo del retrete?

Ricky asintió. Al mover la cabeza pareció conjurar unos pensamientos terribles: súbitamente adquirió el aspecto de estar a punto de echarse a llorar.

—Todo irá bien —dijo Birdy.

Las manos de Ricky se habían encontrado con su cara, y se palpó los rasgos para tranquilizarse.

—¿Estoy aquí? —se preguntó en voz baja. Birdy no le oyó; se estaba preparando mentalmente para entrar en el retrete. Tenía que hacerlo, no le quedaba más remedio, hubiera cuerpo o no lo hubiera. Entrar, coger las llaves y salir. ¡Ahora!

Abrió la puerta y entró. Mientras lo hacía se le ocurrió que antes jamás había estado en un servicio de hombres y deseó con toda su alma que aquélla fuera la primera vez y la última.

El servicio estaba casi a oscuras. La luz parpadeaba tan espasmódicamente como las del cine, pero estaba más baja. Se quedó junto a la puerta, dejando que sus ojos se hicieran a la penumbra, e investigó el lugar.

El lavabo estaba vacío. No había ningún chico en el suelo, ni vivo ni muerto.

Sin embargo, las llaves sí estaban allí. El cinturón de Ricky se había caído al canalón del urinario. Al pescarlo el olor asfixiante del desinfectante le irritó las fosas nasales. Sacó las llaves del aro y salió al cine, comparativamente fresco. Lo había conseguido, así de sencillo.

Ricky se había levantado a duras penas y estaba desplomado en una butaca, con cara de estar más enfermo y sentir más lástima por sí mismo que nunca. Levantó la vista al oír aparecer a Birdy.

—Tengo las llaves —dijo.

Él gruñó: parecía enfermo, pensó ella. Pero ya no le daba tanta pena. Era obvio que había tenido alucinaciones, probablemente de origen químico. Era culpa suya.

—No hay ningún chico ahí dentro, Ricky.

—¿Qué?

—No hay ningún cuerpo en el retrete; absolutamente nadie. De todas formas, ¿qué has tomado?

Ricky bajó la vista y se miró las manos, que le temblaban.

—No he tomado nada. De verdad.

—Maldito estúpido —replicó ella. Sospechaba a medias que todo lo que ocurría era un montaje preparado por Ricky, pero las bromas pesadas no eran su estilo. Era bastante puritano a su manera: ése había sido uno de sus atractivos.

—¿Necesitas un doctor?

Negó con la cabeza, de mal humor.

—¿Estás seguro?

—He dicho que no —le espetó.

—De acuerdo. Era una simple sugerencia. —Empezó a alejarse por el ala inclinada, murmurando algo para su coleto. En la puerta del
foyer
se detuvo y le gritó.

—Creo que hay un intruso. Alguien estaba hablando por la otra línea. ¿Quieres quedarte a vigilar la puerta de fuera mientras voy a buscar a un policía?

—En seguida.

Ricky permaneció sentado bajo la luz parpadeante y pensó en su cordura. Si Birdy decía que el chico no estaba, probablemente dijera la verdad. La mejor manera de comprobarlo era ir a verlo personalmente. Así estaría seguro de que había sufrido una ligera paranoia debida a una mala dosis y se iría a casa, reclinaría la cabeza y se levantaría al día siguiente por la tarde curado por el sueño. Sólo que no quería meter las narices en aquel fétido cuarto. ¿Y suponiendo que estuviera equivocada, que fuera
ella
quien había sufrido una recaída? ¿No había alucinaciones en que todo parecía normal?

Se levantó temblando, cruzó el pasillo y abrió la puerta. El cuarto estaba lóbrego, pero podía ver lo suficiente para comprender que no había tormentas de polvo, chicos muertos, vaqueros jugueteando con pistolas, ni un solo rastrojo. «Vaya cabeza tengo», pensó. Crear un mundo alternativo tan real y al mismo tiempo tan horripilante. Fue un truco genial. Lástima que no pudiera utilizarse para nada mejor que para darle un susto de muerte, pero no hay mal que por bien no venga.

Y entonces vio la sangre. Sobre las baldosas. Una mancha de sangre demasiado grande para que le hubiera manado del tajo de la oreja. ¡Ja! No se lo esperaba. Había sangre, marcas de pasos, todos los indicios de que vio realmente lo que había creído ver. Pero, por el Dios que está en los cielos, ¿qué era peor? ¿Ver o no ver? ¿No habría sido mejor equivocarse, estar un poco colocado esa noche en lugar de estar en lo cierto y en manos de una fuerza que podía alterar la realidad en el sentido literal de la palabra?

Ricky contempló el reguero de sangre, y lo siguió por el suelo del lavabo hasta el water que tenía a la izquierda. La puerta estaba cerrada: antes estaba abierta. El asesino, fuera quien fuese, había metido al chico ahí adentro, lo comprendió sin necesidad de mirar.

—Vale —dijo—, ya te tengo.

Empujó la puerta. Se abrió de par en par y apareció el chico, tirado sobre la taza con las piernas abiertas y los brazos colgando.

Le habían arrancado los ojos de la cara. No de una manera limpia: no fue obra de un cirujano. Se los habían arrancado de cuajo, dejándole un reguero de venas en la mejilla.

Ricky se puso la mano en la boca y decidió no vomitar. El estómago se le revolvió, pero acabó por obedecerle, y echó a correr hacia la puerta del servicio como si el cuerpo fuera a levantarse en el momento menos pensado para exigirle la devolución del importe del billete.

—Birdy… Birdy…

Esa puta gorda se había equivocado del todo. Ahí dentro rondaba la muerte, y algo peor.

Ricky salió disparado del retrete hacia el patio de butacas.

Los plafones oscilaban detrás de sus pantallas de artdéco, derritiéndose como velas a punto de apagarse. No podría soportar quedarse a oscuras: se volvería loco.

Se le ocurrió que había algo familiar en el parpadeo de las luces, aunque no lograba recordar qué. Se quedó un momento en el pasillo, perdido sin remisión.

Y entonces oyó una voz; y aunque imaginó que esta vez era la muerte, levantó los ojos.

—Hola, Ricky —decía ella mientras bajaba por la fila E hacia él. No era Birdy, no. Birdy nunca se había puesto un vestido blanco de gasa, ni había tenido los labios llenos de magulladuras, o el pelo tan hermoso, o los ojos tan dulces e incitantes. Era Monroe, la rosa condenada de Norteamérica, quien se dirigía hacia él.

—¿No me vas a saludar? —le reprendió amablemente.

—… er…

—Ricky. Ricky. Ricky. Después de tanto tiempo.

¿Tanto tiempo? ¿Qué quería decir con eso de «tanto tiempo»?

—¿Quién eres?

Le sonrió, radiante.

—Como si no lo supieras.

—No eres Marilyn. Marilyn está muerta.

—Nadie muere en las películas, Ricky. Lo sabes tan bien como yo. Siempre se puede volver a rebobinar el celuloide…

… eso era lo que le recordaba el parpadeo; era el parpadeo del celuloide a través de la puerta de un proyector, una cálida imagen detrás de otra, la creación de la ilusión de vida gracias a una secuencia perfecta de pequeñas muertes.

—… y volvemos a surgir, hablando y cantando. —Se rió con una risa cristalina—. Nunca metemos una morcilla, nunca envejecemos, nos coordinamos perfectamente…

—No eres real —dijo Ricky.

Esa observación pareció molestarle un poco, como si se hubiera hecho el pedante.

Para entonces ya había llegado al final de la fila y estaba a menos de tres pies de él. A esa distancia la ilusión era tan encantadora y tan íntegra como siempre. De repente quiso tomarla ahí mismo, en el ala. Qué más daba que sólo fuera una ficción: se puede hacer el amor con ellas si no quieres casarte.

—Te quiero —dijo, sorprendido por su propia brusquedad.


Te
quiero —replicó ella, lo que le sorprendió aún más—. En realidad te necesito. Soy muy débil.

—¿Débil?

—No resulta fácil ser el centro de atracción, ¿sabes? Lo acabas necesitando cada día más. Necesitas que la gente te mire. De noche y de día.

—Te estoy mirando.

—¿Soy hermosa?

—Eres una diosa, seas quien seas.

—Soy tuya: ésa soy yo.

Una respuesta perfecta. Se definía a sí misma mediante él. Soy una función tuya; hecha de ti para ti. La fantasía ideal.

—No dejes de mirarme; de mirarme
siempre,
Ricky. Necesito tus miradas de adoración. No puedo vivir sin ellas.

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