Lo es (48 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Alberta retira el limón y mamá dice que le gustaría tomar leche y azúcar, si no nos importa. Pide una cerilla para su cigarrillo y fuma mientras se bebe sólo la mitad del té para demostrar que no le gusta.

Alberta pregunta si a Alphie y a ella les gustaría ver una película en el barrio, pero mamá dice que no, que tienen que ir volviéndose a Manhattan y que es demasiado tarde.

Alberta dice que no es tan tarde, y mamá dice que es bastante tarde.

Voy andando con mi madre y con Alphie subiendo por la calle Henry y hasta el metro de Borough Hall. Es una noche luminosa de enero y a lo largo de la calle hay todavía luces de Navidad que brillan y parpadean en las ventanas. Alphie habla de lo elegantes que son las casas y me da las gracias por la cena. Mamá dice que no sabe por qué la gente no es capaz de servir la cena en un cuenco y de dártela sin poner otro plato debajo. Opina que cosas así son darse humos.

Cuando llega el tren doy la mano a Alphie. Me inclino para besar a mi madre y darle un billete de veinte dólares, pero ella retira la cara y se sienta en el tren dándome la espalda y yo me marcho con el dinero guardado otra vez en el bolsillo.

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Pasé ocho años viajando en el transbordador de la isla de Staten. Tomaba el tren RR de Brooklyn a la calle Whitehall de Manhattan, iba andando a la terminal, metía una moneda de cinco centavos en la ranura del torniquete, me compraba un café solo sin azúcar y una rosquilla, y esperaba en un banco con un periódico lleno de los desastres del día anterior.

El señor Jones enseñaba música en el Instituto McKee, aunque al verlo en el transbordador podrías haberlo tomado por un catedrático de universidad o por el director de un bufete de abogados. Podrías haberlo tomado por eso a pesar de que era de color, que después sería negro y, en años posteriores, afroamericano. Se ponía cada día un traje diferente con chaleco y un sombrero a juego. Llevaba camisas con cuello fijo o con cuello postizo sujeto con alfileres de oro. Su reloj y sus anillos también eran de oro, y delicados. Los viejos limpiabotas italianos lo adoraban porque era cliente diario y daba propinas generosas, y le dejaban los zapatos deslumbrantes. Leía todas las mañanas el
Times
y lo sujetaba con unos dedos que le salían de unos guantecillos de piel que le cubrían desde más abajo de la muñeca hasta más arriba de los nudillos. Sonreía cuando me hablaba de los conciertos y de las óperas a las que había asistido la noche anterior o de los viajes que hacía en verano a Europa, sobre todo a Milán y a Salzburgo. Me ponía la mano en el brazo y me decía que no debía morirme sin haberme sentado en la Scala. Otro profesor le dijo en broma una mañana que los chicos del McKee debían de estar impresionados con su ropa, con toda esa elegancia, ya me entiende, y el señor Jones dijo:

—Visto como lo que soy.

El profesor sacudió la cabeza y el señor Jones volvió a su
Times
. En el transbordador de vuelta aquel mismo día, el otro profesor me dijo que el señor Jones no se veía a sí mismo en absoluto como un hombre de color, que decía en voz alta a los chicos negros que dejaran de andar bailando por el pasillo. Los chicos negros no sabían qué pensar del señor Jones con toda su elegancia. Sabían que, con independencia de la música que les gustase a ellos, el señor Jones estaría ahí arriba hablándoles de Mozart, pondría su música en el tocadiscos o ilustraría pasajes al piano, y cuando llegaba la asamblea de Navidad haría cantar villancicos a sus muchachos y a sus muchachas como ángeles en el escenario.

Yo pasaba todas las mañanas en el transbordador por delante de la estatua de la Libertad y de la isla de Ellis, y pensaba en cuando mi madre y mi padre habían venido a este país. ¿Estarían tan emocionados cuando llegó su barco como lo estaba yo aquella primera mañana soleada de octubre? Había profesores que iban a McKee y a otras escuelas de la isla de Staten sentados en el transbordador y miraban la estatua y la isla. Debían de pensar en cuando sus padres y sus abuelos llegaron a este lugar, y quizás pensaron en los centenares que fueron devueltos. Debía de entristecerlos como me entristecía a mí ver la isla de Ellis abandonada y en ruinas, y ese transbordador atracado a su lado hundido en el agua, el transbordador que llevaba a los inmigrantes desde la isla de Ellis hasta la isla de Manhattan, y si miraban con atención suficiente veían los fantasmas con ansia de desembarcar.

Mamá se había mudado con Alphie a un apartamento del West Side. Después Alphie la dejó para ser independiente en el Bronx, y mamá se mudó a la avenida Flatbush, cerca de la plaza Grand Army, en Brooklyn. Su edificio era modesto, pero ella se sentía a gusto al disponer de un sitio propio donde no tendría ninguna obligación con nadie. Podía ir andando a todos los bingos que quisiera y estaba satisfecha, muchas gracias.

Durante mis primeros años en el Instituto McKee me matriculé en el Colegio Universitario de Brooklyn para asistir a clases con el fin de obtener un master en Lengua Inglesa. Empecé asistiendo a clases de verano y seguí con clases de tarde y de noche al empezar el curso académico. Cogía el transbordador de la isla de Staten a Manhattan e iba andando a coger en Bowling Green el metro que me llevaba hasta el final de la línea Flatbush, cerca del Colegio Universitario de Brooklyn. En el transbordador y en el tren podía leer para mis clases o corregir los ejercicios de mis alumnos del McKee.

Yo decía a mis alumnos que quería trabajos ordenados, limpios y legibles, pero ellos me daban cualquier cosa que habían garabateado rápidamente en los autobuses y en los trenes, en las clases de taller cuando el profesor no miraba, o en la cafetería. Los ejercicios estaban salpicados de manchas de café, Coca Cola, helado, catsup, estornudos, y una voluptuosidad allí donde las muchachas se habían secado los labios pintados. Un conjunto de ejercicios en esas condiciones me irritaba tanto que los tiraba por la borda del transbordador y contemplaba con satisfacción cómo se hundían para formar un mar de los Sargazos de analfabetismo.

Cuando me pedían sus ejercicios yo les decía que eran tan malos, que si se los hubiera devuelto, cada ejercicio habría recibido un cero, y ¿acaso preferían eso a nada en absoluto?

No estaban seguros, y cuando reflexioné sobre ello yo tampoco estuve seguro. ¿Cero, o nada en absoluto? Nos pasamos toda una clase discutiéndolo y llegamos a la conclusión de que era mejor no tener nada en absoluto que tener un cero en el boletín de notas, porque nada en absoluto no se puede dividir por nada, y el cero se puede dividir si aplicas el álgebra o algo así, porque un cero es algo y nada en absoluto es nada en absoluto, y eso no lo podía discutir nadie. Además, si tus padres ven un cero en tu boletín de notas se enfadan, si son de los que les importa, pero si no ven nada no saben qué pensar, y es mejor que tu padre y tu madre no sepan qué pensar que tu padre y tu madre vean un cero y te den un puñetazo en la cabeza.

Después de mis clases en el Colegio Universitario de Brooklyn me bajaba a veces del metro en la calle Bergen para visitar a mi madre. Si me esperaba, hacía un pan tan caliente y tan delicioso que se fundía en la boca tan deprisa como la mantequilla con que lo untaba. Hacía el té en una tetera y no podía evitar una expresión de desprecio al pensar en las bolsitas de té. Yo le decía que las bolsitas de té no eran más que un recurso cómodo para la gente que tenía la vida atareada, y ella decía que nadie está tan atareado que no pueda dedicar el tiempo necesario a preparar una taza de té como es debido, y que si estás tan atareado no te mereces una taza de té como es debido, porque, al fin y al cabo, ¿de qué se trata? ¿Hemos venido al mundo para estar atareados o para charlar tomándonos una buena taza de té?

Mi hermano Michael se casó con Donna de California en el apartamento de Malachy, en la calle Noventa y Tres Oeste. Mamá se compró un vestido nuevo para la ocasión, pero se veía que no aprobaba el acto. Se casaba su hijo encantador Michael, y no se veía rastro de ningún cura, sólo había en la sala de estar un ministro protestante que podía pasar por un tendero o por un policía libre de servicio con su cuello y su corbata. Malachy había alquilado dos docenas de sillas plegables, y cuando ocupamos nuestros sitios advertí la ausencia de mamá. Estaba en la cocina fumándose un cigarrillo. Le dije que la boda estaba a punto de empezar, y ella me dijo que tenía que terminarse el cigarrillo.

—Mamá, por Dios, tu hijo se va a casar.

Ella me dijo que ése era su problema, que ella tenía que terminarse el pitillo, y cuando yo le dije que estaba haciendo esperar a todos, puso la cara tensa, levantó la nariz al aire, apagó la colilla en el cenicero y se dirigió a la sala de estar tardando lo suyo. Cuando entró me dijo en voz baja que tenía que ir al baño y yo le susurré con rabia entre dientes que tendría que esperarse por narices. Se sentó en su silla y se quedó mirando por encima de la cabeza del ministro protestante. No importaba lo que se dijera, no importaba la ternura ni la dulzura que surgieran aquí: Ella no estaba dispuesta a formar parte de ello, no estaba dispuesta a ceder, y cuando la novia y el novio recibieron besos y abrazos, mamá se quedó sentada con el bolso en el regazo mirando directamente al frente para que todo el mundo supiera que no veía nada, y menos que nada el espectáculo de su hijo encantador Michael cayendo en las garras de los protestantes y de sus ministros.

Cuando visité a mamá en la avenida Flatbush y nos tomamos el té me dijo que verdad que era curioso que ella volviera a estar en esta parte del mundo después de tantos años, en un lugar donde había tenido cinco hijos, aunque tres murieron, la niña pequeña aquí, en Brooklyn, y los gemelos en Irlanda. Puede que fuera demasiado para ella pensar en esa niña pequeña, muerta a los veintiún días de edad a poca distancia de aquí. Ella sabía que bajando por la avenida Flatbush hasta la esquina con la avenida Atlantic se veían todavía los bares donde mi padre enloquecía, gastándose el sueldo, olvidándose de sus hijos. No, tampoco quería hablar de eso. Cuando yo le preguntaba por sus tiempos de Brooklyn, ella me contaba retazos y después se quedaba callada. ¿De qué servía? El pasado es el pasado, y volver atrás es peligroso.

Debía de tener pesadillas sola en ese apartamento.

45

Stanley pasa más tiempo que nadie en la cafetería de profesores. Cuando me ve se sienta a mi lado, toma café, fuma cigarrillos y suelta monólogos sobre cualquier cosa.

Tiene cinco clases, como la mayoría de los profesores, pero sus alumnos de logoterapia suelen faltar porque les da vergüenza tartamudear e intentar hacerse entender con el paladar hendido. Stanley les suelta discursos de ánimo, y a pesar de que les dice que son tan buenos como cualquiera, ellos no lo creen. Algunos asisten a mis clases normales de Lengua Inglesa y escriben redacciones en las que dicen que el señor Garber bien puede hablar, que es un buen tipo y todo eso, pero que no sabe lo que es acercarse a una chica e invitarla a bailar cuando no eres capaz de sacar la primera palabra de la boca. Ah, sí, el señor Garber bien puede ayudarles a superar la tartamudez haciéndoles cantar en su clase, pero ¿de qué te sirve eso cuando vas al baile?

En el verano de 1961, Alberta quería casarse en la Iglesia Episcopaliana de la Gracia, en Brooklyn Heights. Yo me negué. Le dije que prefería casarme en el ayuntamiento a casarme en una pálida imitación de la Iglesia Romana, Una, Santa, Católica y Apostólica. Los episcopalianos me irritaban. ¿Por qué no podían dejarse de tonterías? Ya que tienen sus imágenes, sus cruces, su agua bendita, e incluso la confesión, ¿por qué no llaman a Roma y le dicen que quieren volver?

—Está bien, está bien —dijo Alberta, y fuimos al Edificio Municipal de Manhattan. Aunque no era obligatorio, llevamos a Brian McPhillips de padrino y a su esposa, Joyce, de dama de honor. Nuestra ceremonia se retrasó por una discusión que tuvo la pareja que teníamos delante. Ella le dijo:

—¿Quieres que nos casemos llevando al brazo ese paraguas verde?

Él dijo que el paraguas era suyo y que no estaba dispuesto a dejarlo en aquel despacho para que se lo robaran. Ella le dijo, señalándonos con la cabeza:

—Esta gente no te va a robar el maldito paraguas verde, y perdonen la manera de hablar el día de mi boda.

Él dijo que no acusaba a nadie de nada, pero, maldita sea, había comprado muy caro ese paraguas en la calle Chambers a un tipo que los roba y no estaba dispuesto a dejarlo para nadie.

—Bueno, pues cásate con el condenado paraguas —le dijo ella, y cogió el bolso y se marchó. Él le dijo que si se marchaba en ese momento habían terminado, y se dirigió a nosotros cuatro y a la mujer que estaba detrás del escritorio y al funcionario que salía de la pequeña capilla de matrimonios y dijo:

—¿Que hemos terminado? ¿De qué me hablas, hombre? ¿Llevamos viviendo juntos tres años y me dices que hemos terminado? No me digas que hemos terminado. Yo te digo y te repito que ese paraguas no viene a mi boda, y si insistes, hay cierta persona que vive en Carolina del Sur, cierta exmujer, a la que le gustaría saber dónde estás, y yo se lo contaré con mucho gusto, si me quieres entender, a cierta persona que espera recibir mensualidades por alimentos para ella y para los hijos. Así que, tú elige, Byron, o a mí en ese cuartito con ese hombre y sin paraguas, o te vuelves a Carolina del Sur con tu paraguas para plantarte delante de un juez que te dirá: «A pagar, Byron, a sustentar a su mujer y a su hijo.»

El funcionario que estaba en la puerta de la capilla de matrimonios les preguntó si estaban preparados. Byron me preguntó si era yo el que me casaba hoy y si me importaba guardarle el paraguas, porque se daba cuenta de que yo era como él, que no iba a ninguna parte más que a ese cuartito.

—Fin de trayecto, hombre, fin de trayecto.

Yo le deseé buena suerte, pero él sacudió la cabeza y dijo:

—Maldita sea, ¿por qué acabamos todos pillados de esta manera?

Al cabo de pocos minutos volvieron a salir a firmar papeles, la novia sonriente, Byron ceñudo. Todos les deseamos buena suerte de nuevo y entramos en la habitación tras el funcionario. Este sonrió y dijo:

—¿Eztamos todoz reunidoz?

Brian me miró, enarcó las cejas.

—¿Promete amar, rezpetar, cuidar? —decía el funcionario, y yo hacía esfuerzos por contener la risa. ¿Cómo podría sobrevivir a aquella boda oficiada por un hombre que tenía un ceceo tan fuerte? Tendría que pensar alguna manera de controlarme. Eso es. El paraguas que llevaba al brazo. Ay, Dios, me voy a caer en pedazos. Estoy atrapado entre el ceceo y el paraguas y no me puedo reír. Alberta me mataría si me riera en nuestra propia boda. Se te consiente que llores de alegría, pero de ningún modo debes reírte, y aquí estoy yo, impotente, entre el hombre del ceceo, prometiendo ezto y aquello, el primer hombre de la historia de Nueva York que se ha casado con un paraguas verde al brazo, un pensamiento solemne que me impidió reírme, y la ceremonia había terminado, el anillo estaba en el dedo de Alberta, el novio y la novia se besaban y recibían las felicitaciones de Brian y de Joyce, hasta que se abrió la puerta y allí estaba Byron.

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