Lo más extraño

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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

 

Lo más extraño
reúne los cuentos de Manuel Rivas escritos entre 1990 y 2011. Incluye los libros
Un millón de vacas
(Premio de la Crítica española),
Los comedores de patatas, ¿Qué me quieres, amor?
(Premio Torrente Ballester y Premio Nacional de Narrativa),
El secreto de la tierra, Ella, maldita alma, La mano del emigrante, Las llamadas perdidas y Cuentos de invierno.

Rivas presenta con este volumen una constelación narrativa singular, donde cada relato es un avance de la mirada, un logro sensorial.

Los miedos, las pasiones, la emigración, la guerra, los naufragios, la religión, la culpa, la depredación, el arte y la vida, el poder y sus máscaras, el humor insurgente, la incomunicación, la resistencia de las voces bajas, el andar vagabundo del ser y las palabras a la búsqueda de una segunda existencia…
Lo más extraño
ahonda en el enigma humano, con un lenguaje incandescente e indócil.

Manuel Rivas

Lo más extraño

ePUB v1.2

MayenCM
04.03.12

LO MÁS EXTRAÑO

2011, Manuel Rivas

De la traducción
:

Un millón de vacas
: Manuel Rivas y Basilio Losada

¿Qué me quieres, amor? y Ella, maldita alma
: Dolores Vilavedra

Cubierta
: Cristina García Rodero

Es ist die Seele ein Fremdes auf Erden.

[Un extraño es el alma sobre la Tierra.]

GEORG TRAKL

Un millón de vacas
Primer amor

Gaby, Gabriela, es mayor que yo. Creo que mucho mayor. Me lleva, por lo menos, dos años. Después de tanto tiempo, no esperaba encontrarla en la aldea, en Aita, pero allí estaba, sentada lánguidamente en la bancada de piedra de los Brandariz, entre dos tiestos de geranios.

—Hola.

—Hola.

—¿Qué tal?

—Bien. ¿Y tú?

—Bien. Muy bien. Bueno, fatal.

En realidad, era mucho mayor que yo. Tres años, quizá.

—Estás muy delgada.

—Tú también estás muy delgado.

Llevaba una falda larga y tenía los pies desnudos. Eran unos pies grandes, de hombre.

—Estuviste fuera.

—Sí.

—A lo mejor yo también me marcho.

—¿Ah, sí?

—Sí. Voy a marcharme. Estoy pensando hacer un viaje. Pero muy lejos, ¿sabes? A Australia o a un sitio de ésos —digo yo.

—Sería fabuloso.

—Sí, casi seguro que me voy a Australia. Un amigo mío tiene allí a sus padres. Se hizo radioaficionado y habla con ellos por la noche.

—Yo estuve en Barcelona, ¿sabes? Viví con gente y así.

—Ah, Barcelona, claro. Nunca he hecho un viaje, ¿sabes? Me gustaría hacer algo importante. Australia, o algo así.

—Debe de ser alucinante. Tan lejos.

—Mi amigo dice que si hiciéramos desde aquí un agujero que atravesara toda la Tierra, saldríamos a Australia. ¿Qué tal en Barcelona?

—Bien. Bueno, regular. Mal.

—Mi amigo me regaló un reloj. Te despierta con la música de
Cumpleaños feliz. Happy birthday to you.
También tiene la hora de Tokio, y de Londres, y de Nueva York. Y puedes anotar teléfonos y guardarlos. Es como un ordenador. Mira, mira, fíjate.

—¡Qué bien, es fantástico!

En el reloj, parpadeaban los segundos. De repente, ella dijo:

—¿Sabes? Yo tengo una hija.

—¿Una hija?

—Sí, ¿quieres verla?

Y me invitó a pasar, sonriendo, como si le doliera sonreír.

Que no quede nada

Había jurado no comprarle jamás un arma de juguete al niño.

Había pertenecido a Greenpeace, aún cotizaba con un recibo anual, y sentía una simpática nostalgia cuando veía en la televisión una marcha pacifista desafiando la prohibición de internarse en el desierto de Nevada, donde los ingenieros nucleares se extasiaban sembrando en los cráteres hongos monstruosos. Su trabajo de representante comercial lo absorbía totalmente. También se había casado. Y había tenido un hijo.

—¿Un hijo? —le preguntó Nicolás con ojos de espanto. Era un antiguo compañero de inquietudes, con el que acababa de encontrarse en el aeropuerto.

—Pues sí —había dicho él, sintiéndose algo incómodo.

Nunca pensó que estas cosas hubiera que explicarlas. Uno tiene un hijo, y ya está.

—No, ¿sabes?, si lo digo es por la valentía que supone. Creo que hay que ser valeroso para tener un hijo. Yo no sería capaz de tomar una decisión así. Me daría vértigo.

En realidad, nunca había pensado en el significado de tener un hijo. Se había casado porque le apeteció y había tenido un hijo por lo mismo. Pero Nicolás no dejaba de mirarlo como un confesor atormentado por los pecados ajenos.

—¿Sabes? Creo que hay que tomarlo sobre todo como un hecho biológico, sin darle muchas vueltas trascendentes. Es como asumir nuestra condición animal. Un hijo hace que te sientas bien, así, como un animal. Recuperamos nuestra animalidad como condición positiva.

Nicolás se rió. Al fin y al cabo, era biólogo.

—No sé. Para mí es como si decidierais convertiros por un instante en Dios. Traer a alguien a este mundo debe de ser hermoso, pero… es también tan terrible. No sé.

—¿Terrible? ¿Por qué?

—De una terrible inconsciencia.

—Bueno… Él se despierta muchas veces por la noche. Nos llama y vuelve a quedarse dormido. Así, varias veces por la noche. Puedes ser un dios, pero un dios hecho polvo. Él, hostias…, duerme cuando quiere.

Ahora se rieron los dos.

—¿Le cuentas cuentos?

—No veas. Le llevo contados miles. Bueno, cuando estoy. Ya sabes, ando de aquí para allá, con este maldito trabajo. Hay noches en que le cuento tres o cuatro, y me quedo dormido antes que él.

—¿Cómo son? ¿Qué es lo que le cuentas? —preguntó, divertido, Nicolás.

—Buff. Sobre todo, de animales. Le encantan los cuentos de animales. Animales que tienen hijos, y vienen los cazadores, y todo eso. Procuro que el lobo sea bueno —y dijo esto con un guiño también divertido.

—Me gustaría verlo alguna vez —dijo Nicolás, cuando ya se despedían.

El amigo hizo una última señal de adiós tras la puerta de cristal, y él se dirigió a una de las tiendas del aeropuerto. Siempre llevaba algún regalo para el niño. No había mucho donde elegir. El mayor surtido era de imitación de armas de fuego. Las había de todas clases. El
colt
vaquero, una pistola de agente especial con silenciador, un rifle de mira telescópica, una ametralladora de rayos láser. Y luego estaba toda la artillería, y los blindados, y sofisticadísimos adelantos de la guerra de las galaxias. Los evitó con un ademán de repugnancia, y finalmente eligió un paragüitas de tela plástica transparente y con pegatinas de graciosos animalillos.

Cuando llegó a casa, el niño estaba durmiendo.

—Le traje esto —dijo él con una sonrisa.

—Es bonito —dijo la mujer.

Por la mañana, el niño preguntó: ¿Vas a trabajar? Él contestó con pena que sí y el hijo lo miró con enojo, a punto de llorar.

—Te he traído una cosa —dijo él saltando de la cama. El niño se calló y esperó expectante a que desenvolviera el regalo.

—Mira, tiene dibujos de Snoopy —dijo satisfecho, alargando el paragüitas.

El niño miró el regalo, le dio vueltas para ver todos los animales, y parecía contento.

Antes de marcharse, le dio un beso y le acarició la cabeza. Cuando iba a abrir la puerta, oyó que el hijo lo llamaba. Se volvió y lo vio allí, con una pierna adelantada y el paraguas apoyado en el hombro con perfecto estilo de tirador.

—¡Pum! Estás muerto, papá.

Mi primo, el robot gigante

Me subía a sus espaldas y cogía cerezas.

A veces me preguntaba si Dombodán no sería un robot comprado por la tía Gala en algún mercadillo de rebajas. Un robot de esos viejos que el tiempo va haciendo humanos, como hace humanos a los árboles, a los animales de casa, a la radio con caja de madera, que habla ronca en el desván, o al televisor que también hace de peana para un santo. Pero Dombodán, según el secreto compartido por la familia y por el resto del mundo, era un hijo que la tía tuvo de soltera.

Aun así, cuando me tenía sobre los hombros, allá en lo alto, casi besando los frutos rojos del verano, yo le tiraba de las orejas con la secreta esperanza de que mostrase un haz de cables pequeñito, de colores diferentes, como esos que tienen los juguetes eléctricos destripados. En ese momento, a Dombodán le hervían las orejas y eso era para mí la señal de que los circuitos ocultos estaban a punto de reventar. Y, ciertamente, lo estaban. Me dejaba caer al suelo de pronto, como a un saco molesto, se quejaba como un perro herido y se echaba las manos a las orejas.

Nada más. Nunca reaccionaba con violencia. Únicamente se desentendía de mí y yo aterrizaba en el suelo desde la altura de sus espaldas, que era tanto como caer del cielo. La estúpida docilidad del primo gigante no hacía más que confirmar mis sospechas de que Dombodán, en realidad, era un robot. A la siguiente oportunidad, después de hartarme de cerezas, volvía con renovada fuerza a los tirones de orejas, convencido de que esta vez descubriría fácilmente los disimulados mecanismos que accionaban la inteligencia artificial de Dombodán. Siempre en vano.

En casa había pilas eléctricas, guardadas en un rincón del chinero, entre aspirinas y esquelas recortadas del diario. Era un hecho por demás normal, pero que en mi lógica no cuadraba. Me fijé en todos los aparatos electrodomésticos de la hacienda del abuelo y ninguno requería, según mis investigaciones, pilas de aquel voltaje. A la hora de comer, entre bocado y bocado, observaba con sigilo a Dombodán. La tía Gala cuidaba sospechosamente su dieta. No podía probar huevos fritos con patatas —algo incomprensible para mí, que los tenía por plato preferido—, le estaba prohibida la carne de cerdo —alimento obligado de los demás mayores—, y lo alejaba de los dulces como si fuesen comida del diablo. Mi extrañeza iba en aumento, pues ya me dirán cómo se puede sostener un cuerpo de gigante con caldo de gallina. En los postres, la tía se acercaba a Dombodán con un frasco del color que tienen los cristales ahumados, y le daba una cucharada de un líquido aceitoso, de aspecto repugnante, que el gigante aceptaba de buen grado. Evidentemente, cavilaba yo, se trataba de una sustancia para engrasar circuitos. Y funcionaba. Dombodán saltaba el primero de la mesa, se ponía a trabajar en las labores más fatigosas, y no tenía la maldita obligación de dormir la siesta.

Todos mis sentidos estaban alerta, en aquellos veranos de la infancia, ante el comportamiento de Dombodán. Jamás hablaba, pero supe que no era completamente mudo, pues, según mi madre, en ocasiones sonadas decía cosas ininteligibles, propias evidentemente de marcianos. ¿Qué cosas? Cosas raras, dijo mi madre. Mis esfuerzos por ampliar información no lograron éxito. Pregunté a otros de la familia y me di cuenta de que todos rehuían el tema. Sólo un tío mío, sevillano, casado con una hermana de mamá y de la tía Gala, me contó que Dombodán había dicho un día correctamente la expresión Pi-Pi. Después de la confidencia, se echó a reír, pero para mí aquél era un dato de la máxima importancia. ¿Qué otra cosa coloquial podía decir un robot?

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