Lo más extraño (7 page)

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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

No tardé en ver la foto sobre la mesa de noche. El monstruo de Cuatro Vientos, el superhombre peludo, el león, no tenía entonces cicatriz.

El molino

—Le gusta el molino, ¿eh?

Llevaba ya un buen rato apoyado en la barandilla de piedra del puente, mirando cómo las aguas del río corrían pícaras a refugiarse bajo los arcos de la casa fluvial.

—Si tanto le gusta, se lo vendo.

Sorprendido, se fijó por primera vez en el campesino que parecía cuidar el ganado desde el borde de la carretera, teledirigiéndolo a distancia con leves movimientos de cayado y voces en clave indescifrable.

—Vai vén isca Morena. Ei Linda suuuu.

—Que sí, que se lo vendo —repitió el hombre casi sonriendo al notar su extrañeza ante tan súbita oferta. Se sentía ciertamente inquieto, pero aquel viejo, aunque se lo explicara, no sabría entender hasta qué punto. Aquel día había adelantado el viaje precisamente para detenerse a contemplar el molino con calma. Había atajado por allí en coche muchas veces, tras pasar un fin de semana en la casa materna y de regreso a la ciudad. Siempre llevaba prisa, con el trabajo del lunes ocupándole el pensamiento. Y, a mitad del camino, a la derecha del puente del río Arnela, siempre aquella casa izada sobre las aguas, envuelta en musgo y encintada por hiedras como un regalo sedante y milagroso.

—Ya veo que le gusta —volvió a hablar el viejo—. Si quiere, el molino es suyo.

Estuvo a punto de responderle con una frase cortante. Era profesor en la universidad, pero no era tonto. Se daba cuenta cuando querían tomarle el pelo. Un campesino no vende nada, ni siquiera una vaca enferma, así, de buenas a primeras. Pero no le dio tiempo a reaccionar. El viejo llamó a la Linda y a la Morena y se fue riéndose por lo bajo.

Pocos días después, mientras los alumnos debatían en asamblea la conveniencia de que la asignatura Filosofía de la Ciencia pasara a llamarse Ciencia de la Filosofía, leyó en la página de anuncios una inserción que lo dejó pasmado. Se vendía el molino de Ponte do Arnela, apto para vivienda, con diez ferrados de terreno. Anotó con emoción la referencia y bajó al bar a tomar un café, pues la asamblea estudiantil se prolongaba, por suerte, al introducirse en el debate el polémico asunto de los fallos en el sistema de calefacción.

Por la tarde, y a la hora de apertura, se acercó con ansiedad al domicilio de la Inmobiliaria Rius, responsable del anuncio. La dirección era un número en la calle de Fray Rosendo Salvado, en la parte nueva de la ciudad, pero una vez allí le resultó bastante difícil dar con el apartamento D del entresuelo. En las puertas no había letra alguna, y tuvo que ir llamando hasta que en una de ellas abrió una mujer de maquillaje recargado que se tomó tiempo para retocarse el peinado mientras le daba paso. La sede de la inmobiliaria era tan pequeña que con dificultad podrían dejar allí una docena de escobas, pero la anfitriona lo invitó a tomar asiento como si aquello fuera el vestíbulo del gran hotel Araguaney.

El molino era una oportunidad única. Eso fue lo que le dijo. Estaba segura, como profesional, de que en minutos se iba a formar una cola hasta la Plaza Roja en demanda de semejante oferta. Él tenía la suerte y el privilegio de acudir el primero ante tal ganga, y sólo un ignorante podía desaprovechar la ocasión.

—Le voy a hacer una confidencia, y le ruego que por nada del mundo se lo cuente a nadie —dijo la señora de Rius—. El molino de Arnela pertenece a una familia de mucho señorío que por circunstancias de la vida se encuentra en una situación económica apurada. Se han ido deshaciendo de todas las propiedades, pero se prometieron que la casa del molino sería lo último que venderían. Y así fue hasta hoy. Las cosas se les complicaron, y con un gran sacrificio sentimental, usted lo entenderá, decidieron recurrir a nosotros para la operación, garantizándoles, eso sí, absoluta discreción.

—Está bien, pero…

—Claro, claro. Usted quiere saber el precio. Ya le digo que es una oportunidad única. Ha de tener en cuenta que más que de un molino se trata de un pequeño palacete fluvial…

—Sí, pero…

—Por nuestra experiencia, le diré que la gente nos quita de las manos esta clase de fincas, escasas por otra parte. Hoy, los campesinos no sabrán de otra cosa, pero han aprendido a valorar las piedras viejas y le digo que las ponen a precio de oro. No puede imaginarse la guerra que nos dan. El más burro de ellos habla de millones con la misma familiaridad que un ejecutivo de la Bolsa. No vea cómo están los negocios. Pero el molino de Arnela es otra cosa.

Sintió la tentación de levantar la mano para pedir la palabra, pero la señora de Rius acercó la cabeza, con un halo de perfume, y con el gesto de quien va a compartir un valioso secreto.

—Cinco millones. En pesetas.

—¿Cinco millones?

—Cinco millones. No me diga que no le sorprende.

—Pues sí, la verdad es que está bien.

—¿Cómo que está bien? Es casi un regalo.

—¿Y eso incluye las tierras?

—Diez ferrados, sí señor. Todo por cinco millones.

—No obstante, si fuera posible, aun después de lo que me ha dicho, me gustaría conocer a los propietarios. Yo también, aunque no lo parezca, soy muy de la tierra, ¿sabe? No, no es que desconfíe, nada de eso. En realidad, esto, para mí, es como un sueño…

—Ya me lo imaginaba —dijo la señora de Rius con una sonrisa—. Tiene que ser usted una persona con sensibilidad, bien se ve. En fin, intentémoslo. Creo que si el trato va en serio…

—Claro que va.

—Ellos necesitan algo de paga y señal, un pequeño detalle que les muestre que el acuerdo está hecho. Comprenderá que no podemos dejar en evidencia a nuestros clientes si usted luego, por cualquier cosa, se vuelve atrás. Para nosotros sería muy desagradable.

—Lo entiendo perfectamente.

Cuando regresó con un sobre con doscientas mil pesetas, cuatro o cinco personas más, a falta de otro sitio, aguardaban en el pasillo. En la sede de la inmobiliaria, la señora de Rius negociaba con una clienta, a la que reconoció como profesora de Analítica, especialista en W. Uno de esos antiguos, no declarados e imposibles amores de la facultad, pues él no soportaba y menos entendía a W. La saludó con distancia brechtiana y recogió el recibo que le tendió, con una sonrisa, la señora de Rius.

Al día siguiente intentó sin éxito en cuatro ocasiones que alguien abriera el apartamento D del entresuelo derecha. Todas las pesquisas en el edificio para obtener alguna información sobre la Inmobiliaria Rius resultaron infructuosas. Sólo consiguió que en el apartamento A, que resultó ser oficina de la Iglesia del Denominador Común, le obsequiaran con el folleto
La dificultad de ser.
Continuó sus pesquisas en otros establecimientos y en el sector inmobiliario, donde la señora de Rius resultó ser una perfecta desconocida. En la sección de breves del diario le informaron que esa inmobiliaria sólo se había anunciado un día, precisamente aquel en que él acudió al reclamo. Cuando se presentó en la comisaría, el inspector que recogió la denuncia no parecía nada sorprendido ante su relato. Miró a un colega tediosamente sentado con los pies sobre la mesa, y comentó con disimulo:

—Barallobre, otro pardillo que picó con la Mata Hari.

—¿Mata Hari? —preguntó él, intrigado.

—Sí, señor. Llevamos la tira de años tras ella. A principios de los setenta vendía acciones de la Telefónica; luego, licencias de pesca en el Gran Sol; más adelante, puestos de conserje en la Xunta, y ahora, por lo visto, anda timando a yuppis en el sector inmobiliario. No podemos con ella. Se mueve como un pez en el seno del pueblo.

No le hizo ninguna gracia que un guardián del orden citase con tanta desenvoltura a Mao Tse-tung, y menos que diera la causa por perdida.

—Tómeselo con filosofía —dijo el inspector.

Era lo que le faltaba. Estaba rojo de ira.

—¡Con filosofía, nada! —gritó antes de marchar dando un portazo. Le costó. Era una frase valiente.

Echó a pasear por la Ferradura y repasó los acontecimientos. En definitiva, comprar un sueño le había costado el equivalente a una paga mensual y a una colaboración en la revista
Paradigma,
editada por la Fundación Interbancaria de Cultura Heterodoxa. ¡Qué yuppi ni qué hostias! Tenía un equipo de alta fidelidad, un vídeo, y viajaba en verano con la guía trotamundos. Ésos eran sus vicios. Hasta se había borrado del Colegio de Nuevos Filósofos cuando cumplió treinta y cinco años, y no como el presidente, que iba por los cuarenta y seis y aparecía siempre en los coloquios de jóvenes promesas.

El fin de semana siguiente evitó comentar el asunto en casa de sus padres. El trabajo en el huerto le ayudó a olvidar la sonrisa burlona de Bertrand Russell en el póster de la pared de su departamento universitario. Al regreso, al pasar por el puente de Arnela, cerró los ojos y aceleró. Pero, pasados unos kilómetros, un extraño remordimiento le obligó a virar en redondo. Paró en el puente y bajó hacia el molino. Por la tarde, con el río metiéndosele en el vientre y orlado de alisos, parecía la caja de música de un viejo dios. Sentada en la escalinata estaba una mujer, y pronto supo que era la compañera de Analítica. Arrancó la hoja de un aliso, la dobló en la boca, e imitó el canto de un pájaro.

—Hola.

—Hola.

—¿Qué tal W?

—¿Sabes? Ya no me interesa W —dijo ella.

Prólogo

El niño era ciego. Nunca le preguntaban qué quería ser de mayor, como hacían con los otros críos. Lo que más echaba de menos era pegarse, dar bofetadas libremente, con el resto de los chavales. Le gustaría tener un bastón como el de los ciegos grandes, y zas, zas. En las fiestas, después de la comida, los de su edad iban a correr y jugar, pero él permanecía con los adultos y cuando éstos iban a dormir bajo los cerezos, el niño ciego quedaba solo, sentado en aquel banco de pino blanco y arrugado por lejía y mano de mujer. En el estante de la chimenea había un ramo de laurel, clavos de los que colgaban chorizos y un brazo de unto, una radio inservible de caja de nogal, un bote de azafrán con el rostro moreno y hermoso de una mora con orlas vegetales, y los tarros. El niño sabía que allí estaban los tarros, los de la miel, el azúcar y la canela. Y al niño ciego le gustaba lo dulce, sobre todo ese dulce caliente que viene de la miel de las factorías del monte. Sabía que estaba allí porque había medido, en días como éste, la duración y dirección de los ecos de la abuela cuando le ofrecía el apreciado tarro. Se lo dejaban tener entre las manos, frío vidrio por fuera, fuego gozoso de la flor por dentro.

Pero ahora no había nadie y el niño se acordó de la miel. Ahuyentaba la tentación de la cabeza pero la lengua le hervía en la boca. Bajó del banco y fue tanteando hacia el hogar. Echó mano de una banqueta y después de bracear en el viento consiguió apoyarse en el anaquel, siguiendo el hilo grasiento de los chorizos. El niño rozó en la ventana de tela de la radio, en la lata de azafrán y cuando dio con el frío del vidrio sintió en el envés de la mano el roce inquietante de pluma. Pudo más la curiosidad que el apremio de la miel. Comenzó a recorrer con los dedos aquella pieza imprevista, el azor de alas abiertas disecado y chamuscado por humos de veinte inviernos. Pero el niño iba más allá de los ojos, pues exploraba las geometrías exactas y majestuosas de aquel ser desconocido, dormido y solitario como él.

Y así encontraron al niño ciego. Izado en la banqueta, sostenido sin vértigo por aquel que sería cuando fuese mayor, y abriéndose paso a bastonazos, zas, zas, entre las nubes y la corteza celeste del bosque de abedul.

El amigo Tom

El padre preguntó: ¿Quién es Tom?

La niña, que cuando le pedían los años enseñaba dos dedos, dijo: Ahí, papá, ¿no lo ves?

La pequeña lo dijo con mucha seguridad e incluso señaló un lugar entre las losas del muelle, cubiertas por la luz triste de las escamas.

Ah, claro, dijo el padre. Y sacudió la cabeza.

El niño, que cuando le pedían los años enseñaba ya, orgulloso, cuatro dedos, miró con complicidad al padre y se encogió de hombros como un hombrecito.

En la dársena había una torre de tablas de las que utilizan los viejos constructores de dornas que aún se resisten al traslado, pues está en proyecto abrir allí una galería comercial. Mirad, dijo el padre, ahí está el castillo.

Quiero subir, dijo el niño.

El castillo de madera medía lo que un hombre con los brazos en alto.

Izó también a la niña. Cuidado, dijo el padre, mucho cuidado.

Quiero una espada, papá, dijo el niño.

Una espada, papá, pidió también ella.

El padre echó un vistazo por los alrededores. Les pidió otra vez que no se moviesen y corrió a las gradas del antiguo astillero. Encontró dos varillas de cohete. Allí van a caer después de dejar una estela de estampido y luminarias en los dos cielos de la ciudad.

Aquí tenéis las espadas, dijo con una sonrisa.

¿Y Tom?, preguntó la niña. Tom no tiene espada.

El niño y el padre se miraron.

Ah, claro, dijo él, falta la espada de Tom.

Corrió a buscar otra varilla y la posó sobre la plataforma. La niña sonrió, satisfecha, alzó la suya y gritó: Al-ataqui. El niño hizo lo mismo, pero de pronto miró hacia el padre.

Es más grande, dijo.

¿Qué es lo que es más grande?, preguntó el padre.

La espada de Tom. Es más grande que la mía.

El padre agarró la tercera vara y la cambió por la del niño. Pero entonces la niña se echó a llorar.

¿Qué pasa ahora?, preguntó el padre.

La mía es más pequeña, dijo la niña.

El padre, entonces, le dio la que había pertenecido al niño y dejó la suya sobre la madera.

Soy el dragón, dijo el padre.

Los niños dirigieron hacia él sus armas de juguete.

Ahora, vais a perseguir al dragón, dijo el padre. Los bajó de la torre de madera y echó a correr hasta esconderse tras el esqueleto de una dorna a medio hacer. Los niños se fueron acercando con ademanes de espadachín.

El padre asomó la cabeza y soltó un grito ronco.

Soy el dragón del fuego rojo, dijo el padre.

No, dijo el niño, eres un ogro.

Vale, soy un ogro.

No, no quiero que sea un ogro, dijo la niña.

Puedo ser un dragón-ogro, dijo el padre conciliador. Los niños tenían la espada baja y parecían estudiar si era aceptable un monstruo de esa clase.

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