Lo más extraño (6 page)

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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

Fue aquella noche la primera vez que entré en el Palentino, y lo hice con la firme intención de emborracharme, convencido de que nunca existiría una conciencia sindical en el sector de la Informática y de que el futuro de la revolución estaba en los Mensajeros. Una vez vi una manifestación de Mensajeros y quedé emocionado: quinientos motoristas desfilando majestuosamente por la Castellana, conduciendo las máquinas con las manos fuera del manillar, puños en alto, sólo con el poderío de las piernas, como una milicia de
cowboys
.

Pero yo ahora me disponía a entrar, con la vista cansada y un algo de derrota en el fondo del alma, en el café bar Palentino, un establecimiento que hace esquina en la placita de Cuatro Vientos, especie de puesto fronterizo entre Malasaña, Ballesta y San Bernardo. Las palomas de Cuatro Vientos son calvas y tienen verrugas en el pico. Nunca entendí cómo los naturalistas no han hecho aún una guía de la fauna animal de Madrid, anotando la peculiar evolución de las especies. En el estanque del Retiro hay unos peces que comen bocadillos de chorizo, patatas fritas y regaliz. Una vez les eché chicles. Son cabezones y sostienen la mirada. Me daban grima, pero con el tiempo sentí por ellos una cívica ternura.

El Palentino es esa clase de sitio donde nada más entrar tienes una rara sensación de intensa libertad, pero libertad por alguna razón amenazada, como en esas estaciones en la niebla que son última escala para expatriados. El mobiliario es de formica, las columnas centrales están cubiertas de espejos, a la manera de un
art déco
castizo, y, si no hay serrín de pino rojo en el suelo, debería haberlo. Pero lo que le daba carácter era la gente. La presentadora del Telediario parecía una cliente más compitiendo en la algarabía. Me fijé en eso porque allí donde hay una pantalla, maldición, allí se me va la vista. Pero había mucho que ver en el Palentino. En la esquina de la barra, un viejo con boina de viñeta intentaba hablar a gritos con Badajoz. El teléfono parecía para él un obstáculo para comunicarse. Junto a mi mesa, una familia devoraba una lata de mejillones con refresco de cola, y, en la de delante, dos hetairas de la Ballesta, con maquillaje cubista, disertaban sobre el «peligro amarillo». Una de ellas mantenía la tesis de que detrás de cada bicicleta de un chino (¡Y mira que hay chinos con bicicleta!, exclamaba entre paréntesis), había un cañón en potencia. Pero, una vez que conseguí alejarme del ángulo de la pantalla, lo que atrajo mi atención en la zona oeste de la barra fue aquel tipo con la cara surcada por una cicatriz y la mujer que lo acompañaba. Era hermosísima de ojos, de esos ojos que ríen y lloran por dentro, con rizos rubios sobre la frente, toda vestida de negro, escote en el alféizar soberano, falda ceñida hasta las rodillas y medias de redecilla. Fumaba apoyada en la barra mirando a la vez a ningún lado y a todos, a la manera de quien observa en el puente de un barco de contrabando.

¿Qué era lo que tenía aquella mujer? Tendrían que verla. Sólo les diré que el héroe no estaba a la altura de las circunstancias. Los observé con disimulo y, por lo que vi, no se cruzaron ni una palabra. Sólo cuando dieron los deportes en la tele, el elemento aquel intercambió unas impresiones con el camarero de nariz aquilina y chaquetilla blanca con manchas impresionistas. Pasaron a los anuncios y fue cuando él, el tipo, hizo un gesto imperativo y ella afirmó el bolso en el hombro y salieron, él delante y ella detrás, moviendo con gracia la cabeza al cruzar el umbral.

Aquella noche, con mucho licor circulante, me dejé caer vestido en la cama con una melancólica inquietud. Lejos de estar mareado, era un viajero con todos los sentidos alerta y escruté el mapa de navegación del techo. Aquella bombilla desnuda con un dedo de polvo necesitaba una lámpara. Y también tenía que colgar de una vez aquel póster de la manzana verde. Y ordenar los libros y los calcetines, dispersos por el suelo. El primer sonido, con sobresaltos de tren, me llevó de nuevo al techo. Hubo un silencio y luego un estruendo metálico que se fue prolongando convulsivamente. El rechinar era discontinuo pero tenía un compás interno, como eso que llaman verso libre. Ahora el tren iba por una cuesta andina, aferrándose a las vías, demorándose. Sólo a medias sabía lo que iba a venir después. La máquina remontó la cumbre y luego se dejó ir en un deslizamiento vertiginoso, entre sollozos y gritos de éxtasis y agonía, como si abrieran la ventana de un abismo y los viajeros quisieran tirarse y darse con la crisma en los rápidos de un río. Pensé que toda la Plaza de Cuatro Vientos se iba a llenar de un momento a otro de ambulancias de la Cruz Roja y de un gentío torpe con brazaletes de Protección Civil dando órdenes contradictorias a la vecindad. Salté con los pies desnudos a las baldosas frías del corredor y me asomé a la ventana. Un perro rebuscaba en la basura con gesto rutinario, y los reflejos de la luz vieja lamían los adoquines. No sé cuándo me quedé dormido, pero sí recuerdo que aquella noche no tuve esa horrible y recurrente pesadilla en la que los ojos se me secaban y caían al suelo estallando como cristales.

Por la mañana, la resaca me arrastró de nuevo al Palentino con la peregrina idea de que el mejor almuerzo era una dosis moderada de alcohol. Allí, en el mismo lugar de la barra, estaban los dos. Él, con el trazo violáceo atravesándole la cara. Y ella, con el mismo aire ausente, el pelo mojado y unas grandes ojeras que la hacían aún más atractiva a la luz de mi turbia ensoñación. No sé por qué, pero él me pareció a esta hora menos temible. La larga cicatriz tenía la forma de un detalle ornamental. Pero mi frágil equilibrio interno sufrió una conmoción cuando, al volverse para coger la taza, vi que la joven llevaba el brazo izquierdo vendado y colgado en cabestrillo. Me froté los ojos, pero no tenía dudas al respecto. La noche anterior estaba entera y llevaba los brazos en su sitio.

Durante el día, mientras limpiaba de virus la obsoleta red informática del Ministerio de Defensa, no dejaba de darle vueltas a la pareja del Palentino. Excuso decir que para entonces ya había establecido la relación entre el combate amoroso del piso superior, que se me transmitió en forma de traqueteo ferroviario, y el brazo vendado de la lánguida mujer de negro. Todas las cábalas llevaban al mismo lugar, a la cicatriz desafiante del macho. ¡Joder con el tío!, dije mientras lapidaba con el dedo electrónico los furúnculos del piélago luminoso de la defensa nacional.

Cuando salí, el sol había huido hacia algún lado de Madrid, y caminé, más rápido que de costumbre, hacia Cuatro Vientos. De hecho, entré en el Palentino respirando a fondo, a la busca de un microclima largo tiempo deseado. Había menos gente que la noche anterior, y la muchacha del Telediario se hacía notar introduciendo con una sonrisa forzada las burradas que ese día habían asolado el mundo. Atendía a aquel busto que contabilizaba rutinariamente los muertos de Beirut, cuando entró el viejo y pidió el teléfono para gritar a Badajoz. Lanzaba fieros e impotentes juramentos sobre el precio de unas tierras. De súbito, apareció él, abriéndose paso como un guardia forestal. Venía solo, y se situó al norte, en la zona más despoblada de la barra. Se frotó las manos y las calentó con el aliento. Era un tipo ciertamente corpulento, con gestos de plantígrado, de pelo largo y espeso y con la cabeza algo alargada. Lo imaginé huido de una jaula de hierro y desconcertado fuera del zoo. Quizá por eso metía menos miedo. Miraba hacia la entrada e hizo una señal con el brazo cuando asomó aquella preciosidad. Mi corazón rechinó al mismo tiempo que la puerta. Recordé a Pereiro y su teoría de que todos los monstruos tienen suerte.

La muchacha que ahora se dirigía sonriente hacia aquel bicho peludo de catadura criminal parecía salida de un Cancionero incunable. Junco, cierva, labios de mar salado, mi dama, cielo santo. Pero allí iba, a abandonarse fatalmente entre las armas toscas de aquel homínido de sospechosa genealogía. Le dio un beso en los labios, insoportablemente largo, mientras él posaba su garra derecha en aquel trasero propio de un divinidad en
jeans.

Aquélla fue una de las vigilias más largas de mi vida. Había decidido llegar tarde a casa, con tiempo que juzgué suficiente para que aquel pedazo de bestia consumase la contusión amorosa sobre aquella zorra angelical. Todos los pensamientos más perversos se concentraban en ella, por dejarse caer en los brazos del animal, pero eso, lejos de calmarme, atizaba aún más mi fragua. Pensé en llamar a alguna amiga con la excusa de tomar una copa, por ejemplo a aquella encantadora reloca que era psicóloga y a quien había conocido en una sesión de yoga, pero un morboso imán me arrastraba a Cuatro Vientos. Abrí con cuidado el portal y subí despacio los primeros tramos de escalera, pero era gratuita tanta precaución. La casa entera rechinaba como si toda ella fuera un impúdico lecho. Busqué la llave a tientas durante unos segundos que me parecieron eternos, mientras creía oír rugidos que se mezclaban con súplicas fervorosas.

—¡Devórame, cabrón, devórame otra vez!

Claro que te va a devorar, dije entre dientes, no lo sabes tú bien. Incapaz de dormir, después de pasear por el pasillo con la bata puesta como un púgil en capilla, decidí tomar las cosas con filosofía. Esto es, aprovisionado de tabaco y whisky, esperaría el desenlace definitivo, el momento solemne del placer en que la bestia estrujaría a la bella. Nunca imaginé hasta qué punto el sonido, con sus pausas, alegrías y desenfrenos, puede hacer transparente el amor con un tabique de un palmo por medio. Iban al trote, y él estaría arriba, relinchando como un garañón, y ella debajo, con un gorjeo, anudando sus piernas en la cadera implacable del macho. Ahora, seguro, estaba ella arriba, erguida y señora, sintiendo en sus adentros la espada, haciéndose con ella, y clavándole las garras en algún lugar porque él dice hostia, tía. Y ahora va ella y se pone de rodillas, con las ancas bien abiertas, y él va por detrás, la coge con la mano izquierda de la greña, tantea con la derecha el badajo y lo hinca de un brusco impulso, toma polla, grandísima puta, toma polla.

Y la noche fue pasando obscena sin que llegara el momento en que se rompiera algún hueso. Cuando amaneció, era yo quien estaba medio muerto, tirado en un sillón con la boca abierta. Mientras me duchaba, procuré animarme pensando que había conseguido evitar, una noche más, la pesadilla de los ojos secos haciéndose añicos como cristales contra el suelo. El destino me llevó a tomar un café bien cargado en el Palentino. Sabía que tenía que ir allí. Sabía que alguna sorpresa me aguardaba, pero no hasta ese punto. Estaban los dos, en el bar casi vacío, esta vez sentados a una mesa. Los rostros parecían ofensivamente frescos y con esa feliz melancolía que sigue al combate. Pero ella llevaba un collar ortopédico. No lo pude soportar. Pagué precipitadamente y salí horrorizado. ¡Aquel bestia había estado a punto de matarla, y allí estaban, los dos, tan tranquilos! Él era un cabrón, saltaba a la vista, pero ¿cómo podía ella ser tan puta?, ¿cómo podía mantener la mirada feliz y satisfecha con el cuello fracturado?

Pasé un día fatal. Un virus informático había penetrado en el sistema de la Seguridad Social y amenazaba con poner patas arriba la asistencia sanitaria española. Comprenderán que no me sintiera especialmente motivado para hacer frente al caos hospitalario. Allí estaba yo, contribuyendo al bienestar público, mientras un monstruo follador andaba destrozando placenteramente las mejores anatomías de Madrid. Cuando di con él, el pobre virus, con sus patitas luminosas, me parecía una ingenua criatura.

—¿Qué, Raimundo? ¿Ha encontrado ya esa porquería? —me preguntó el jefe.

—Sí, señor, la he encontrado ya.

Cumplí con mi deber. Le di al sistema una orden de fusilamiento, y el virus quedó panza arriba en el monitor.

Tampoco aquel día conseguí saber por dónde se pone el sol en Madrid.

Caminé como un robot de la tercera generación hasta el Palentino. Estaba empezando a desconfiar de mis circuitos, pero tenía que hacer una última comprobación. Todo transcurrió como en un guión. Antes de traspasar la entrada, el camarero me interrogó con una inflexión de zarzuela: Queeevatomarelseñooor. En el televisor presentaron con una sonrisa la ración de muertos. El viejo gritaba con Badajoz como para hacerse oír ante los tiburones de Wall Street. El dueto de la Ballesta apoyaba los considerandos de la Conferencia Episcopal sobre el aborto. Saboreaban callos a la madrileña con Coca-Cola. Entró el matador.

Traía sujeta por la cintura, casi en volandas, a una figura de porcelana. Sentí ganas de vomitar. Era una muchacha de rasgos orientales, quizá japonesa. O quién sabe si no sería una de esas criaturas vietnamitas de la
boat people,
vendida como esclava a tipos sin escrúpulos y depravados al estilo de aquel bestia a quien tenía por vecino. Ésa fue una de las airadas teorías que desarrollaba en mi observatorio del Palentino. Pero aquélla no parecía una sumisa adolescente a la que arrastraran con un dogal. De hecho, había algo de extrañamente maduro en sus gestos y, lo que era peor, y al igual que las otras bellas, miraba con confianza, es decir, con indecencia, a aquel macho cabrón. Era menudita, eso sí, como una muñeca, pero imaginé su cuerpo terso y ágil como el de una guerrillera curtida en los bosques. Se presentaba un interesante combate en la mansión de Cuatro Vientos, pero que no contasen conmigo.

Llamé a Elsa, la psicóloga. Me dijo que estaba deprimida, y que no tenía ganas de ver a nadie.

—Vale. Llamo otro día.

—No me entiendes —dijo cambiando de súbito el tono de voz—. No quiero ver a nadie, pero necesito ver a alguien. ¿Entiendes?

Quedé pasmado mirando hacia el auricular.

—¿Estás ahí? —dijo ella.

—Sí —confirmé finalmente en un susurro.

—¡Pues ven, hostia!

Manejaba el teléfono como una artista, estaba claro, y me hervía el cuerpo. Tomé apresuradamente en San Bernardo un taxi hacia la zona universitaria. Ahora recordaba que Elsa me había dicho que desde su terraza se podía ver nacer y morir el sol de Madrid. En la radio cantaba el Dúo Gala y sus Mariachis.

Méteme tres balazos en la frente,

haz con mi corazón lo que tú quieras

y luego declárate inocente.

Me sentía como el rey de la selva después de un largo sueño. Me lancé fuera del taxi, crucé la calle en tres brincos felinos, llamé al fono con un gruñido, subí las escaleras a zancadas y llamé a la puerta. Allí estaba ella, Elsa, mi reloca del yoga, con su vestimenta, sólo una cinta de seda negra alrededor del cuello, sonriente, acariciando un látigo.

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