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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

Lo más extraño (34 page)

Me di cuenta de que ya hablaba, y yo así lo escuchaba, como de un hecho a punto de consumarse. Y tenía mucha razón en lo que decía de mi historial. Yo había sido uno de ellos. Todavía más. Hubo un tiempo en el que yo había estado dispuesto a matar y a morir por el dictador. Cuando cumplía el servicio militar, vinieron a reclutar gente para la Legión. Y allá fui, de voluntario. No me arrepiento. Si no hubiese ido a la Legión, en África, no pensaría lo que ahora pienso. Porque hice la guerra en el Ifni. Una de las guerras más raras de la historia de España. Una guerra que no existió. Murió gente, amigos míos, pero no existió. El año 1957 fue terrible. Sé lo que es ver a un compañero degollado como un cordero en el desierto. Y sé lo que es degollar como un trofeo la cabeza de un enemigo. Allí, en el ventado peñón de Ifach, comencé a entender. Cuando regresé, me encontré con que nadie sabía nada de aquella guerra, que los periódicos y las radios habían ocultado la verdad, y me sentí como un fantasma. Comprendí que eso éramos todos para aquel bicho. Peones de un tablero de ajedrez en una morgue. Equivoqué el destino, pero no me arrepiento de la vivencia de la Legión, de haber tatuado el Sagrado Corazón en la espalda, por si me disparaban por detrás. Ese tatuaje no puedo ni quiero borrarlo.

—La otra razón —continuó Lanzarote— es quizás todavía más importante. ¡Tú eres el único que tiene cojones de verdad!

No encontraba ningún rastro de ironía en sus palabras. Al contrario, murmuró con tristeza: «Yo no soy capaz de hacerlo».

—¿Hacer qué?

—¡Quemarse!

En nuestro argot, quemarse significaba estar detectado por la policía política, invalidado para el trabajo clandestino.

—¿De qué me estás hablando?

—¡De quemarse! ¡Arder! ¡Arder como un mártir en la hoguera!

Tenía llamas en los ojos y me contagió. Vi todo el plan con perfecta claridad, antes de que me lo contase. Y cuando me explicó los detalles, yo decía que sí con la cabeza. Sellamos un pacto de hermanos. Nadie sabría nada hasta el final. Ni siquiera Lucía. Después, él dedicaría todos sus esfuerzos a ensalzar la figura del nuevo héroe.

—¡Te lo juro por la memoria de nuestros muertos! ¡Haré de ti una antorcha en manos del pueblo!

El día señalado era el día grande de las fiestas de la ciudad. Por la noche, después de la cena de gala, el dictador salía al balcón del Palacio Municipal y saludaba al gentío. Ése era el momento. Yo ardería en el medio y medio de la multitud como una tea humana. De rodillas, con los brazos en cruz. Sería un golpe para las conciencias. Dejaría una huella imborrable.

Lanzarote y yo lo preparamos todo. Con una excusa, trasladamos el aparato de propaganda y limpiamos la casa. Convencimos a los compañeros para que se ausentaran de la ciudad por una temporada. Y cuando llegó el día, le dije a Lucía que fuese al cine Hércules con Lanzarote, que ponían una muy buena,
Millonario de ilusiones,
con Edward G. Robinson, por supuesto, y que yo llegaría un poco tarde, quizás la pillaría empezada, porque tenía algo que hacer.

—¿Qué tienes que hacer? —preguntó Lucía intrigada.

—Verme con una antigua novia —le dije, con un guiño de ojo.

Se lo solté así, sin pensar. Después me di cuenta de que le había dejado una pista fácil para cuando ella reconstruyese los momentos que precedieron mi viaje a la posteridad. Los legionarios éramos también conocidos como «los novios de la muerte».

Lanzarote me acompañó un trecho. En la despedida, me sujetó por los hombros, mirándome como un padre a un hijo, el mundo del revés, y me dijo: «Gracias. ¡Ahora ya sé cómo es un héroe!».

Por la noche, envolví con la chaqueta la botella de anís El Mono llena de gasolina y allá me fui, con ella bajo el brazo. Las manos me olían ya a carne socarrada. Era una noche de verano, sin brisa ninguna en la ciudad del viento. Una noche rara en A Coruña. Hacía bochorno y el sudor pegaba la camisa a la piel. Quizás era yo, que sudaba toda la grasa acumulada en los últimos años. Puede parecer extraño, pero me sentía más joven, ligero, libre, a la manera del adolescente que por primera vez sale solo a divertirse en la noche. Echaban fuegos de artificio en la bahía y yo los gocé como si fuesen en mi honra y no en la del tirano. ¡Venga, fogoneros! ¡Arriba España con doscientos truenos de subida! ¡Viva el verde de clorato de borita! Pero cuando estalló en el cielo el último árbol de lucería con sus ramas de colores, todo cambió. Se levantó un aire fresco que arrastró en un soplo el vaho caliente de la noche. Y en las alturas comenzó a relucir otra pirotecnia. Daba la impresión de que los truenos arrastraban cadenas y griñones por los tejados de la Ciudad Vieja. Yo sentía frío, pero no podía ponerme la chaqueta. Fui hacia los soportales de la plaza de María Pita, como mucha otra gente. Desde abajo, contemplábamos los racimos de luces y el teatro de las sombras pamplineras en las vidrieras del Palacio. Por un instante creí distinguir la suya. La Sombra reverenciada. Miré hacia el balcón vacío. Llovía como el primer día del diluvio universal. Llovía hacia abajo y hacia arriba. Las gruesas gotas rebotaban en el pandero de la tierra.

El gentío fue desapareciendo y me quedé solo. Solo mirando el balcón vacío. O casi solo. En las esquinas de la plaza se veían las siluetas de los esbirros. Policías de la secreta disfrazados de policías de la secreta. Los miré de reojo, tipo Robinson. Me puse la chaqueta. Bebí un pequeño trago de gasolina y fui trastabillando un poco, sin exagerar. El ardor de la boca y de la garganta me congestionó la cara. Debía de tener un aspecto glorioso. En este país siempre se respetó mucho a los borrachos.

Cuando llegué al cine Hércules allí estaba, en la puerta, Lucía. Yo iba todo empapado, como un rodaballo. Me escurría el agua por todos los riachuelos del cuerpo. Ella también estaba mojada. Mojada de tanto llorar.

—¡Se marchó! —me dijo.

—¿Quién? —pregunté por preguntar.

—Lanzarote. ¡Se fue para siempre!

La abracé. La abracé con pasión como si estuviese llorando por mí.

—¿Qué tal con tu antigua novia? —preguntó entre sollozos.

—¿Ésa? Ésa no compareció.

El escape

He ahí, pensaba, una certeza: La belleza existe. Sentía la emoción de haberla descubierto yo de verdad, a la belleza, como otros descubrieron la electricidad, el teléfono o la radio. Cuando la tenía delante, nada me parecía en el mundo más importante que aquella mujer desnuda. No encontraba acontecimiento comparable a aquella luz carnal. El hombre apesadumbrado, taciturno, pero madrugador, vivía entonces el despertar de una primavera. Una caricia cósmica que me arrancaba de la soledad, de la tristeza y de la neurastenia. Los cabellos de la mujer acostada salían del cuadro y se enrizaban en mis ojos, como gavillas de una hiedra dorada, como candelas que dan vida a una calabaza vaciada.

Hay cuadros que quieres tocar con los dedos y hay cuadros que son ellos los que tocan. Los que titilan como gotas de rocío en las telarañas de tus ojos.

—¿Qué? ¿Se siente mejor ahora? —preguntaba con cierta sorna Silvari, cuando me sorprendía de observador solitario.

Porque yo era una persona infeliz. Me pesaban mis penas como si llevase los bolsillos llenos de monedas fuera de circulación. Eran penas que ya no valían nada, ni siquiera para mí. Habían perdido su frescura amarga, ese sabor a escarolas que tienen las penas cuando todavía alimentan. Por lo demás, se habían convertido en incómodas inquilinas para el cuerpo. En carne de desahucio. Subían reumáticas, de los pies a la cabeza, por una escalera de peldaños desgastados. Penas que se habían vuelto ásperas, que ya no podía compartir con nadie y que también rodaban como vagonetas herrumbrosas cargadas de escoria por una vieja mina. Mal llevaba la digestión, la circulación, la respiración. Y el sueño. Eso era lo que peor llevaba. El mal dormir. Hay gente que dice que duerme con la conciencia tranquila. Y se queda tan ancha. ¡Estúpidos! Sesos fritos en su propia grasa. Una cosa es dormir a pierna suelta y otra que descanse la conciencia. ¿Quién puede dormir hoy con la conciencia tranquila?

Retrato de Simone Nafleux,
Germán Taibo. Palacio Municipal. A Coruña.

Y, no obstante, yo me sentía tranquilo cuando miraba hacia aquella mujer desnuda. Un reposo que reparaba los estragos del insomnio, enmarcados en el uniforme oscuro de ordenanza. Si mi físico estaba tallado a escarpia por las penas, el de ella era el autorretrato de la felicidad uno de los días en que se permitió el capricho de existir, no para humillar a los infelices sino para redimirlos. Porque lo más maravilloso es que no era un cuadro irreal. Sabíamos que esa mujer vivía. Gozaba en el diván de los ojos. Era adorable y pública como el sol. Podías sentir su roce, las cosquillas del aura. Tenía razón Silvari cuando dijo aquello tan preciso y extraño, ¿cómo era?

—¡La mirada táctil, señor Chao!

Exacto. Era ella la que me repintaba, unas pinceladas de ocre sobre el gris, en aquel momento de curación, cada mañana, mientras las máquinas de escribir comenzaban a llenar de ecos el Palacio Municipal con su baile de claqué.

Y claro que existía. Se llamaba Simone Nafleux.

Éramos dos los enamorados. El otro, como ya se han imaginado, era Silvari, el jefe de Protocolo. Nuestros trabajos se desarrollaban en la planta noble, pero eran de naturaleza muy distinta. Yo era un subalterno. Debía estar siempre disponible, reaccionar como un resorte a la llamada de los timbres, pero, mientras no se requiriesen mis servicios, permanecer discreto, quieto y silencioso, como una parte del mobiliario. Silvari era el hombre más visible del ayuntamiento. El maestro de ceremonias. Él no era la autoridad, pero sí era él quien le daba forma, quien, por decirlo así, la ponía en su sitio. Una vez, en una cena de gala, me impresionó mucho ver cómo el rey de España, que había sucedido al dictador, le consultaba a Silvari el lugar en el que tenía que sentarse. He ahí el poder real, pensé. El de Silvari. Pero en otra ocasión, en otro ágape de muy alto copete, moví por casualidad una gran cortina del salón y me lo encontré allí, agachado. Me hizo una señal de chitón y compartí el escondite. «Hay un pique tremendo», cuchicheó. «Todos quieren sentarse al lado del Rey.» En cuestión de pocos minutos, el murmullo de voces dejó paso al alegre tintineo de los cubiertos. «¡Asunto arreglado!», proclamó Silvari. Y salimos con mucha discreción del refugio. Después, me explicó otra variante, que yo no había contemplado, en la teoría del poder: «Cuando hay un conflicto entre ellos, lo mejor es desaparecer. ¡Dejarlos solos! Como en la manada, siempre acaban colocándose en el sitio que les corresponde». Y añadió con un guiño de ojo: «¡Tan importante como el aparecer es el saber desaparecer!».

Tiempo después, cuando lo del homenaje al famoso escritor, me acordé de esa frase de Silvari. El hombre célebre entraba en compañía, entre otros, de un banquero engominado, que en aquel entonces también paladeaba la fama. Pero esta de las caprichosas finanzas no era tan meritoria, o eso pensaba el escritor, como la de la literatura. Sucedió que unos chavales, situados detrás de una de las vallas metálicas que separaban al público, gritaron hacia el cortejo: «¡Un autógrafo! ¡Fírmanos un autógrafo!». Y el célebre escritor, instintivamente, se volvió complacido hacia ellos, dispuesto a estampar su nombre en la libreta que extendían. Fue en ese momento, y los que estábamos cerca lo vivimos como el peor batacazo jamás inferido al parnaso, cuando uno de los pillos gritó: «¡No es por ti, gordo! ¡Es por el gominas!».

A lo que íbamos. Llegué a tener, creo yo, una relación de mucha confianza con el señor Silvari. Una relación de amistad que resultaba extraña en aquel tiempo y en aquel lugar, siendo como era yo de modesta posición y él un personaje tan notorio e influyente. Había otra cosa que nos separaba. Que nos empujaba hacia órbitas bien distintas. La fuerza de la gravedad de la historia. Yo había estado apartado del servicio público por ser sospechoso de desafecto al Movimiento Nacional. La tradición republicana familiar, que llevábamos como un honroso blasón, se tornó en un estigma, en un maleficio que tulló nuestras vidas. Una marca de familia, al nacer, era la peca negra en la espalda. Y fue como si esa peca creciese en mancha por todo el cuerpo hasta señalarnos como proscritos. Lo peor de estas cosas es que se te meten dentro y acabas viéndote a ti mismo como parte de una estirpe rara. La mancha también afecta a los ojos, filtra lo que ves, le da al exterior una tonalidad sepia. Sí, llega un momento en que admites la sucesión de golpes a la manera de un
sparring
en el ring de boxeo. Dices: ¡Te tocó llevarlas, amigo! Y aguantas. Y callas. Cuando obtuve mi reingreso como funcionario, cambió mi situación, fue un respiro económico, pero aquel que yo había sido, el alegre y atrevido, el escritor de apropósitos de carnaval, aquél ya no volvió. El gato se había comido a la golondrina.

Yo sólo revivía cuando iba a visitar a Simone Nafleux.

El jefe de Protocolo era un triunfador. Un hombre del Régimen de Franco, al que había que servir, tal era la fórmula, «con adhesión inquebrantable». En el Palacio Municipal estaba la llamada Sala de los Relojes. Albergaba maquinarias de distintas épocas y la obsesión inútil del conservador era sincronizarlas, tratando como enfermos cardiacos a los relojes atrasados o adelantados. Yo observaba con curiosa admiración su silenciosa labor de despiece y montaje. Tenía manos de cirujano.

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