Lo más extraño (30 page)

Read Lo más extraño Online

Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

Mi mujer, Josefina.

No soy muy dado a impresionarme, desconfío de la belleza evidente, pero tampoco soy de piedra. Era atractiva y silenciosa como una modelo que hubiese dejado atrás la pasarela.

Ella es mi rosa azul.

Me pareció una metáfora apropiada, aunque cursi, pero en aquel momento no entendí todo su sentido. El algo para beber que me había prometido Abreu resultó ser, cómo no, una infusión de pétalos de rosa.

Tiene cuatro veces más vitamina C que la naranja, dijo Abreu, creo que con un poco de ironía.

Sorbí un trago de líquido ámbar. Sabía a orina vegetal. Volví la mirada hacia la dueña, aparentando una simple curiosidad, digamos científica.

La rosa azul, con perdón, no existe, ¿verdad?

Abreu esbozó una sonrisa.

Aún no me ha preguntado por qué he regresado. No creo que le sirva para una tesis sociológica. En realidad, regresé huyendo. Huyendo de una maldición.

Bebió un trago con calma, paladeando, como si fuese un bourbon que le ayudase a recordar.

Ese abuelo del que le he hablado, dijo por fin, se volvió loco con las rosas. Para ser exacto, enloqueció con la rosa azul. La tranquila afición de su vejez se convirtió en una competición contra el tiempo. Como un embrujado, día y noche experimentaba con híbridos imposibles. Se murió delirando. Convencido de que la había obtenido. Le dijo a mi padre: «Llama a la asociación de obtentores, que la registren, que ya la tengo. ¡La rosa azul Abreu!». Mi padre no llamó, claro. Heredó los rosales. Durante un tiempo, se despreocupó de ellas. Hasta que un amigo lo convenció de que las rosas podían ser mejor negocio que la venta de aspiradoras a domicilio. Nueva York estaba cerca y era el mayor mercado del mundo. Y, en efecto, fue un buen negocio. Aún no se ha inventado en este mundo nada mejor para regalar y quedar bien que una simple rosa. Mi padre compró más tierra y amplió las plantaciones. Se limitaba a las variedades más convencionales. Pero un día, como jugando, consiguió un híbrido, una hermosa variedad carmín a la que llamó
Gloria Swanson.
Ingresó en un club internacional de obtentores e hizo mucho dinero con los derechos de esa flor. Obtuvo varios híbridos más que le dieron una cierta celebridad en el mundo de la rosa. Por cierto, a uno de color cereza lo llamó
Rosalía de Castro.
Al principio, gozaba con esos éxitos, vivíamos una vida cada vez más confortable. Incluso pensó en invertir parte de aquel floreciente negocio en la producción cinematográfica, algo que le apasionaba. Pero un día llegó a casa, borracho, con el cuento de la rosa azul. Lo había embrujado.

John Abreu saboreó otro trago de aquella pócima.

Le voy a ahorrar detalles. Arruinado, abandonado incluso en su cuidado físico, una noche se pegó un tiro en la gran rosaleda de Nueva Jersey.

¡Esto está muy oscuro!, dijo de repente mi anfitrión. Había una sola lámpara encendida y la noche se proyectaba en grandes sombras de flor sobre las paredes. No me pareció apropiado hacer preguntas. Él cogió de la mano a Josefina.

Ya ve, dijo Abreu, he vuelto para cultivar rosas. Es todo lo que sé hacer. Pero creo que he vencido a la fatalidad. He encontrado mi rosa azul.

A pesar de los focos, en el exterior, al despedirme, Abreu y Josefina me parecieron dos lánguidas criaturas subacuáticas.

No era Creta, gritó cuando me subí al coche. La isla que perfumaba de rosas el mar era la de Rhodas.

Salí de la Malmaison en dirección A Coruña por la carretera de la costa. Era una noche de niebla espesa que mataba a dos palmos la luz de los faros. Por eso, cuando aquellos dos faros se me echaron encima y escuché un último estallar de cristales, pensé que era mi propio coche que había chocado con un espejo. Recuerdo que pasé aquella noche soñando que iba flotando, boca arriba en medio del mar, y que olía a colonia. De repente, mi cabeza tropezaba con algo blando, como medusa. Palpé con las manos. Era mi cuerpo muerto.

Me desperté angustiado por la anestesia y sólo supe que estaba vivo cuando ella, mi Josefina, pequeña, delgada e inquieta como maestra de párvulos, se acercó para darme un beso de rojo geranio.

Mi pobre loco, ¿por qué te dejaría marchar de noche con semejante niebla?

El nido de amor

El hombre iba delante, abriendo las ventanas con aire descuidado. Y también ellas, las ventanas, correspondían con una pereza de madera vieja y artrósica, a la que le afectan mucho los cambios de estación. Cuando alguna de las contras se resistía, el hombre reaccionaba con gruñidos de malhumor de tal forma que su refunfuñar tenía una naturaleza semejante al chirriar de las bisagras.

Pero la luz, que de repente iluminaba la casa con la avidez de quien lleva años a la espera, obró el milagro de que la mujer propietaria, hasta entonces una sombra silenciosa, se volviese locuaz, como un sonámbulo que despierta. Y ahora recorría la estancia sacudiendo el polvo y los fantasmas con la urgencia excitada de quien reconstruye los fotogramas de una valiosa película deteriorada y olvidada.

En medio de esa alianza de luz y pasado, nosotros éramos seres extraños, ocupantes involuntarios de una nostalgia ajena. Luisa y yo ya habíamos compartido esa sensación con anterioridad, en nuestra obstinada y esperanzada ruta inmobiliaria
Pareja joven busca nido de amor.

Algunos propietarios enseñaban su casa con la distante seguridad de quien ya había encontrado mejor cobijo, liberándose así de un territorio que ahora les resultaba inhóspito. Pero otras mostraban en sus rostros y en la manera de guiarnos una inquietud culpable, arrastrando en sus pies, por el pasillo, una pesada cadena de resistencias y censura. Entonces nos sentíamos profanadores, cómplices de un acto de traición.

La mujer repentinamente habladora llenaba la vieja casa de gente ausente, de laboriosos difuntos. Una abuela que bordaba en la galería, acompañada por la sinfonía de un canario enjaulado. La criada coja que barría la cocina y bailaba solitarios tangos con la escoba. Las niñas que se probaban los trajes de fiesta de su madre, adornados de brillantes abalorios, y coqueteaban con el espejo.

La mujer propietaria iba abriendo con emocionado temblor las puertas de aquellos desvencijados armarios como si fuesen páginas de una vieja enciclopedia escolar. Estaban vacíos. Solamente había, en uno de ellos, un lecho de papeles roídos. El nido abandonado de una rata. La mujer cerró con espanto la puerta y regresó a su silencio. El hombre aprovechó aquella pesarosa retirada de la dueña para informarnos con rutinaria frialdad de las características de la vivienda.

¡Ah, me olvidaba!, dijo con hastío. Arriba vive una inquilina. Muy vieja. Y además está muy enferma.

Y sentenció, con el gesto de quien decreta una máxima pena: No causará problemas.

Después de esto, nos pareció oír un adiós agónico y que un sonido de réquiem traspasaba el techo y una anciana ánima, junto con el viento, golpeaba con sus alas en el tejado.

Disciplinados, conteniendo nuestro asombro, tomamos nota de la superficie y dibujamos un sencillo plano. Luego intentamos apresurar la despedida.

Esperen. Nosotros también nos vamos, ordenó el hombre con la sequedad de quien lleva un uniforme bajo la piel.

Fuera, en la calle, la mujer miró con añoranza la fachada: ¡Siempre era la primera en recibir la luz del alba! Es la casa ideal para dos enamorados.

Creo que el hombre comprendió que no volveríamos. Miró para su frágil mujer con una extrañísima mezcla de odio y amparo. Y luego, como si viniese de firmar un bando de guerra, se dirigió a nosotros: ¡Tonterías! El amor no existe.

Seguiremos buscando.

O’Mero

Visito a Luzdivina. Hay que aumentarle la dosis.

Fuera, en la calle, junto a un parterre con camelio, hablo con su marido. Me dice que qué tal. Yo le digo que hay que estar preparado. Y él asiente: Claro, si no come es que…

Es gordo como un tonel. De hecho, anda dificultosamente. Se balancea al desplazarse.

Se llama O’Mero
[26]
. Apodo marinero. Me cuenta que engordó de repente, de un día para otro, tras dejar el mar. Como si lo hinchase el aire. Que antes era delgado y fibroso. De cuero curtido.

Yo tengo la culpa, afirma de repente.

¿La culpa de qué?

De su enfermedad.

Le dejo hablar. Cuenta que pasó toda su vida en el mar, siempre con ella en el pensamiento. Todos los días le dedicaba un tiempo a la foto de Luzdivina, como si le hiciese el amor. Y cuando volvía era la felicidad. Suele haber problemas, pero éste no era su caso. Estaban de verdad hechos el uno para el otro. Aquella mujer era un regalo de la vida que él no se merecía.

Todo iba bien, como la seda, hasta que se embarcó al atún en Madagascar. En Diego Juárez conoció a Beatrice.

Las mujeres allí, sentenció O’Mero, son las más lindas del mundo. Mestizaje entre India y África. Cuando llegas de la temporada de pesca, hay un lote de mujeres esperando por el barco. Es mucha la pobreza. Se van contigo por la comida y poco más. Y eliges. Eso sí, no se te ocurra despreciar a la elegida. Yo no quería, pero también elegí. Tiró de mí con la fuerza de su mirada. Tenía un arco iris en los ojos. Era muy joven, una chavalita que llevaba una criatura de la mano. Mientras ella hacía vida conmigo en el barco, el niño esperaba en el muelle, sentadito, obediente y callado. De vez en cuando, ella bajaba y le daba comida de la que hacíamos. Le pregunté si el pequeño era su hermano. Y ella me respondió sombría: El crío es mío. No quise saber más.

Cuando estaba en el mar, busqué la foto de Luzdivina, pero lo que yo veía era el rostro de Beatrice. Se me había metido en el seso, con su piel de aceituna y sus ojos de arco iris, y no había manera de apartarla. Volvimos a las dos semanas y allí estaba, esperándome, con la criatura de la mano.

Nosotros no teníamos hijos. Se nos había muerto uno recién nacido, de ángel. Y no quisimos volver a pasar por aquella tristeza.

El caso es que volví a estar con Beatrice. Con ella a mi lado, perdía toda voluntad. ¡Qué cosa más linda! Era linda como un pecado. Y yo pensaba: la vida hay que vivirla. Pero luego en el mar me entró una tremenda desazón. Aquello que estaba haciendo era un crimen. O dos. No podía comer ni dormir. Y no me atrevía a mirar la foto. Cuando me decidí, no la encontré. Desde entonces cada vez que llegábamos a Diego Juárez, que ellos llaman Antsiranana, no salía del barco. Miraba por el ojo de buey del camarote y allí estaba Beatrice en el muelle con la criatura de la mano. Me iba a volver loco, así que hablé con el patrón, desembarqué, cogí el avión en Antananarivo hacia París y luego regresé a casa.

Pensé que todo iba a ser como antes. Cambiaría de destino, a Namibia o a donde fuese. Pero un día Luzdivina se me presentó con un espanto en los ojos. Traía su propia foto, rota en pedacitos y envuelta en un billete de francos malagays. Por lo visto, me había estado arreglando un pantalón y al descoser la bastilla se encontró con aquellos restos. Yo tenía el pecado escrito en la cara. ¿Qué iba a decir?

A los pocos días, se le descubrió la enfermedad, concluyó O’Mero. Mientras contaba su historia, había ido arrancando hojas del camelio.

La enfermedad no tiene nada que ver, le dije yo con firmeza para consolarlo. Nada. No es nada psíquico. No tiene relación en absoluto. Puede estar seguro.

¿Y yo qué hago si me pide un granizado de limón?, preguntó él de repente.

Dárselo. Dele todo lo que le pida.

Gracias, doctor.

He escuchado historias bastante más duras, pero, por alguna razón, el caso de O’Mero y Luzdivina me dejó muy afectado. Me encontraba destemplado y entré en un bar próximo para tomar algo caliente. Desde la ventana podía ver y oír el vals del mar. Me fijé en los pesqueros de vivos colores y pensé que no hay arquitectura humana más hermosa que la de los barcos. No sé por qué, pero se me ocurrió preguntarle al tabernero si había mucha gente de aquel lugar en Madagascar.

Que yo sepa, nadie. Se han ido a muchos sitios, pero no a Madagascar.

Pero O’Mero estuvo allí, dije yo, aparentando familiaridad.

¿O’Mero? ¿Conoce usted a O’Mero? O’Mero se marea sólo con ver el mar. ¡No ha pisado ni un bote!

Lanzó una carcajada y luego dijo enigmático: Aquí es así, amigo. En tierra sólo quedamos los que no servimos para otra cosa.

Las llamadas perdidas
Nosotros dos

Íbamos los dos en la lambretta de Ricardo Tovar. Éramos más que amigos. Vecinos de puerta con puerta, compartimos juegos desde muy pequeños, pero, además, hicimos juntos las primeras maldades. Y eso une más que cualquiera otra cosa.

Ricardo conducía la moto. Había tardado en arrancar, con catarro en el motor, tosiendo un humo feo por el tubo de escape. Pero ahora rugía solitaria, con nosotros dos de jinetes, sembrando orgullosos petardos de domingo en la desgana mohosa de la tierra. Ricardo era muy diestro para las máquinas, y yo más bien torpón. En realidad, Ricardo era decidido en todas las cosas, y yo, pues yo iba detrás. Lo mismo que ahora. En la moto. Iba detrás, de paquete. Bien agarrado a él, porque a mí me dan vértigo las máquinas. Bien ceñido a él, pegado el pecho a su espalda, y con las manos en los bolsillos de su zamarra. ¡Fue cosa de él, eh! El que metiera las manos en los bolsillos de su zamarra fue cosa de él, eso que quede claro. Él conducía y no podía llevar las manos en los bolsillos. Así que me dijo: «¡Mételas tú, Tomé!». Normal. Éramos de mucha confianza, Ricardo Tovar y yo.

Con el cuerpo ceñido al suyo, por el vértigo y porque soplaba un viento que cortaba con cuchillas de hielo, que amorataba la piel como un cilicio por las llanuras tiñosas del invierno. Un matacabras que no se sabía de dónde venía, que iba a la cacería de la moto por el purgatorio, mientras el lento crepúsculo fundía cera en los altares de piedra de la cordillera y teñía en llamas rojísimas el gran peto de ánimas del poniente. La zamarra de Ricardo Tovar se la había traído de Rotterdam su tío, y a la vez padrino, que andaba embarcado en la mercante. La moto, la primera de toda la comarca, también se la había comprado él, el padrino, que era soltero, y quería que a los Tovar no se les tomase nunca más por pobres. Tener ni tenían tierras, salvo alguna parcela pedregosa y una calva de monte, pero nosotros teníamos tierras y ni bicicleta había en casa. ¡Lástima que mi padrino no se fuese por el mundo adelante en lugar de hozar en la tierra! Los cariños de familia se cultivan en la lejanía. La tierra sólo da resentimiento.

Other books

All Change: Cazalet Chronicles by Elizabeth Jane Howard
Roadside Sisters by Wendy Harmer
Schmidt Delivered by Louis Begley
The Jewolic by Ritch Gaiti