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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

Lo más extraño (26 page)

Un día hablamos del llorar. El llorar es bueno, dijo el psicólogo.

El puntero de la ruleta, felizmente, apuntó en la dirección de Antonio Ventura.

Hay muchas formas de llorar, dijo Antonio Ventura. Pero la primera vez que oí llorar, llorar de verdad, la primera vez que dije esto es llorar, fue cuando lloró Charo A’Rubia en el cine Rex. Ponían
Capitanes intrépidos,
una película en la que trabajaba Spencer Tracy, que también había hecho de Thomas Alba Edison, el que inventó la luz. Me encantaba cuando inventaba la luz. Bien, pues en la película esta de
Capitanes intrépidos
Spencer Tracy hacía de pescador en Terranova. Era la historia de un niño hijo de un padre muy rico que va en un barco que naufraga, y es rescatado por un bacaladero. Por aquel entonces no era como hoy, no había forma de mandar aviso, ni los pescadores podían volver de vacío por muy niño rico que fuese el náufrago. Así que el niño rico tuvo que seguir hasta el final. Era un auténtico repugnante aquel niño rico. No quería echar una mano y amenazaba con las represalias de su padre cuando volviesen a puerto, todo porque le hacían limpiar la cubierta o pelar unas patatas. El pescado no acudía y algunos hombres empezaron a murmurar que la culpa era de aquel mocoso, que había traído una maldición. Y ahí entra Spencer Tracy, que en la película se llamaba Manuel y era portugués. Pues bien, este Manuel, poco a poco, va haciendo entrar en razón al chaval. Con pocas palabras le descubre un mundo desconocido. El verdadero sentido del valor y del trabajo. Aquellos hombres, rudos y sin estudios, reaparecen a los ojos del niño como héroes. Manuel era para él una especie de Ulises que pescaba bacalao y, al mismo tiempo, la figura del padre que no había tenido, alguien que le enseñaba a luchar en la vida codo a codo. Claro está que tenía a su padre en tierra, pero no era un Ulises sino un señor Dólar. El chaval deja de ser un intruso caprichoso y pasa a ser el grumete, el niño del barco. Y el pescado acude a mansalva.

Yo también era un niño cuando vi aquella película, dijo Antonio Ventura. Mucho más pequeño que el de la película. Los pies me colgaban de la butaca. Lo recuerdo todo como si fuese hoy. Era la tarde de un domingo de febrero, uno de esos días agripados, de luz doliente, que empalman una noche con la otra. El mar rompía en el espigón queriéndose salir, con la furia de una bestia en las tablas del cercado. Yo llevaba un abriguito de cheviot de bolsillos muy profundos y, camino del cine, no sacaba las manos, muy apretadas las monedas de real, por miedo a que me las llevase el viento del nordeste como si fuesen dos petirrojos.

Y allí estábamos todos, dijo Antonio Ventura, sumergidos en la oscuridad del cine Rex, encogidos en las butacas, con las llamas de la pantalla lamiéndonos la cara. El pescador Manuel tocaba una zanfona y le cantaba al niño rico con un cariño que nos daba envidia.

¡Ay mi pescadito deja de llorar!

¡Ay mi pescadito no llores ya más!
[21]

Y entonces fue cuando Charo A’Rubia lloró.

Era el suyo al principio un llorar manso que se confundía con el gemido melancólico de la zanfona. Me di cuenta porque ella estaba muy cerca, justo a mi lado, dijo Antonio Ventura. Cogió un pañuelo blanco y trató de contenerse tapándose los ojos. Pero el llanto iba a más hasta que sus sollozos desbordados ocuparon todo el cine como si saliesen de la propia pantalla. Las cabezas giraron pero después volvieron a su sitio. Los mayores se llevaron el índice a los labios para acallar las preguntas inquietas de los niños. Lloraba Charo A’Rubia y hasta pareció que Spencer Tracy dejaba la zanfona para mirar con melancólica lástima hacia el patio de butacas. Me estremezco al recordar aquel llanto, el mar de lágrimas cayendo sin consuelo, salpicando mi abriguito de cheviot.

El marido de Charo A’Rubia había muerto dos años antes en Terranova. Todo lo que recuerdo de él, dijo Antonio Ventura, es que tenía unas manos enormes con cicatrices en las yemas de los dedos. Me habían llamado mucho la atención porque yo había visto antes esas manos ofreciéndoseme como un cuenco lleno de caramelos. Más tarde me contaron que él mismo se había hecho aquellas heridas, abriéndose la carne a navaja para que con la sangre caliente no se le helasen las manos, un día de frío polar en Terranova.

Charo A’Rubia era mi madre, dijo por fin Antonio Ventura.

Y fue la primera vez que lo vi con la cabeza gacha en la sesión de terapia de grupo, como si arrancase de la garganta un maldito tapón de botella.

La trayectoria del balón

Con la rabia de ir perdiendo, le di un patadón al balón y salió como un obús. Desviado. Le dio en la cara a la mendiga de los plásticos. En el suelo quedaron, destrozadas, sus gafas.

Todo calló en el Campo de Marte. El balón rodó y volvió hacia mí como llevado por un impulso delator. Hasta los ojos de los árboles parecían mirarme con desaprobación y una paloma bajó a contar los fragmentos de vidrio.

¡Corre, Román!, llamó Uri. ¡Corre! Y todos los de la pandilla le siguieron, huyendo al trote hacia la calle del Matadero, con una estela de nerviosas carcajadas.

¡Hijos de la gran puta!, gritó la mendiga de los plásticos.

Era muy fea, cara de patata blanda, con brotes verrugosos en la piel. Pero los ojos, repentinamente desnudos, llorosos y enrojecidos por el arranque de ira, le daban un aire de niña ultrajada en el recreo.

¡Corre, Román! Escuché a lo lejos la voz de Uri: ¡Te va a chupar la sangre!

Ella se removió en su asiento y palpó el montón de bolsas. El recuento del tesoro. Andaba siempre con ese cargamento de sobras y basura, y nosotros la veíamos pasar como una nube sucia que va a ras del suelo, con un velo de moscas y el limo de un caracol gigante. Si hubiese una guerra, pensé, todas las balas perdidas le darían a ella. Así que estás a tiempo. Coge el balón y lárgate. Ni siquiera te ve.

¡Ven aquí, muchacho! Su voz tenía ahora un tono de súplica.

¡Ayúdame, chavalín!

Sentí que tiraba de mí como un sedal. Dejé rodar el balón hacia el seto de mirtos, recogí la montura de las gafas y los pedazos de cristal, y los deposité en sus manos.

¡Esos hijos de la gran puta! Y murmuró lo que parecía una maldición: ¡Ojalá se les sequen las lágrimas en el manantial de los ojos!

Guardó los restos de las gafas en una de las bolsas. Había un pan enmohecido. Y había también el cuerpo sin brazos de una muñeca vieja.

A ti no, niño, dijo levantándose con mucho trabajo. A ti que no se te sequen. Ya se ve que tú eres un buen muchacho.

Era una mujer de baja estatura pero de una redondez enorme, como un pajar bajo un gabán gris, del color de la lluvia fría. Las bolsas fueron hacia ella, prendidas del tendal de sus brazos. La última, la de las gafas destrozadas, el pan enmohecido y la muñeca amputada, le quedó colgada de la punta de los dedos.

Si quieres, puedes ayudar a esta pobre vieja.

Y allá me fui con ella, como un satélite menudo, con las rodillas heridas por el fútbol, en la órbita de un planeta bamboleante y con un tesoro de basura en el gancho de la mano.

Subimos la cuesta del Campo de Marte, atravesamos la calle que lleva a la Torre, hasta llegar a una calleja de las Atochas. La vieja se detuvo ante una puerta de madera labrada en hiedra, y una aldaba de ninfa. Dejó las bolsas, rebuscó en los bolsillos y fue quitando pañuelos sucios, de ilusionista mendicante, y después un bazar de cosas, desde huesos de cerezas a aspirinas, hasta encontrar la llave.

El pasillo estaba muy oscuro, un túnel del que no se veía el fondo.

Sin las gafas no encuentro esa maldita luz, dijo ella.

Fue entonces cuando entré. Distinguí bien la llave de la luz y fui a encenderla. Y justo cuando lo hice, la vieja me agarró por el gaznate. Una tenaza que estaba a punto de ahorcarme.

¡Ah, cabrón! ¿Pensabas que yo era tonta o qué?

Me sacudió en el aire. Perdí el aliento y vi a mi ángel traspasando el techo: ¡Adiós, Román! Serás un bonito muñeco.

De repente, me soltó y caí al suelo como un saco desollado.

Los niños se recuperan enseguida, eso dicen, y traté de escabullirme entre las columnas macizas de sus piernas. Pero ella me agarró como a un pichón por las alas de los brazos, otra vez en el aire. Tenía los mismos ojos que aquella maestra que se había vuelto loca y que lloraba al pegar.

¡Pobrecito, pobrecito mío! Mely no te va a hacer daño. Tranquilo, mi niño. Mely nunca le ha hecho mal a nadie. No tengas miedo. ¿Verdad que no tienes miedo de Melita?

Asentí con la cabeza.

No tengas miedo.

Negué con la cabeza.

No, no tengas miedo.

Y cerró de un portazo. Ahora me llevaba fuertemente cogido de la mano. Todos mis sentidos estaban concentrados en los resquicios de luz, en los agujeros posibles para la salvación. En aquel corredor de la muerte, me sentía identificado con cada uno de los bichos de los que había sido verdugo. Me sentía mosca, hormiga, cucaracha, grillo, lagartija, mariposa, renacuajo, cangrejo, ratón. Sí, ratón. Había matado un ratón en la aldea de mis abuelos. Ésa era mi pieza de caza mayor. Vi el ratón agigantado. De mi tamaño. Lloraba por aquel ratón.

No llores. No sé por qué todos tienen miedo de la pobre Mely, dijo ella, enjugando las lágrimas. Si todo lo que hago, lo hago para cuidar de mis niñas.

Abrió una puerta en el pasillo y encendió una luz. Era una habitación pequeña, una despensa. Los estantes estaban atestados de muñecas. Muñecas amputadas. Las había sin piernas, sin brazos, sin ojos. Muñecas greñudas, muñecas calvas.

Es la habitación de mis niñas. Míralas, pobrecitas. Todas han venido de la basura. Y Mely cuida de ellas.

Y entonces me di cuenta de que era capaz de hablar. Una hendidura de luz que venía de mis entrañas.

Yo puedo ayudarla, señora.

De vez en cuando, dijo ella, encuentro una pierna para las cojitas. Y un brazo para las mancas. Pero ¿los ojos? Eso es más difícil. ¿Cómo encontrar los ojos sin arrancárselos a otras? He probado a ponerles ojos de peces, en la basura de los ricos abundan los ojos de merluza, pero se pudren.

Yo puedo conseguir ojos, señora. Sé dónde hay ojos de muñecas.

Me cogió la cara y me miró de frente, como si acabase de descubrir mi presencia: ¿Y tú quién eres? ¿Qué haces aquí con mis niñas? ¡Fuera, fuera, cabrón de hombre!

Corrí por la cuesta del Monte Alto sin mirar hacia atrás. Por los roquedales del Orzán, jugando a escapar de las olas, encontré a mis amigos.

Hostia, tío, ¿dónde te habías metido?, preguntó Uri.

Fui a dar una vuelta por ahí, comenté como de pasada.

Esa vieja es una bruja, dijo Uri. Suerte que no te pillase. Dicen que fue una puta.

Yo me reí nervioso y puse cara rara. ¿Una puta?

De joven era muy guapa. Demasiado linda. Lo oí decir en el bar de Amancio. Se la folló todo dios. Eso decían. Se la pasó por la piedra medio mundo. Más puta que las gallinas.

Ahora nos moríamos de risa. Era una palabra que nos hacía reír, esa de
puta
unida a la de gallina. Y después me fui de allí por el arenal, y arrojé una concha contra la estela de brillo que el sol pinta en el mar.

La concha fue dando saltos hasta hundirse.

La rosa de piedra

Chove en Santiago, meu doce amor…

Seis poemas galegos,

de Federico García Lorca

Mireia tiene un tic. De repente, con el aspa de la mano, aparta el aire de los ojos.

En el pasillo del aeropuerto, los pasajeros que se cruzan podrían pensar que la chica de chaleco y bolsa de fotógrafo al hombro, con cierto peso, por la escora del cuerpo, sólo intenta despejar la mata de pelo rebelde que le estorba la vista. Pero el gesto es demasiado brusco, como si la mano no fuese aspa sino garra que araña con rabia el aire. Para apartar el cabello, bastaría un soplo acompañado de un leve meneo que, por otra parte, es lo que Mireia hacía con naturalidad antes de que el mundo se poblase de moscas y de ese olor espeso que se pega a la piel como grasa de una maquinaria barata. El olor de la muerte pobre.

Mireia tuvo conciencia de ese tic por vez primera ante un espejo en un hotel de Kigali. Anotaba impresiones en su diario. Sintió que su energía para escribir se iba extinguiendo como el grosor de la tinta hacia el final de la carga, cuando el plumín, al secarse, envidia la dureza de un cincel. Cada palabra requería el esfuerzo de un petroglifo. Escribió: Los niños ni siquiera tienen fuerza para pestañear. Y añadió: Ya no imploran, ni expresan nada, ni siquiera el pánico, pues las moscas les secaron las lágrimas y el brillo de los ojos. Entre cada cincelada, sobreponiéndose a su propia pesadez, la mano oscila ante la cara como una palma de mimbre trenzado.

Fue entonces cuando alzó la mirada hacia el espejo y vio el aura poblada de moscas.

Pero en aquella habitación de hotel, con las contras cerradas para que no entrase el mundo, no había moscas.

¿Por qué haces eso?, le preguntaría mucho después Bastián.

Bastián era ciego, pero sentía como vendaval próximo las aspas de un alma gemela y agitada.

Para espantar las moscas, dijo ella. Y era la primera vez que reconocía en voz alta la naturaleza de su tic.

Mireia, y estamos aún en el aeropuerto, se dejaba llevar por la cinta mecánica, somnolienta pero tensa como un topo que olfatease la repentina luz. Durante el largo viaje de vuelta, su cuerpo, rendido, se quejaba por estar atado con una amarra obstinada a aquella cabeza en vigilia que cuando cerraba los ojos, sólo conseguía ocultar en parte la cicatriz de la tierra rojiza con un gris de humo. El sueño soñaba una paz imposible de terciopelo negro. Ahora, en el
travelling
de la cinta mecánica, Mireia notó que una adición de gris plata despejaba el gris ahumado. Y a continuación, como un revelado de Polaroid, el tropel alegre y bullicioso de los colores publicitarios se apropió de su mirada. Hasta que el rostro se le cubrió otra vez de moscas y tuvo que espantarlas con el tic de su mano.

Hablando de colores, en el baño de la casa de Mireia había un frasco de sales que le dan al agua un tinte azul báltico. La bañera, desde dentro, es ahora como un mar azulísimo en calma. Ella está sumergida. Juega, como cuando era niña, a resistir.

Para llenar la casa de compañía puso una música querida, la que le esperaba con los brazos abiertos, con Nick Cave cantando
Into my arms, oh Lord,
pero, bajo el agua, es una voz de silabeo metálico la que la perturba.

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