Lo más extraño (28 page)

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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

Kiss se mira en el espejo. Tiene las ojeras de un insomnio interminable. Luego vomita la tristeza en el lavabo. Se viste y se pinta en memoria de la adolescente punkie que ya no es. Se lanza a la calle. Vaga por la Alameda y luego por el laberinto de piedra que es la ciudad vieja. Flaca y gorda, Compañera Sombra, alma esclava, qué más le da. Una música, que le suena a lamento y aullido, va tirando de ella.

Bajo el arco de la casa episcopal, el gaitero Manuel toca una música que huele a hoguera de algas sobre la nieve. El sombrero en el suelo, con unas monedas.

Kiss se sienta en la escalinata, abrazada a sus rodillas. La Compañera Sombra, su alma gemela, vuelve a su sitio.

Cuando acaba la música, Kiss dice en alto: ¡Tengo hambre!

¿Qué?

Que tengo hambre. ¿Me invitas a cenar?

Están en una taberna. Un plato de pulpo a la feria. Ella come y bebe como si fuese la primera vez después de muchos años.

Es horrible. ¿Cómo podéis comer esto?, dice ella, llevándoselo con repugnancia a la boca.

¿A que te gusta?, dice él.

Sí. ¡Qué extraño!

El pulpo es un animal futurista. Viene de otro planeta, ¿sabes?

Yo también, dice ella.

Ahora están sentados en la escalinata que une la Quintana dos Mortos y la Quintana dos Vivos.

¿Y de qué planeta vienes tú?, pregunta Manuel.

Creo que se llama Natal. Es de nieve y de candelas. Y desde la ventana se ve un reno.

¿Os coméis los renos?

Sí. En carne ahumada.

Van a ser las doce, dice él. En cierta ocasión, por la noche, tocó aquí una orquesta, una gran orquesta sinfónica. La gente se preguntaba qué pasaría cuando llegasen las doce y la campana de la Torre del Reloj comenzase a sonar.

¿Y qué pasó?

Unos segundos antes, el director dio una orden con la batuta y la orquesta calló la sinfonía de Beethoven. Y entonces se escucharon las doce campanadas de la Berenguela. Cuando acabaron, hubo una gran ovación.

Las campanas. Kiss apoya la cabeza en el hombro de Manuel y cierra los ojos.

De noche, en la soledad de su habitación, Inma habla por teléfono.

Está bien, no tenemos que discutir. Somos civilizados. ¿Que por qué no quiero discutir? Que te den por el saco. Sí, puedes llevarte la música que quieras. No, no te trato como a un niño. Déjame a Cesária Évora, Paquita la del Barrio y Chavela Vargas. ¿Para qué? Para llorar por ti. No, no te estoy vacilando. ¿Tenemos que hablar? No. Ya no tenemos nada más que hablar. Estoy harta de hablar. Voy a dormir, dormir, dormir.

Llueve. Bajo una alfombra caminan Omar, Mireia y Bastián.

Bastián cojea.

Ciego y cojo, dice. ¡Milagros del apóstol! ¿No me negaréis que parezco un tipo interesante? ¡Lástima que ya no beba! ¡Ciego, cojo y borracho!

¿Bebías mucho?

¡Así me hice catedrático!

Luego, en voz baja, atrapada por un recuerdo: Bueno, tenía a Sil. Él me guiaba por la universidad de las tabernas.

¿Quién era Sil?, pregunta Mireia.

Un perro negro como un tizón, informa Omar.

¡Sil era Sil!, exclama Bastián con sentida solemnidad. Cazaba mariposas de colores.

¿Cómo lo sabes?

Me las ponía en las manos.

En el silencio que se hizo, Mireia pudo ver al
retriever
dar un limpio salto en el aire y volver con un bocado de colores.

Cuando murió, dijo Bastián, no quise otro perro. Dejé de ir por las tabernas. ¡El Sil! Se fue, pero me dejó su olfato.

¿Para qué vamos a la catedral?, pregunta Omar.

Quiero que Mireia vea cómo sonríe la piedra. Porque la piedra está viva, Omar, la piedra está viva.

La piedra es piedra. Lo que pasa es que tú vendes muy bien historias. Deberías vender alfombras.

Es curiosa esta ciudad, continúa Bastián. Las ciudades nacen de ferias, de fortalezas, de pasos fronterizos, de asentamientos del poder y del comercio. Pero esta ciudad, esta ciudad nació de un cementerio. Floreció sobre la muerte. No me digáis que no es curioso. Se dice que Lutero dijo que todo era una leyenda y que en Santiago podía estar enterrado un perro.

Y Bastián añadió con sorna: ¡De ser, sería una vaca, digo yo!

Están en el Pórtico de la Gloria. Bastián explora con sus ojos ciegos, de grises y blancos nebulosos.

Ahí, señala, ahí está la sonrisa de la piedra. El gran enigma. Es Daniel, el profeta, la única estatua del románico con una sonrisa pícara. Arriba, la orquesta de los ancianos del Apocalipsis. Por allí, a la derecha, hay un hombre que se está comiendo un cocodrilo. Y también el tentáculo de un pulpo. Abajo, la animalia del Infierno. En el centro, claro, el Creador. Y ahí, ahí está la sonrisa. ¿Sabes, Mireia, por qué sonríe? Síguele la mirada. Fíjate enfrente. Hay una Salomé. Una hermosa mujer de pechos generosos que aún lo serían más, de no haberlos rebajado a cincel la censura. ¡Y ése es el gran enigma!

Es la primera vez en mucho tiempo que Mireia devuelve una sonrisa.

El Pórtico de la Gloria, esto sí que es una obra abierta. Todo el mundo tiene un lugar en ella. Una vez, cuenta Bastián, llegó un peregrino muy del norte, del país de los vikingos. Larga barba y curtido como cuero de buey por el duro camino. Se sentó allí en la base y ya no se movió. Un mendigo de piedra. Hasta que un día apareció un muchacho a caballo y con otro corcel de la brida. Fue junto a él y únicamente le dijo: ¡Ya puedes volver, papá! Y sin más la estatua se puso en pie y echó a andar tras su hijo.

Mireia y Bastián están sentados en un banco del mirador de la Ferradura. El crepúsculo, la caída del sol al oeste, tras el monte Pedroso, pinta la vieja Compostela de pan de oro y óleos carnales.

¿Ves ahora la rosa de piedra, la rosa que nace de la nada?

Pues no, ríe Mireia.

Deberías esperar. Hay que darle tiempo al tiempo, ese mago.

Ella le coge la mano y la entrelaza con sus dedos.

¡Ah, por fin, un braille de cariño!, exclama Bastián.

Ya estamos a punto de acabar, dice Mireia. La última sesión será en los acantilados de Fisterra.

¡La Costa da Morte!, dice Bastián. Allí iban los peregrinos a recoger vieiras.

Inma está obsesionada con eso del Fin de la Tierra. Creo que no le van bien las cosas.

Te quiero pedir algo, dice de repente Bastián, muy serio. Llevadme con vosotras.

Y añade parpadeando: No seré un estorbo. ¡Me gustaría tanto ver el mar!

En el coche, mientras los demás charlan o cantan, Inma trata inútilmente de hablar por teléfono móvil.

¡Para ahí!, le pide Inma a Mireia, que conduce.

Hay una cabina a la orilla de una playa desierta. Quien la puso allí debió de pensar en las botellas arrojadas al mar con un mensaje.

¡Hola! ¿Eres tú? No, no me dieron el recado. No, no me pasa nada, es que estoy en una cabina y se está tragando las monedas. Junto al mar, una cabina en el mar. Te quería decir. Sí que somos dos idiotas. Pero tú eres mucho más idiota que yo. Me queda una moneda. La meto por un beso.

Mireia retrata a Kiss en los acantilados, junto a las cruces de piedra del cabo Roncudo, que recuerdan a los pescadores muertos.

De reojo, entre foto y foto, Mireia observa a Bastián. Parece hechizado por el mar. El viento lo peina. Aparta la nariz.

Mireia se concentra en las fotos. Cuando de nuevo vuelve la mirada hacia Bastián, éste bordea el acantilado y se pierde de vista.

La fotógrafa grita su nombre, y brinca por las rocas seguida de Kiss e Inma. Llegan a una gruta en la que el mar se agita y brama con furia. Pero no encuentran ni rastro del ciego.

Van al pueblo más próximo en busca de ayuda. En el muelle, Mireia cuenta con angustia lo ocurrido. Los pescadores primero la escuchan con atención pero luego se miran entre ellos e intercambian gestos de cómplice incredulidad.

¿Y dice usted que era ciego?

Sí, sí, ciego. Vende vieiras en Santiago.

Un viejo pescador murmura con ironía: ¡Todos los años el mismo cuento!

Y aquí se acaba la película.

La actriz que hacía de Mireia y el actor que hacía de Bastián se sientan ante el mar. Como en una función de despedida, la puesta de sol se esfuerza en no defraudar.

Si yo fuese fotógrafa, dice ella, nunca fotografiaría una puesta de sol.

Y entonces él, imitando el gesto de ojos de cuando era Bastián, le dice: ¿Por qué los que la podéis ver no aceptáis la belleza?

Y la actriz, que vuelve a ser Mireia: ¿Sabes por qué? Yo ya nunca me podré fiar de la belleza. Es la máscara preferida del horror.

El loro de La Guaira

Los domingos sí que comíamos bien. Había un paisano que tenía un restaurante en Caracas y nos contrató de clientes. Nos vestíamos de corbata y nos sentábamos en el lugar más visible del ventanal, como de escaparate, comiendo con entusiasmo. Es una ley de la hostelería. La gente no entra en un local vacío, y menos a comer. Hay negocios que nacen con gafe. Por muy bien montados que estén, la gente no entra y no entra. No me preguntéis el porqué, pero es así. Nosotros trabajábamos de reclamos. Y lo hacíamos muy bien.

Luego íbamos a una plaza que hay allí en Caracas, con una estatua de Simón Bolívar montado en un caballo enormísimo. Un país con una escultura así de grande, con un caballo tan bien hecho, debería marchar bien, pero en fin… Nos sentábamos en aquella plaza y era como estar en casa e ir al cine a un tiempo. Acudían los emigrantes recién llegados y siempre había algún conocido con noticias frescas de la tierra. Y había mucho movimiento. Mucho. Os voy a contar cómo conocí a Cristóbal Colón.

Estaban sentados en un banco, frente a nosotros, dos hombres con pinta de vagabundos. Bebían a morro de una botella. A mí aquella situación me hacía gracia. Mi compadre y yo estábamos allí, de corbata, con la tripa llena pero algo melancólicos porque el domingo por la tarde era cuando más echaba uno en falta lo mejor que había dejado atrás. Y de buena gana me tomaría yo un trago de aquella botella que tanto les hacía reír. Fue entonces cuando uno de aquellos pobres borrachos señaló hacia un lateral de la plaza y exclamó con alegría: «¡Mira, chavo, aquí llega Cristóbal Colón!».

Nos dimos la vuelta, sorprendidos, hacia aquella dirección, y vimos que se acercaba un mulato enormísimo, también vestido de harapos y con una nube de moscas a su alrededor. Los tres vagabundos se abrazaron jubilosos y celebraron el encuentro bebiendo a morro de la botella de ron.

«¡Colón, pendejo!»

Por aquel entonces yo ya ahorraba algo. Intentabas no gastar un patacón y ahorrabas. Pero lo peor fue al llegar. Estuve a punto de morirme. De hecho, me vi en el otro mundo. Había desembarcado en La Guaira, y allí mismo encontré trabajo en la construcción. El primer día que subí a un andamio hacía un calor de mil demonios, pero yo tenía mucho afán, me quería comer el mundo, cosas de la juventud, que no tienes cabeza. Cuando me di cuenta del mareo, ya me había frito en sudor. Abajo, un peón negro al que llamábamos Blanquito, me dijo: «¡Qué barbaridá, gallego, hueles a llanta quemada!».

Y eso es lo que yo era, una rueda quemada. No se me ocurrió otra cosa que irme para el muelle con un cubo y pedir un bloque de hielo. Y me puse a lamer y a beber el agua que soltaba el bloque. Al día siguiente ya no me pude levantar. Estaba febril, veía todo borroso y amarillo. Dormíamos tres compañeros en la misma habitación de alquiler, con el sitio justo para los camastros. Por la noche me traían algo de comer, pero yo echaba las tripas por la boca. La suerte fue que hubiese una ventana que daba al patio. Y que en aquel patio hubiese un loro.

Aquel loro no paraba de gritar durante el día. Lo único que decía era: «¡Merceditas!». Llamaba constantemente por Merceditas. Y de vez en cuando una voz de muchacha respondía: «¡Ya voy, bonito, ya voy!».

En Galicia, en la aldea de la que yo soy, teníamos una vecinita que se llamaba Mercedes. A mí me gustaba aquella niña, quiero decir que me ponía nervioso y por eso le hacía mil diabluras. Le metía miedo cuando al anochecer pasaba por el camino del cementerio, y cosas así. Escondido entre las lápidas, me burlaba mucho de ella. ¡Mercediiiiiiiiiitas!

Así que aquel loro llamaba por Merceditas y eso me mantenía vivo, atento, en un mundo de nieblas y sombras, como si espiase por un agujero del cementerio. Y mucho me tardaba aquella voz de cascabel que decía: «¡Ya voy, bonito, ya voy!».

Pasaron por lo menos ocho días hasta que mi cuerpo encontró su lugar. La habitación dejó de correr como un vagón por un túnel. Y volví a comer. Y a trabajar. Y después me apareció aquel contrato de cliente-comedor los domingos en el restaurante de Evaristo. Un triunfo si lo comparamos con Cristóbal Colón.

Lástima que nunca conocí a Merceditas. A aquélla, la del loro, jamás conseguí verla, pues el día pertenecía al trabajo y la noche al sueño. Y aquella otra, la niña de mi aldea, recién se había marchado a América cuando yo regresé.

Nuestros barcos debieron de cruzarse en medio del mar.

Camino del monte

Yo sé otra historia de un loro.

Lo había traído doña Leonor de Coruña. Se lo había regalado un naviero que la pretendía. Pero la señora Leonor tenía demasiado carácter para vivir con un hombre, aunque fuese un hombre que la agasajaba con loros. Así que se fue a vivir con su tío cura. Que no se me malinterprete. Ese tío cura era tan hombre que incluso tenía un revólver. Una vez lo asaltaron, sacó el revólver de debajo de la sotana y dijo: «¡Como hay Dios que os reviento el alma!». Y le dejaron ir.

El loro de doña Leonor era muy coqueto. Tenía la cabeza encarnada con mejillas blancas y estrías anaranjadas, alrededor de unos ojitos muy negros, y encarnado era también el cuerpo, con alas verdeazules y púrpura en la cola. El loro también era muy piadoso. Ella le había enseñado el rosario en latín. Tenía por incansable letanía el
Ora pro nobis.

Uno le decía: ¡Hola, lorito real!

Y él respondía:
Ora pro nobis.

Nosotros le hablábamos en castellano porque era un loro venido de ciudad. Insistías: ¡Lorito señorito, lorito señorito!

Y él, a lo suyo:
Ora pro nobis.

¿Cómo se llama el lorito, doña Leonor?

Y ella decía riendo, que era otra mujer cuando se reía: «Se llama Pío Nono, Dios me perdone».

El loro estaba instalado en la balconada de la casa rectoral, entre un abundante cortinaje de habas a secar, ristras de cebollas, ajos y pimientos de piquillo, mazorcas de maíz y también racimos de uvas escogidas para el vino tostado. Para nuestra envidia, Pío Nono comía higos pasos, huevos duros y frambuesas, y picoteaba una hoja de lechuga que era como un parasol verde que reponían las criadas en el calor de aquel verano.

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