Lo más extraño (48 page)

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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

Me acerqué a Melchor y tiré de él. Tiré del brazo con fuerza, sabiendo que estaba desgarrando una estampa divina.

—¡Marchando, Melchor! ¡Marchando!

Él se fio. Y todo se precipitó. Todo se puso de repente en caótico movimiento.

Cuando conseguimos subir a los caballos, ya estaban Nerio y varios de sus hombres disparando con las escopetas desde las ventanas. El señor del pazo dio la orden a gritos de que nos cerrasen el portón, pero cubrieron la retirada los maquis que habían quedado a la espera. Tirada por los perdigones, la corona de Melchor rodó por el suelo. Cuando nos alejamos por los atajos de monte, yo me sentía eufórico no por nada sino porque, con asombro, vi que dominaba la brava yegua que me había amargado la ida. Es muy fácil satisfacer el orgullo de un hombre. ¡Qué presumido iba yo cuando llegamos a donde estaba el Packard!

No hubo tiempo para las despedidas. Ni yo insistí más con América y los electrodomésticos. Mientras aquel hombre marchaba al galope y se fundía con el bosque, yo pensaba en Chefa, en mi pasión varada en un límite medroso. Los perros ladraban. Mandaban telegramas urgentes por los hilos de la noche, de lugar en lugar, de aldea en aldea, más allá de las fronteras. «¡El amor que lo mueve todo, el sol y las estrellas!», exclamó Baltasar. Y Nacho Lamas, fastidiado y aterido, preguntó: «¿El qué?».

El partido de Reyes

¡Para, Félix!
Son las cinco de la tarde, una hora menos en Canarias.
Eso decían siempre los locutores de Carrusel Deportivo. Y así era Félix, a quien nosotros llamábamos Feliz, porque ceceaba algo y sonreía cuando lo reprendíamos. Una Hora Menos. De chavales, cuando jugábamos una pachanga en el patio de la escuela, no había problema. Lo dejábamos participar y nos divertía su terquedad en perseguir el balón como si éste estuviese imantado y él calzase herraduras, sin importarle que traspasase la red imaginaria de la portería o que la sirena pusiera fin al recreo. Durante un tiempo, él continuaba su atropellada carrera, la cara enrojecida, la respiración entrecortada, y parecía entonces que era el balón quien jugaba contra él, como un burlador, hasta que lo detenía el súbito descubrimiento de la soledad o el redoble de un aviso.

Stop, Félix. ¡A clase!

En verdad, nadie disfrutaba el juego como él. Le iba la vida. Si lo felicitabas por un disparo, ese punterazo al azar que acaba en gol, se abrazaba a ti con un afecto desmedido, abrumador, y te comía a besos, y temías que te lamiese la mejilla con su larga lengua rosada, hasta que lo apartabas y limpiabas el salivado rubor con la manga. A veces, hipnotizado por el rodar del balón, se confundía de equipo, y disputaba la posesión a un compañero. Si le reñías, se quedaba apesadumbrado, y sus ojos rasgados y distantes uno de otro, como los de un batracio, parecían expresar dos desconsuelos a un tiempo.

No quiero ser cínico. De críos, a Félix, o Feliz, le llamábamos como insulto Mongol. A mí me borró esa tendencia mi madre de una bofetada en los morros. Y cuando pasó el disgusto, me contó la historia de aquella criatura que al nacer tenía la piel suave y membranosa de una uva. Fue también entonces la primera vez que oí hablar del síndrome de Down. Tal como yo lo entendí, una cosa era Félix, que era como nosotros, y otra, una especie de duende relojero llamado Down que maquinaba por dentro para cambiarle la hora, distorsionarle el micrófono de la voz y volver áspera y pasa su piel de uva.

En medio de los contratiempos, había algo admirable en el desfase horario de Félix. La misma porfía que ponía en la caza del balón, la empleaba en las tareas escolares. Nuestra caligrafía, por ejemplo, se había ido encogiendo o agrandando, las líneas ascendían o decaían, las letras altas se alzaban más o perdían su altiva cresta, e incluso había quien dejaba la «i» sin su bonito punto, capada, como si la vida empezara a apremiarlos hacia ninguna parte. Él, no. Él perseveraba en un desafío permanente con la perfección, enderechando la escritura por el zócalo de las líneas, inclinándose en las curvas como un ciclista, y ajustando la medida como si a cada letra le correspondiese un crisol natural e invisible.

En pinturas y dibujos, fuese cual fuese el asunto propuesto por el maestro, siempre incorporaba una grúa de la construcción y un tendal. Si era un paisaje marino, él chantaba una grúa entre las olas y donde ataba el tendal, con el otro extremo en tierra, o situaba la grúa en la costa y alargaba el tendal hacia el mástil de un barco o en el pico de un alcatraz, con una ringlera colgante de piezas de ropa que rotulaba fosforescentes en lila o amarillo limón. El maestro le daba vueltas y vueltas a aquella fijación, pero cualquiera de nosotros podía ver su sentido del marketing, la marca inconfundible de Grúas Ferreiro, la empresa del padre, y el magnífico tendal, la espléndida guirnalda, con colchas y alfombras, que su madre colgaba en el balcón. Por lo demás, y durante muchos años, Félix pintaba el mar de color naranja, las nubes intensamente oscuras y ceñudas y un sol verde, grande como una manzana
granny smith.

Cuando comenzamos a jugar en serio, con partidos concertados fuera de la escuela, Félix no era convocado, pero él se presentaba siempre, avisado por un sexto sentido, y muy animoso tras la silenciosa cuadrilla. Nos hacía sentir incómodos, pero Valdo Varela, el más decidido, muy capitán, le impartía órdenes sin miramientos.

—Tú, Félix, de recogepelotas. ¡Así empezó Maradona!

Y Félix, o Feliz, correteaba atareado por las bandas, con la larga lengua fuera, pero sin descanso, y brincaba los setos tras los balones perdidos con un entusiasmo profesional. Si vencíamos, Varela sabía tener con él la grandeza de un líder: «¡Lo has hecho muy bien, Dieguito!». Pero si perdíamos, lo dejábamos atrás como una oveja coja.

Nuestros partidos, a la manera de los de los mayores, tenían una segunda parte más secreta. En algún cobertizo, tras la tapia del cementerio o entre las rocas de Beiramar, fumábamos los primeros pitillos. Lo hacíamos con mucho paripé, serios y solemnes, como si cada vaharada fuese una firma de notario que adelantase el futuro. Félix se reía. Le decíamos: «¡Venga una calada, campeón!». Pero él lo rechazaba y nos observaba con esa mirada cáustica de quien está de vuelta de todos los vicios.

—¿No irás por ahí con el cuento?

—Con el cuento, con el cuento —repitió Félix, riendo a su manera.

—Pues entonces —se levantó Varela muy violento con el
chester
en la mano—, ¿por qué no fumas, infeliz del carajo?

Félix miró hacia los demás, buscando un noray, pero el chiste ya estaba en marcha. Cogió el pitillo con la mano temblorosa y lo metió en la boca, mordiendo el filtro. Aspiraba y soplaba seguido, sin soltarlo. Estaba atufado, congestionado. El humo le salía por el vidrio roto de los ojos. Hasta que escupió todo, tosiendo, con las manos en el pecho, y Varela le dijo: «¡Muy bien, Maradona, muy bien! Estás hecho un hombre».

Para el día de Reyes, habíamos pactado un partido contra los de las Casas Baratas. El partido del siglo. Una prueba de fuego, aunque el tiempo era de invierno crudo, desterrado el sol desde el San Martín. Los días transcurrían entre diluvios, encogidos como mendigos en una pegajosa anochecida. Nos daba calor el balón. Calentando en los soportales, esperábamos el día con la fe de los cristianos en el calendario, mientras el resto del mundo, pasado el desahogo del fin de año, proseguía, sombrío y entumecido, su rutina.

Hasta entonces, la única relación que habíamos tenido con los de las Casas Baratas era el lanzamiento mutuo de pedradas. Una rivalidad tribal, dictada por el suelo, entre
Vikingos,
ellos, instalados en el arrabal, y los
Madamitas,
como ellos nos llamaban a nosotros, a los de siempre, a los de la Plaza. Medirse en el fútbol era distinto. Se trataba del honor, fuese lo que eso fuese. Una histórica contienda que nos tuvo ocupados e inquietos toda la semana.

Y allí estábamos el día de la verdad. Con los pies helados y el corazón brioso. La cita era en el campo de Agra Vella, donde jugaba el glorioso Unión Beiramar la liga de la Costa. Había llovido por la mañana, y el campo, a la orilla del río, era un archipiélago, con una calva de arenas movedizas delante de cada portería. Pero nadie iba a recular.

—¿Dónde está Varela?

Nos faltaba uno. Nuestro capitán. Lo retendrían en casa, con alguna labor. Estaría en camino. Hicimos tiempo. Varela era el central. No hacía virguerías, pero era un auténtico destructor. Su voz era como una tercera pierna. Gritaba tanto que teledirigía el equipo y acojonaba al rival. Hasta el balón rodaba aturdido cuando iba hacia él y frenaba antes de llegarle al pie. Por enésima vez, oteé encaramado a la valla de madera. El camino, surcado por el agua desbocada, era como un río desmemoriado.

—El Varela no viene —aventuró Zezé.

Los de las Casas Baratas se fueron colocando en perfecta formación. Callados, la mirada dura, casi todos rapados como si los soltasen del Reformatorio, con los brazos tensados, a punto de desenfundar un revólver invisible. De entre ellos, el que tenía la voz cantante era el guardameta. Lo conocía de vista. Coco liso. Le llamaban Tokyo.

—No va a venir. Te lo digo yo. Le tiene miedo a ese bestia.

—¿Miedo Varela?

Zezé era menudo de cuerpo, pero muy bravo. Fibroso, siempre alerta, mitad ratón y mitad gato, trastornaba el área contraria y era capaz de tumbar a un defensa sin tocarlo, sólo con el baile. Nunca buscaba el cuerpo a cuerpo, el enfrentamiento. Tenía esa cualidad de hacerse respetar de abajo arriba.

—El otro día le hizo un corte de mangas desde el bus y ahora se raja. No va a venir. En el fondo, es un cagón.

Como si nos leyese los labios, desde el campo contrario, a la manera de un pastor que ordena el rebaño, nos gritó el coco liso.

—¿Qué? ¿Jugamos o lo dais por perdido?

Tokyo era un tipo imponente. Hacía por dos de nosotros, pero tampoco era el más viejo. Al parecer, de niño se fracturó una pierna saltando el muro de la rectoral para robar fruta y en el hospital habían experimentado con él un nuevo complejo vitamínico. Eso era lo que contaban. Ahora, al verlo enfrente, lamenté no haberme roto yo también una pierna.

—¡Nos falta uno! Podemos jugar otro día.

—¡Yo cuento once! —gritó, sarcástico, el gigantón.

Y fue entonces cuando lo vimos, sonriente en la banda, con su balón de Reyes Magos, de estreno, debajo del brazo, en brillante blanco y negro, como un ajedrez esférico, rotulado rombo a rombo por él mismo. Vestía la flamante camiseta de Grúas Ferreiro, caída como una túnica hasta las rodillas, marcando así una barriga en forma de aguacate.

—¿O es que el mongol no juega?

—¡Se llama Down! —gritó Zezé con coraje.

Los propios compañeros lo miramos muy extrañados.

—Tiene nombre, ¿sabes? ¡Se llama Down!

—¿Qué es? ¿Un fichaje inglés? —ironizó alguien en el otro lado.

—Sí. Es nuevo en el equipo.

Zezé llamó a Félix. Él acudió corriendo, excitado.

—Hoy no vas a recoger pelotas. Vas a jugar de titular.

—Titular.

—Sí, titular. Aquí. Con tu equipo.

Le temblaban las piernas. La mirada desdoblada entre el enemigo y nosotros.

—Te llamas Down —le dijo Zezé con firmeza—. Desde hoy eres Down, nuestro lateral derecho.

—Down. Lateral derecho.

—Eso es. Vas a defender. Tú estate ahí, en esa banda. Que no pase el balón. Chuta hacia adelante. Siempre hacia adelante. ¿Entendido?

—Siempre adelante.

—Ahora, fíjate bien en lo que te voy a decir, Down. Es muy importante. No dejes sola tu banda. Pegado siempre al delantero. No lo sueltes nunca. No lo dejes respirar. No pases nunca, nunca, más allá del medio campo. ¿Ves esta raya?

Down seguía la marca, casi borrada por el agua. La rotulaba de nuevo con los ojos.

—Pues aquí, en esta raya, paras.

Down se quedó pensativo. Parecía calibrar su crédito, la tremenda responsabilidad de asumir un límite.

—Parar en la raya.

—Muy bien, Down. ¡Vamos a ganar este partido!

No. No íbamos a ganarlo. Sufrimos mucho. Pero tampoco estábamos llevando una paliza. Ellos marcaron un gol nada más comenzar. Reaccionamos. El problema era que llegábamos con mucha dificultad a la portería del rival, y cuando lo conseguíamos, el coco liso era, como diría el presidente del Unión, un
muladar
imbatible.

Pero peleamos sin bajar la cerviz. Y entre todos, con la larga lengua fuera, quien más luchó fue Félix, nuestro lateral Down, ceñido al delantero como una sombra. La cara arañada, el labio partido, una costra ocre, de fango y sangre, en las rodillas. No fue esa banda nuestro flanco débil. No. Al revés. Cuando esperábamos el fin del suplicio, Down cortó un pase del contrario y arrancó tras el balón a trompicones, con esa manera atropellada de correr que tenía, desconcertando a los que le salían al paso, avanzando en sorprendentes errores que el balón, como si tuviese vida propia, transformaba en regates.

Y pasó la raya prohibida. Esquivó a tres más, sin mirar para ellos, con la orientación de un ciego, y se plantó enfrente de Tokyo.

—¡Tira, Down! ¡Tira!

Hizo lo más difícil. Intentó driblar al gigante y, de hecho, lo sentó de culo sin tocarlo, pero Tokyo reptó en el lodazal como un cocodrilo y trabó con las fauces de las manos el pie izquierdo de Félix. Era un penalti claro, la máxima pena, pero nadie reclamó. Todos los demás fuimos ralentizando la escena hasta quedar inmóviles y mudos espectadores de aquel duelo. El gigante intentó sujetar la pierna de Félix para derribarlo, pero se le fue escurriendo. A la desesperada, agarró la bota, que le quedó en las manos como un pez muerto. Liberado del cepo, tambaleándose, Félix avanzó hacia la meta. Lo veíamos a cámara lenta. En aquel tris inconcebible, los postes y el larguero de eucalipto, mal pintados, con la memoria reverdecida de la antigua piel, formaban un arco del triunfo en el horizonte. Había dejado de llover. De entre las nubes, salió el efecto especial de un haz de luz que parecía enfocar al héroe. Había surgido también de improviso la pirotecnia del arco iris y pisábamos en las pozas las serpentinas caídas de aquel cielo poco antes pavoroso.

Creo que los de las Casas Baratas y nosotros comprendimos en ese momento, de alguna manera, lo que el viejo párroco, el iracundo don Pedro, llamaba el Estremecimiento Divino. Después de la representación de la pasión de Cristo en la Semana Santa, nos interpelaba con el displicente sarcasmo de quien trata con una tribu de paganos irrecuperables: «¿Habréis sentido al menos el Estremecimiento Divino?».

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