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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

Lo más extraño (51 page)

Nos han puesto una redacción sobre el mal de las vacas locas y me he sentido fatal. Como otro bicho raro. Preferiría un castigo o un ejercicio con raíces cuadradas. No arrancaba al escribir. Los dedos asustados, como quien cose sin dedal. Lo he oído tanto estos días que un badajo de hueso me repica en la memoria:

en ce fa li tis

es pon gi for me.

Podría escribir la enfermedad por su nombre científico. Pero el abuelo decía que nunca había que referirse a Satanás por su nombre. Él, que había sido emigrante en Argentina, lo llamaba Petiso o Boludo. Yo no sé cómo escribir para engañar a un mal tan enorme. Me gustaría hacerlo hacia atrás, como dicen que se escribe en algunos idiomas.

Si escribiese hacia atrás, podría hablarles de Dosinda, la vieja ciega que ordeñaba su única vaca. Nadie más que ella podía palpar las ubres de la arisca
Mora.
Y lo hacía cada noche, antes del amanecer. Cuando alguien diferente intentaba el ordeño, las ubres permanecían secas. Así que podríamos decir que aquella leche pertenecía por igual a las mamas de la vaca y a las manos de Dosinda. La primera luz del día era el cubo de leche que la ciega sacaba del establo.

El año pasado nos explicaron en matemáticas los números negativos. Me costó trabajo entenderlos. Los números negativos existen pero no existen. El profesor me dijo que pensara en una deuda. Eso es un número negativo. ¿Puede ponérsele a las personas el signo menos? Supongo que cuando están muertas, como lo están Dosinda y
Mora.
Para mí no han desaparecido exactamente, así que serán «menos dos». Pero no sólo los muertos son números negativos. En la granja de mis padres hay catorce vacas y siempre les dicen que ésa no es una explotación rentable, que lo mínimo para existir son veinte o más. Así que mis padres tienen «menos seis vacas». Hasta ahora todos teníamos vacas de menos. Para que no hubiese números negativos, sobraba gente y faltaban cabezas de ganado. Eso era lo que nos decían una y otra vez en las oficinas, en los bancos y en los periódicos. Las granjas deberían ser como fábricas, y las vacas, inmóviles máquinas comedoras de pienso para engordar más rápido. De no ser así, nos decían una y otra vez, todos nosotros acabaríamos siendo números negativos.

Las aldeas y los pueblos de alrededor se van poblando de seres con número negativo. Dicen que es así en toda Galicia. Quiero a mis padres, pero a veces, cuando voy somnolienta en el autobús escolar, sueño que no se detiene, que crecemos en edad por el camino, hasta llevarnos a Suiza, Londres, Barcelona o Canarias. Tengo una prima en Barcelona que ya es peluquera. Me gustaría parecerme a ella. Yo, que soy tímida, envidio mucho su desparpajo. En el verano, en un baile, un chico le dijo: «Tienes unos ojos muy lindos». Y ella le contestó: «Tú lo que quieres es echar un polvo, ¿verdad?». Lo dejó pasmado.

Fue ella la que bautizó como
Madonna
a la vaca rojiza. Y le quedó el nombre, aunque tiene el número ES —LU —21491C. Mi profesor preferido es el de dibujo. Un día nos habló de los colores fríos y cálidos. El color más cálido que conozco es el de la vaca
Madonna.
Escribo hacia atrás y recuerdo su primer parto. Fue la Nochebuena del año pasado. Estábamos muy nerviosos por la coincidencia. Y además hacía frío y el viento aullaba en los aleros del establo. Pero mi padre dijo, antes del parto, que iba a ser un buen ternero. Había metido el brazo en los adentros de la vaca y rozado los ojos de la cría. Ya parpadeaba en el vientre de la madre. Ésa es la buena señal. En las granjas, cuando nace el becerro, no se deja que la madre lo vea. Tampoco lo puede lamer. Si permites eso, la vaca luego no suelta la leche, la retiene para la cría. Incluso si se muere, una vaca sigue dando leche durante horas si es para su hijo.

Mi padre apartó el ternero de la vista de
Madonna,
lo colgó de las patas y lo palmeó como si fuera un bebé grande. Pero ese día mi madre estaba rara. Y le ordenó: «¡Déjalo que vaya a mamar!». Y es que mi madre, cuando se pone así, parece que ve en la noche como la ciega Dosinda.

Tres historias
El despertar de la criada

Dudó si entrar o no. Y también su cuerpo se movía en la indecisión. El corazón bombeó una valentía enrojecida a la piel del rostro y luego se acobardó. Palideció. Un bedel salió al paso nada más empujar ella la puerta. La miró desde lo alto de su estatura. Y a ella le vino a la cabeza una palabra desconocida. La estatura del bedel era
gendármica
. Y su mirada era también gendármica. Y más todavía cuando el portero tradujo esa mirada en palabras.

—¿La carta de autorización, señorita?

No, no tenía ninguna carta. Traía un recorte de prensa. Antes de subir las escaleras, lo sacó del bolso, pero la mano había ido haciendo con él una bola para calmar los nervios. Ella acostumbraba a calmar así sus desasosiegos. Tenía esa tendencia. Con el papel, con la masa de la harina, con la arena blanda y húmeda utilizada para limpiar la grasa de las ollas de metal y la cocina de hierro.

—Vengo a ver las pinturas del señor Sívori —dijo ella intentando aparentar naturalidad—. No se me pasó por la cabeza que hiciese falta una carta especial.

La puerta era la de la Sociedad del Estímulo de Bellas Artes, en Buenos Aires.

—Así es normalmente, pero este caso es la excepción. La junta directiva decidió restringir la entrada a socios y a personas autorizadas.

—Es sólo para echar una mirada —dijo ella, consciente de que, en su condición, no podría abrirse paso si no conseguía ablandar el corazón del bedel—. Vine andando desde muy lejos, señor. Desde Caballito. Sólo es echar un vistazo, señor, y nada más.

—Si usted ha recibido noticia de la exposición, sabrá también de las circunstancias. Bastante revuelo ha habido.

—No sé nada —mintió ella—. ¿Qué circunstancias?

—Digamos que hay un cuadro que no se puede ver —dijo el bedel, con cierta impaciencia.

—¿No se puede ver? ¿Está prohibido?

—Para usted, sí —dijo él, sorprendido por la dirección de la pregunta—. Mire, yo no entiendo. Cumplo órdenes. Y ya está.

—Sólo es una mujer desnuda, ¿no es así?

—Ya veo que sabe de qué va la cosa. Así que no insista. Por favor, despeje la puerta.

Ella se echó a un lado. Subía los peldaños de la escalera de la Sociedad del Estímulo de las Bellas Artes un grupo de gente elegante con un cotillear excitado. Eran dos varones y tres mujeres. La más joven tendría su edad. El bedel recibió a los visitantes con una serie de contenidas inclinaciones de cabeza que más parecían un modo de contarlos que de agradar con reverencias. Ella fue consciente de que su presencia lo mantenía en tensión.

—¿Esta gente ha pasado sin carta, sin más?

—Se da la casualidad de que esta
gente
son socios creadores de la Sociedad del Estímulo, señorita.

—¿Y usted es creador?

—Bien, estoy aquí desde que se fundó, hace más de diez años, en 1876. En cierto modo, soy un fundador.

—¿Y no tiene poder para dejar pasar a una criada?

El bedel no entendió a qué venía aquella pregunta tan absurda. Ahora sí que estaba incómodo. Enojado. De vez en cuando caía por allí alguna loquita. Pero ésas, al menos, pretendían ser artistas.

—Déjeme en paz. ¿Por qué no se va? Está al caer la noche. Y si tiene que volver a Caballito, será mejor que…

—¿Le parecen de verdad feos los pies?

—¿Los pies? ¿Qué pies?

—Los de la mujer desnuda. Los de la criada. Éstos.

—¡El cuadro fue hecho en París! —murmuró él con desagrado.

—Sí.
Le lever de la bonne
. Allí fui yo con la familia Sívori. Hasta que me enviaron de regreso. Y no me pregunte el porqué.

El bedel bajó la mirada y contempló los pies que ella acababa de liberar de los zapatos. Por un momento le pareció que encontraba la llave de aquella misteriosa conversación. Pasaba las horas mirando fascinado el cuadro de
El despertar de la criada,
de Eduardo Sívori, y reconoció la naturaleza inconfundible, los grandes pies descalzos, el rudo erotismo, la deforme hermosura, el peso cansado de la historia del trabajo alzado en un extraño e invencible lugar del deseo. Esos pies que tanto habían escandalizado a los expertos y académicos de arte, con comentarios de rechazo en revistas y periódicos, en el Buenos Aires de 1896. Según los entendidos, semejantes pies estropeaban el magistral desnudo. Él mataría por ellos. Por los pies.

—Por favor, déjeme ver mi retrato —rogó ella.

—Lo siento mucho —dijo él, intentando amortiguar la violencia del empujón decisivo—. Sin autorización, no puede entrar.

Cerró de repente la puerta a la mujer descalza. Mirando por el vidrio, medio oculto, se aseguró de su marcha. Y así fue. Iba menguando por los peldaños abajo hasta desaparecer. Luego, él pudo volver junto al cuadro del despertar. Por fin.

El misterio de Uz

No era un equipo temible, pero había algo en ellos que metía miedo. Me refiero a los de Uz. Sporting Electra de Uz, para ser exactos. Era uno de los clubes históricos de la Liga de la Costa. Y por lo que oí, el nombre tenía su origen en una de las primeras centrales hidroeléctricas. La compañía había desaparecido, engullida después de la guerra por otra más poderosa, pero el nombre de Electra sobrevivió a lomos de aquel equipo hosco, que parecía arrastrar el balón como una penitencia, con sus piernas leñosas, empujando los propios cuerpos como carretillas.

Eran duros, pero no criminales. El castigo iba con ellos más que con el contrario y contagiaban su juego pesaroso. Todo era así en Uz. La afición consistía en una comitiva deshilachada, unida sólo por un engranaje de silencio rumiante, hidráulico, que sólo se manifestaba en los momentos álgidos como un resentimiento de la naturaleza. De vez en cuando, sobresalían algunos lobos solitarios que merodeaban con la mirada oblicua al árbitro.

Todos los partidos que me tocó jugar en Uz eran invernales, fuese invierno o no. Incluso cuando florecían en organdí los saúcos, laureles y mirtos que ceñían aquel camposanto con unas letras escritas en alquitrán que rezaban Stadium. Incluso en esas fechas de primavera, antes de San Juan, sobre la cancha de Uz había un toldo de nubes con voluntad pétrea.

El de hoy era un
match
de juveniles. Excuso decir que los jóvenes de Uz aparentaban un conjunto de recios veteranos de una segunda posguerra. Su objetivo era transparente. Jugaban a no perder. Casi nunca perdían. Nunca ganaban. Y hoy nosotros queríamos machacarlos, hundirlos de una puta vez en la miseria. Así como lo digo. Y la cosa marchaba. Entramos con dos a cero en la segunda parte. Habían sido dos tantos laboriosos, conseguidos después de salvar la ciénaga donde se atrincheraba la defensa anfibia del Uz.

El problema fue el 16.

Hicieron un cambio y salió un bailarín pelirrojo, lampiño y con pecas con ese número. Digo bailarín porque contrastaba con el bloque del Electra, la geometría corporal en pentágono del resto de los jugadores. Y bailarín también por la forma de jugar. Se movía con el balón como el vagabundo de Chaplin, veloz, juncal, zigzagueante. Nos desarboló abriendo rutas intransitables. Había metido un tanto nada más entrar, y ahora enfilaba de nuevo nuestra meta con desparpajo, capeando el temporal con la camiseta volandera. Lo agarré. La prenda se rompió en jirones. Tenía una piel blanquísima, de un blanco hipnótico. Y el rojo del cabello se incendiaba más a medida que se alejaba, driblaba a nuestro guardameta, y nos humillaba entrando con el balón en la portería.

Se fue al vestuario, con la camiseta desgarrada, sin esperar al pitido final. Antes de subir al autocar, busqué al 16 en todo el entorno del campo. Al fin lo distinguí. Iba solitario, con una mochila a la espalda, caminando por la orilla de la carretera y de un mar de centeno.

Un parroquiano de Uz, con voz de aguardiente, me dijo al pasar: «Te gusta la chica, ¿eh? ¡Quién la pudiera pillar!».

La sombra de un sueño

Entró sin saludar y cubrió el formulario con letra hosca. Sí, ya sé que se dice tosca, pero la de éste era hosca. Mi forma de escribir también es así. Quieres apurar y lo que haces es perforar. Traía un papel con el título del libro en letra más estilosa que la suya. Miré de reojo:
Maravillas de la vida de los insectos
.

—Ya está prestado —dijo con sorna Aosta—. Lo tiene Pope y no lo ha devuelto todavía. Debe de estar atascado en los escarabajos enterradores.

El otro, al que llamaban Mac, apretó el bolígrafo como un punzón. Lo conocía de vista. Nunca habíamos cruzado una palabra. Aparté mi silueta con disimulo. Incluso en prisión, las herramientas de la cultura son muy peligrosas. Es increíble la cicatriz que puede dejar un bolígrafo, también un lápiz, en la cara. No digamos ya la estilográfica. La firma de una pluma en la mejilla.

Mac soltó al fin el bolígrafo. Miró a Aosta con desprecio.

—Lógico que se atasque en los enterradores. Todos estamos interesados en tu autobiografía.

—Mi autobiografía la estoy escribiendo yo —dijo Aosta en tono burlón—. Se titulará
Zona de sombras
. No te preocupes. Tú no sales ni como sombra.

El otro se quedó un rato pensativo. Yo también. Sombra. Es una palabra pegadiza. Se queda con uno.

—Más te vale —masculló Mac, para luego despedirse en voz alta con lo que sonó a aviso—. ¡Apúrate a escribirla!

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