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Authors: Pablo Usset

Tags: #humor, #Intriga

Lo mejor que le puede pasar a un cruasán (12 page)

—Es posible..., ¿a qué hora le va bien?

—Sobre las ocho. ¿Tiene inconveniente en pasar por mi casa? Vivo cerca de su oficina, en la calle Numancia. Quisiera que mi mujer pudiera asistir a la entrevista, pero ha de permanecer en casa con los niños.

—No hay problema. Si me da usted la dirección y el teléfono...

A estas alturas había detectado ya un marcado acento catalán, quizá de alguna comarca de Tarragona, que convertía el sonido de la Z en una S sonora y añadía T's finales a algunos infinitivos. Consulté el número del portal y del teléfono de
The First
en la agenda y se lo di.

—¿A las ocho entonces?

—Ocho en punto.

Cayó otro porro mientras comprobaba mentalmente que no se me escapara ningún detalle. No había pensado en la necesidad de contratar al detective bajo nombre falso y temí que eso fuera a generar alguna incoherencia. Es de suponer que un detective privado se fija en los detalles, no sé, quizá se entretuviera en mirar el buzón de la portería de
Lady First
, o algo así. Seguí dándole vueltas al asunto mientras me vestía para salir a la calle y durante todo el camino hasta las galerías comerciales de la Illa. No sabía en qué lío me estaba metiendo pero sí tenía clara una cosa: antes de que
The First
reapareciera había que sacarle el máximo provecho a su tarjeta, aunque sólo fuera para joder. Y además convenía disfrazarme un poco, tal como solía vestirme resultaba inverosímil que
Lady First
se hubiera casado conmigo.

Una vez en las galerías, me metí en la primera butic que encontré con aspecto de tener ropa informal para un tipo de treinta y muchos, con mujer y dos hijos, ático de 150 metros cuadrados en lo alto de la calle Numancia y Bestia Negra en el garaje. La única dependienta que estaba libre me vio entrar como el torero al que le sueltan un Miura de seiscientos kilos: el chicle que estaba mascando se le quedó inmovilizado entre las mandíbulas. Impávido, comprobé con toda la discreción que pude que no se me hubiera bajado la bragueta y me fui hacia ella sin importarme que puerilmente tratara de simular que no me había visto poniéndose a buscar algo bajo el mostrador.

—Hola. Necesito camisas, pantalones y zapatos.

—¿Camisas, pantalones...?

—Y zapatos.

En cuanto comprendió que ya nada la libraría de mi dejó de jugar al escondite.

—¿Cómo quería las camisas?

—Grandes.

—Grandes... ¿ve alguna que le guste?

Me señalaba una pared, recorrida en toda su longitud por estantes llenos de camisas. Vi un grupito de ellas de colores lisos, bastante llamativos, rojo, esmeralda, violeta, también gris y negro... Me gustaron. Eran del tipo que uno esperaba que llevaran los gánsteres de
Guys and Dolls
.

—Me gustan éstas. ¿son grandes?

—Eh..., hay tallas grandes, sí. ¿De qué color?

—Ponme una de cada.

Se quedó parada un momento a medio camino de los estantes, pero no se atrevió a llevarme la contraria y se limitó a escoger una de cada e ir amontonándolas sobre su mano derecha.

—Hay nueve diferentes...

—Muy bien: pues nueve. ¿Seguro que son grandes?

—XXL: es lo más grande que nos llega...

—Bueno; ahora necesito dos pares de pantalones.

—Dos pares... Si quiere mirar los que tenemos...

Me señaló la pared contraria, donde alternaban los
jeans
de colores apilados sobre estanterías con cortes más serios que se exponían colgados en perchas. No soporto los
jeans
, no encuentra uno hueco para meter dentro la barriga. Además tiendo a los accesos de priapismo, y si no llevas el pijo perfectamente colocado las erecciones resultan muy molestas, con los vaqueros. Así que me fui hacia las perchas y me entretuve en los modelos que parecían más holgados, de algodón y algo acrílico. Señalé unos gris marengo y otros gris perla que combinaban bien con cualquiera de las camisas.

—Como éstos pero de mi talla, por favor.

—Qué talla tiene...

Ni flauers.

—Ni flauers.

Me examinó el contorno abdominal casi de reojo, como si le pareciera obsceno detener la mirada en esa parte de mi anatomía. Yo levanté los brazos y di una vuelta para mostrarme completo. La chica tendría que curtirse tarde o temprano, y más valía que perdiera la vergüenza conmigo que con cualquier desaprensivo que pasara por allí.

—¿No vas a medirme con la cinta?

Se me quedó mirando con unos ojos azul celeste que expresaban todo el terror de la niña enjaulada por el ogro; pero asintió, se dio media vuelta y huyó hacia los probadores donde otra de las dependientas atendía a un tipo políticamente correcto que había venido a comprar con su pareja a juego. Volvió con una cinta métrica enredada entre las manos. Me aseguré otra vez la bragueta y me quedé a la espera con los codos alzados:

—Soy todo tuyo.

Se me acercó y trató de rodearme la cintura con los brazos. Pero abarcar todo mi perímetro la hubiera obligado a abrazarme, y guardando las distancias los brazos se le quedaron cortísimos. Procuré ponérselo fácil, ya tenía suficiente para un solo día:

—Espera, verás; yo te aguanto la cinta aquí y tú mides.

Me sujeté un extremo de la cinta bajo el ombligo y la guié con la otra mano para que diera la vuelta en torno a mí hasta completar un círculo que agotó completamente el metro. Hubo que empalmar desde el punto que ella señalaba con el índice sobre mis ijares.

—Ciento..., ciento diecisiete centímetros.

—¿Ves que fácil?

—Voy a ver a qué talla corresponde.

Consultó un cuadrito enmarcado que había colgado en la pared y enseguida se fue a la trastienda. Yo me entretuve mirando los zapatos expuestos en el centro de la tienda, sobre cubos de madera. Me gustaron unos negros, robustos; creo que estaban de moda los zapatones con aspecto de botas militares. Dos minutos después volvió la chica trayendo un par de pantalones, no exactamente iguales a los que yo había elegido.

—En esa talla sólo tenemos este corte.

Eran como de lanilla fina, muy formales, gris oscuro. Los descolgué, me los sujeté colgando desde la cintura y comprobé a ojo que me fueran bien de largos. En cuanto vi que sí pregunté si los tenían también en gris más claro y añadí a mi lista los dos pantalones y unos de aquellos zapatones del número 45. Fueron cincuenta y nueve mil y pico. Ya había pagado y salía con mis bolsas cuando vi en el escaparate una sedosa camisa hawaiana: rojo, azul, verde, papagayos, filodendros y mares del sur. Quince mil pelas. Valía la pena. Volví a entrar. Mi chica, viéndome tan dócil, había terminado por perderme el miedo y se vino hacia mí encantada.

—Perdona, quisiera también una camisa como la del escaparate.

—Grande, ¿verdad?

Saliendo del edificio me fijé en el reloj del esnac de la entrada del súper: las cinco y media, iba bien de tiempo. Hice memoria. Recordaba una peluquería en la siguiente esquina, antes de llegar a Travesera.

El peluquero resultó ser un tipo de mi edad, con perilla corta, y pareció alegrarse de recibir visitas. Tenía el aire de los que disfrutan con su oficio, así que decidí darle vidilla:

—Estoy preparando un disfraz para una fiesta. Supón que soy un tío de buena familia, me dedico a los negocios y conduzco un deportivo tipo James Bond. ¿Cómo crees que llevaría el pelo?

—¿Edad?

—Brrrr.: treinta y ocho, más o menos.

—¿Estudios?

—Mogollón: Máster en Asuntos Importantes por Harvard y todos los extras que quieras imaginarte.

—¿Casado?

—Casadísimo. Dos hijos. Juego al tenis y voy al gimnasio cada día.

—Menudo disfraz... Perdona la franqueza, pero estarías mejor como el fraile de Robin Hood. Con un hábito marrón y un barril de cerveza quedarías perfecto.

—Bueno, en realidad se trata de impresionar a una mujer. Le gustan los tíos solventes... Ya he conseguido el coche y ropa, pero necesito un peinado a juego.

—Eso es otra cosa. Siéntate y veremos qué se puede hacer.

El tipo sabía lo que tenía entre manos. Me miró y remiró por delante y por detrás y cuando pareció tener una idea precisa de las posibilidades de mi cabeza se puso manos a la obra.

—Oye, yo te recortaría un bigotito fino estilo Errol Flynn. Un toque fachilla haría un contraste perfecto, porque tienes más bien pinta de... en fin, de otra cosa. Si te lo vas perfilando en casa, en unos días tendrá la medida justa. No dejes que te crezca mucho: ha de quedar como si fuera un jardincito francés, siempre bien podado, ¿me explico?

—Estupendamente. Venga ese bigotillo. Oye, ¿tienes colonia cara?

—Carísima.

—Pues échame un buen chorro. Y apúntame el nombre. Al cabo de media hora parecía Bart Simpson pero en tamaño familiar.

De camino a casa paré en una perfumería para proveerme de un minúsculo botellín de Nosequé de Christian Dior —doce mil quinientas—, y también en la tintorería, a cincuenta metros de mi portal, donde pregunté cuánto tardaban en lavar y planchar nueve camisas. En una hora podían estar todas listas. Las dejé allí y subí a casa.

Lo primero fue llamar a
Lady First
.

—He quedado a las ocho con un detective en tu casa.

—¿Estás seguro de lo que haces?

—No te preocupes. Me pasaré por allí sobre las siete y media para ultimar detalles.

Cuando colgué, en el reloj de la cocina eran poco más de las seis, tenía una hora larga para gastar. Me acordé del correo del Metaphisical Club y pensé que echarle un vistazo a las
Primary Sentences
de John podía ser una buena manera de olvidarme durante un rato del movidón. Cuando uno consigue enfrascarse en ellas, en especial si se acompaña la lectura de una buena cebolleta de tres papeles, se produce una especie de salto en el hiper-tiempo que te coloca de repente hora y media más tarde. Abrí el archivo de Word y empecé por la primera sentencia. Era completamente inteligible: «1. Toda ruta es un abrirse paso», como el caminante no hay camino, pero en guiri. En Irlanda no son muy populares las canciones de Serrat, y tampoco creo que lean a Machado (en eso sí se parecen a nosotros), así que a John debió parecerle bastante brillante la frase. La 2 y la 3 eran en cambio parrafadas oscuras como ellas solas y me costaron un buen rato. La 4, aunque también larga, volvía a ser comprensible al primer vistazo, pero llegado a este punto me vi venir que se iba a meter con los racionalistas, llevaba ya tres sentencias ensalivando el lapo. Efectivamente: la 5 estaba dedicada de pleno a los cientificistas, sus enemigos acérrimos. John se empeña en darle a la Realidad Inventada una definición axiomática, pero no puede evitar colar sus puyas entre sentencia y sentencia. Si fuera por él acabaríamos convertidos en algo así como unos antirracionalistas definidos por oposición, se lo tengo dicho. Otro peligro es que nos asimilen a los irracionalistas, también minoritarios y opositores pero muy distintos a nosotros (sin menoscabo de que en alguna ocasión nos aliemos contra el
mainstream
), y también nos ha confundido alguna vez con solipsistas, pero eso sí que es nefasto porque a éstos todo el mundo acaba haciéndoles vacío (¿qué otra cosa puede hacerse con un solipsista?). La cosa es que esto de la filosofía se parece bastante a la política y John acaba peleándose con todo el mundo. Si le llamo la atención sobre su desorden expositivo me dice que no piensa someterse a ningún corsé silogístico porque es un Inventivista John-Pabliano y se pasa la lógica aristotélica por el forro. Y si le digo que, en ese caso, lo mejor es que escriba un ensayo discursivo y no una lista de leyes a palo seco, él contesta que vale, que sí, pero que primero quiere tener las ideas claras y para eso le van muy bien la sentencias. En fin..., pasada la sexta, que parecía un chiste («6. El escéptico no está muy seguro de serlo»), di por terminada la sesión.

A las siete en punto bajé a la tintorería. Fue estupendo no sólo habían lavado y planchado las nueve camisas en tiempo acordado, sino que las habían desempaquetado me las entregaban cuidadosamente colgadas en percha libres de alfileres y etiquetas. Decididamente, esto ya era Europa. Después me duché por tercera vez en lo que iba de día para terminar de librarme de los pelillos de la peluquería, y me probé pantalones, zapatos, y una de las camisas, la de color morado. No quiero exagerar mi aspecto, pero digamos que bajo el peinado a lo Bart Simpson, el bigotito a lo Errol Flynn y la silueta de Bud Spencer, me pareció tener cierta semejanza con el venerable maestro Baloo. Hasta se me insinuaba, sobresaliendo del corte
flat-top
, ese flequillo voladizo que armoniza tan bien con la nariz prominente y las hechuras osunas.

Cuando llegué al portal de
Lady First
me detuve un momento en el buzón pero, a pesar de mi impecable aspecto, el portero de la bata azul no me quitó ojo de encima y no me atreví a manipularlo. «Gloria Garriga y Sebastián Miralles, ático I.ª» En fin, siempre podía bajar un momento acompañado de
Lady First
y cambiar la etiqueta, o al menos taparla. En cuanto al portero, observé mientras esperaba el ascensor que se quitaba la bata y trasteaba en un cuartito abierto tras el mostrador con el aire de quien ha terminado la jornada y se va por fin a su casa. Era más que probable que para cuando llegara el tal Robellades se hubiera marchado ya. Mucho mejor: instruirlo para el caso de que le preguntaran no habría sido tarea fácil.

Llamé al ático I ª y esta vez abrió la propia
Lady First
. Le costó casi cinco segundos reconocerme.

—Vengo de incógnito. ¿Te gusta el disfraz?

—Estás muy... guapo.

—No creo que «guapo» sea la palabra. Para ser precisos habría que decir «guay». ¿No te enseñaron en la escuela a adjetivar con propiedad, señorita escritora?

—No sé, chico, pero das el pego.

—Eso ya está mejor. Lo fundamental es tener aspecto de haber despertado alguna vez en ti el deseo de casarte conmigo. A ver: de haberme conocido así, ¿te hubieras casado conmigo?

—Inmediatamente.

—Estupendo. Oye: ¿qué te parece si pasamos al salón y hablamos un poco más cómodamente?

—Perdona, es que me has dejado parada; pasa...

De pronto pareció que éramos amigos de toda la vida. Hay que joderse con lo que hace un cambio de imagen. Así que, una vez en el salón, me fui directo al sofá y me desparramé sobre él. Ella se paró en el mueble bar y me ofreció algo de beber.

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