Lo mejor que le puede pasar a un cruasán (16 page)

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Authors: Pablo Usset

Tags: #humor, #Intriga

—Y se quedó con los indios...

—Más que quedarse se fue con ellos. Y aprendió no sólo a distinguir a simple vista un conejo de un salmón sino también a construir trampas adecuadas según el caso. Y como era un sonao con mucho coco, aprovechó lo aprendido en el almacén de ferretería de su padre para pertrechar un ingenioso sistema de recuperación de capturas que dejó pasmados a los siwash. Pasó una semana, pasaron dos, tres, y empezó a tomarle el gusto a la vida nómada hasta el punto de que fue siguiendo a los indios de campamento en campamento hasta pasar el resto del verano y parte del otoño con ellos.

Hice otra pausa para beber vino y comer jamón.

—¿Y el pozo?

—Ahí vamos, déjame comer un poco.

»Con los primeros fríos, los indios empezaron a bajar de las montañas hacia el sur, y el ferretero pensó que había llegado el momento de volver sobres sus pasos y ponerse a trabajar en la extracción. Debía de haber recorrido unos doscientos kilómetros con los indios en dirección a la cuenca del Yukon, pero aún entretuvo la larga vuelta al norte poniendo en práctica sus recién adquiridas habilidades de predador trampero. Cayeron las primeras nieves y el tipo estaba aún a mitad de camino, ocupado en curtir pieles de conejo para protegerse del frío creciente. Trato entonces de apresurarse, pero las ventiscas y la nieve empezaban a hacer difícil el camino y le llevó una semana cubrir los últimos veinte kilómetros hasta llegar al pozo.

—Y cuando llegó se lo encontró lleno de gente chapoteando...

—No exactamente. Digamos que nadie podría haberse metido en aquel agujero aunque lo hubiera encontrado. Allí ya no había agua, había un tremendo bloque de hielo opaco cubierto por medio metro de nieve dura.

—Putada...

—Inmensa.

—Y qué...

—Pues no le quedaba más remedio que volverse a Dawson con el contenido del sombrero que aún guarda en la alforja. Hasta la primavera el oro había quedado completamente inaccesible a menos que se excavara el hielo, y eso requería el trabajo de varios hombres durante días, quizá semanas, habría que montar un verdadero campamento minero. Pero aquí no acaba la cosa, porque todavía se le ocurrió otra idea de Perrito Piloto. ¿Qué hubiera hecho una persona normal en esta circunstancia. Pues irse directamente a contratar a gente que también fuera normal: un pequeño grupo de mineros experimentados que hubieran tenido éxito en sus propias concesiones y quisieran redondear su fortuna trabajando un par de semanas para otro. ¿Y qué es lo que hizo en cambio el cenutrio del ferretero?, pues le dio por ponerse a jugar a Teresa de Calcuta y se fue por Dawson buscando desarrapados.

—¿Y eso?

—Bueno, él estaba vivo y era rico gracias a la generosidad de unos indios que estaban mal vistos por todo el mundo, así que pensó que había llegado el momento de devolver el favor compartiendo su secreto con una veintena de los más necesitados. Entre todos sacarían el tesoro de bajo el hielo y podrían volver a sus casas con los bolsillos lo suficientemente llenos como para establecerse cómodamente.

—Pues no me parece tan mala idea.

—A veces, Fina, creo que tú también estás un poco sonada: tanta tontería con las ONG's te está estropeando el sentido común. ¿Sabes lo que pasó cuando aquel tipo vestido con pieles de conejo empezó a contar su historia entre los pobrecitos necesitados de Dawson que rondaban medio borrachos por las calles? Pues que se le rieron en las narices. ¿Quién iba a creer a un gandul al que todo el mundo recordaba despilfarrando su dinero en los salones de la ciudad y que ahora andaba por los arrabales explicando historias de maravilla entre los pordioseros? Y le creyeron menos aún cuando, intentando darle verosimilitud a su historia, entró en detalles y empezó a contar el episodio de los siwash. Verás: George Carmack, el héroe local al que se atribuía el hallazgo del Bonanza, era un blanco simpatizante de los indios hasta el punto de casarse con una tagish, y precisamente hizo su descubrimiento a través de un hermano de su mujer, un indio al que llamaban Skookum Jim. Así que cuando nuestro sonao de Omaha empezó a contar los pormenores de su aventura todos terminaron por reafirmarse en que, además de ser un embustero, aquel imbécil tenía muy poca imaginación Se convirtió en una especie de bufón que rodaba por los salones desbarrando sobre pozos dorados de increíble riqueza; le perdieron el respeto, y cuanto más se desgañitaba él, más loco les parecía a todos.

—Pero aún conservaba el oro que había sacado con su sombrero, ¿no?, eso demostraba que su historia era cierta.

—Ah, sí: a él también se le ocurrió esa idea. Un día tomó un puñado de arena dorada, entró en un salón con la palma abierta y gritó: «Mirad: tengo dos kilos más de esto metidos en un sombrero, para quien quiera verlos y convencerse»...

Me detuve un momento y tomé un sorbo de vino mirando a la Fina fijamente.

—¿Y?

—Pues que quien más interés mostró en aquello fue una pareja de la policía montada. Si aquella bravuconada del sombrero tenía algo de cierto, era sin duda indicio de que el tipo le había robado el oro a algún ciudadano honrado. Lo detuvieron. Lo interrogaron. Después de dos horas vio en la necesidad de excusarse alegando que había inventado esos dos kilos sólo para darse importancia en el bar, y aun así le costó justificar el puñado con el que había entrado en el salón. Por suerte, esa misma noche, la bailarina de un salón de la calle principal tiró sin querer una lámpara mientras actuaba y acabó incendiándose media calle. No había todavía cuartel de bomberos en la ciudad y la policía tuvo tanto trabajo que acabó por desentenderse de aquel pobre desgraciado.

—Qué mal rollo...

—Malísimo. Y aquí es donde termina la historia. Eran primeros de diciembre, y esperar siete meses en aquel lugar en el que todo el mundo lo tomaba por un borracho sospechoso para volver al pozo en primavera era más de lo que el tipo podía aguantar. Así que emprendió el largo camino de vuelta a Omaha, decepcionado y con el ánimo lleno de rencor.

—¿Y el oro del pozo?

—Misterio. El ferretero no volvió jamás. Puede que aún esté allí, pero es poco probable. Hoy día aquello es una especie de ruta turística para aventureros de salón. Alguien debió encontrarlo en algún momento, quizá el gobierno canadiense. O quizá no. La fiebre del oro no duró mucho, un par de años más después de aquello. Vete a saber.

Nos quedamos callados. La Fina, muy seria, parecía cavilar sobre lo escuchado como tratando de encontrarle un sentido alegórico que se le resistía. Yo aproveché para pedir un taco de manchego seco al camarero. Ella no quiso nada más, ni siquiera postres.

—Oye: ¿seguro que no me tomas el pelo?

—¿Por qué iba a tomarte el pelo?

—Porque te gusta tomarle el pelo a la gente. Me consta.

—¿Sabes quién me contó la historia? Greg Farnsworh junior, el único hijo que años después tuvo aquel ferretero sonado. Estuve trabajando un par de semanas en su gasolinera de las afueras de Aurora, a unos 150 kilómetros de Omaha.

—Ah, ¿sí?, no sabía que hubieras trabajado nunca en una gasolinera...

—Sólo esa vez, en el verano del 86. Yo necesitaba unos dólares para seguir viaje hacia Denver y él necesitaba un par de buenos brazos para organizar el almacén. Solía reunirme al atardecer con él y con la vieja Annie a tomar limonada helada en el porche de su casa. No tenían hijos a quienes contarles sus batallitas, y aprovecharon la oportunidad que les brindaba aquel extranjero que pasaba por allí.

—¿Y cómo sabes que la historia es auténtica? No sé: sigue pareciéndome un cuento de Jack London.

—Fina, por favor... ¿Crees que un par de viejos con un pie en la tumba hubieran improvisado una historia así sólo por el placer de engañarme? Aquel hombre veneraba el recuerdo de su padre, me contó su aventura para que siguiera viva, para que no se perdiera con él. Y por lo visto le parecí digno de escucharla: precisamente yo, un viajero de paso. Me dio toda clase de detalles, nombres, fechas topónimos... Quizá le recordé a aquel sonao que se fue al Norte en busca de una perspectiva privilegiada, no sé. Además: me enseñó el oro en el sombrero. Lo guardaba junto con las pieles de conejo y las alforjas de la mula como si fuera una reliquia.

—¿Siiií?

—Un sombrero de ala ancha, marrón, completamente deformado pero rígido, como aprestado de nuevo entre el interior de la alforja y la arena que contenía. Y la arena era realmente dorada, brillante... Dejaba destellos adheridos la humedad de la mano, exactamente como una purpura finísima. Es uno de los recuerdos más conmovedores que guardo: aquel polvillo dorado.

Silencio. Crepitar del fuego. La cosa se había puesto tan seria que sentí la necesidad de hacer alguna gansada Como medida de urgencia puse cara de negro bembón y empecé a bailotear sobre la silla una coreografía de Georgie Dan:

—Cuando la gente dice criticando que

»paso la vida sin pensar en na,

»es porque no saben que yo soy el hombre

»que tiene un hermoso y lindo cafetal.

»Y ahora nos vamos a tomar un par de chupitos de marc de champán y un cafelito, ¿hace?

La Fina volvía a sonreír:

—Ah, no... Primero tienes que volver a poner cara de Perrito Piloto. Lo prometido es deuda.

Hice un breve amago de Perrito Piloto para complacerla y llamé al camarero. El final de la cena fue ya inevitablemente lánguido; tomamos los chupitos tratando de hablar de cualquier cosa, pero estaba claro que necesitábamos un cambio de escenario. Pedí la cuenta —ocho mil nosecuántas: bastante menos de lo que esperaba—, y tratamos de salir de allí. Digo tratamos porque en el tiempo en el que estuvimos cenando había entrado otra pareja en el salón y se había sentado en una mesa: yo pude verlos, pero la Fina, que quedaba de espaldas, no reparó en ellos hasta que nos levantamos para salir.

—¡Ay, el Toni y la Gisela! ¡Qué fuerte, hace mogollón de tiempo que no los veo!

Cagada. Cuando la Fina se encuentra a alguien en un restaurante ya puede uno calzarse. Siempre hace siglos que no los ve y siempre trata de ponerse al día en ese mismo momento. Ya se habían reconocido mutuamente, y la pareja —treintañeros con aspecto de matrimonio sin hijos que todavía sale a cenar entre semana— esperaba la aproximación de la Fina desplegando un florido repertorio de gestos de entusiasmo. Me vi venir que aquello podía retrasarnos una hora larga a poco que yo estuviera dispuesto a entretenerme e improvisé una maniobra de despiste:

—Oye, Fina, me estoy meando. Voy al lavabo mientras saludas a tus amigos y te espero en el coche. No tardes, ¿vale?

Me dijo que bueno sin hacerme ningún caso y se fue hacia la mesa de la pareja haciendo aspavientos de alegría.

No pasé por el lavabo porque no me estaba meando, sencillamente salí al exterior. Hacía calor. Noche de finales de primavera. Estábamos lo suficientemente lejos de Barcelona como para que se vieran las estrellas. Eso y olor de la leña predisponen siempre al bucolismo y los suspiros. Me llegué hasta la Bestia Negra, «Stuuk», me metí abrí la ventanilla y me dejé llevar por el cric-cric de los grillos y la soñera de después de cenar.

El hermano Bermejo

Puede que las hechuras interiores de la Bestia sean perfectas para hacer carreras por la autopista, pero cuesta trabajo dormirse profundamente en un asiento que te obliga a permanecer encajado en posición de piloto. Aun así quedé sumido en un duermevela sudoroso, obsesionado en agrupar el ferrete de los grillos en un compás de cuatro por cuatro que se desmadraba en cuanto unos pasos sobre la gravilla, o el motor de un coche pasando por la carretera, me acercaban a la vigilia. Al rato, ayudado por una larga bocanada de brisa nocturna, experimenté ese placer inenarrable de caer dentro de uno mismo. Llegué a soñar que conducía a gran velocidad por solitarias carreteras de montaña, entre nubes de polillas que relucían a la luz de los faros, siempre hacia el valle remoto que esperaba allá en el fondo, con su pueblo, sus casas, sus blandas camas de metro noventa que me permitirían, al fin, dormir a pierna suelta.

Me sacó del trance una sensación de ahogo insoportable y di dos o tres manotazos al aire tratando de zafarme de algo que me cerraba los orificios nasales como una pinza. Al despertar completamente me encontré con la Fina riendo al otro lado de la ventanilla.

—¿Dónde te has metido?, pensaba que habías ido al lavabo.

—Fina, joder, no me vuelvas a hacer eso, ¿vale?

—¿El qué?

—Taparme las narices mientras duermo. No lo soporto

—Bueno, chico, no te enfades.

—Vale, pues no vuelvas a hacérmelo. Estaba durmiendo tan a gusto y vas y me cortas la respiración. ¿Sabes lo que jode eso?

Le dio la vuelta al coche y se subió al asiento del acompañante con la cara ceñuda. Ahora se hacía la ofendida para enmendar la travesura:

—¿Qué?, ¿nos vamos? —dijo.

—¿Qué hora es?

—La una pasada.

—¿La una? ¿Cuánto rato has estado cascando con aquéllos?

—Chico, no sé, pensaba que habías ido al lavabo y volvías.

—Te he dicho que te esperaba en el coche, lo que pasa es que cuando no te conviene no te enteras.

No contestó. Seguía enfurruñada. Traté de hablar tono conciliador:

—Anda, pon el aire acondicionado.

—Ponlo tú, don Perfecto, yo no lo encuentro.

—Joder, Fina, si es un perro te muerde. ¿No ves el dibujito?: rojo calor, azul frío.

—Bueno, chico, pues lo pones tú. Me hubiera gustado verte buscándolo mientras íbamos como un cohete por la autopista.

—Tú sí que estás hecha un buen cohete. Venga, pon música. ¿Crees que encontrarás tú sola el botón, Flor de Lis o te lo busco yo?

Se volvió y me dio un manotazo en el hombro a modo de escarmiento. Buena señal. Arranqué y salimos de vuelta rodando lentamente la Nacional. La Fina repasó el contenedor de CD's y encontró un recopilatorio de grandes éxitos de la Dinah Washington. En cuanto el
Mad about the boy
rompió definitivamente el hielo, volvimos a hablar.

—¿Quiénes eran ésos?

—¿El Toni y la Gisela? Ella fue compañera mía en la facultad. No los conoces.

Seguimos sin pasar de ciento veinte hasta Barcelona, la Fina contándome los pormenores de su relación con la tal Gisela, yo escuchando sin mucho interés y la Dinah Washington haciendo lo posible por crear un clima chic. Una vez en el barrio di la vuelta por Nicaragua y paré un momento en doble fila frente a la oficina de La Caixa de Travesera. Era ya un día nuevo a efectos administrativos; no sabía qué límite tenía aquella tarjeta estupendísima, pero si unas horas antes me había dado cien papeles sin rechistar, nada impedía que en ese momento pudiera sacar cien más.

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