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Authors: Pablo Usset

Tags: #humor, #Intriga

Lo mejor que le puede pasar a un cruasán (29 page)

Llegamos al poco a la planta en cuestión, el Escaparate, tres pisos por debajo del bar de partida. En la sala de acceso, uno de los gorilas pasó mi tarjetita por otro de aquellos teclados con ranura y nos metimos en un complicado dédalo. Al principio, mientras nos íbamos adentrando pasando de un salón a otro —supe que nos adentrábamos a pesar de que mi sentido de la orientación había sido anulado por las complicaciones del recorrido—, no se veía nada que llamara la atención, sólo la decoración procuraba algún entretenimiento. La moqueta anaranjada, los dibujos con motivos eróticos colgados en las paredes, los divanes y las sillas tapizadas, habían ido ganándole terreno a kentias y ventiladores. Y de repente, cuando parecíamos acercarnos a una especie de galería interior, apareció caminando en nuestra dirección un viejo blanquísimo, calvo, extremadamente delgado, vestido únicamente con una camisa blanca que le caía hasta medio muslo como un blusón. Se detuvo al vernos aparecer al otro extremo del pasillo y atento a nuestros ojos se levantó los faldones de la camisa para mostrarnos el sexo, un pene delgado y larguísimo que colgaba lacio de un pubis de vello inesperadamente oscuro. Primero insistió, con ojos casi suplicantes, en que lo mirara Beatriz, quizá porque caminaba en primer lugar, delante de mí. Ella lo complació, pude darme cuenta de que bajaba la mirada hacia sus genitales y pude ver el brillo de agradecimiento en los ojos del viejo. Después, cuando ella hubo superado su altura, me tocó a mí encontrarme con su demanda. Le mantuve la mirada durante un momento, pero costaba mucho más mirar aquellos ojos mendicantes que volver la vista hacia el espectáculo que quería mostrarme. Me fijé en aquella culebra escurrida, acentuada su longitud por un prepucio sobrado, y enseguida regresé la vista a sus ojos como para dar por terminado el encuentro. Creo que nunca antes había visto desnudo a alguien tan viejo, me sorprendió la finura aparente de la piel, su transparencia, la laxitud de los genitales rendidos a una gravedad excesiva: resultaba extraño ver en las partes normalmente ocultadas de un cuerpo esos mismos efectos de la vejez que resultan tan familiares en un rostro o unas manos. Me giré un momento unos pasos después de haberlo superado y vi que se había situado de espaldas, sin dejar de mirarnos girando el cuello. Ahora nos mostraba las nalgas, un culo amarillento y consumido que trataba de encuadrar con las manos para que no hubiera error sobre cuál debía ser nuestro nuevo centro de interés.

Eso fue sólo el principio. Llegados a un enorme prisma cuadrangular que perforaba el edificio entero y sobre el que se abalconaban las sucesivas plantas, empezaron a verse más cosas curiosas. Para empezar sobrecogía la propia construcción, aquel vacío de diez pisos entre la piscina de mosaico verdoso que se hundía en el último sótano y la cubierta de cristal que limitaba con la oscuridad del cielo nocturno. Iniciamos entonces el periplo alrededor del hueco central como quien se pasea por el Salón del Automóvil, con la diferencia de que lo que se exponía en aquella feria singular era un montón de peña dándose al fornicio en las más diversas variantes. Lo primero que vi, sobre un banco corrido a nuestra izquierda, fue una pareja tratando de completar sin mucho éxito una cópula
ad mode ferarum
. Nuestra presencia pareció estimularlos un poco y enfatizaron los jadeos, me pareció que para llamar nuestra atención más que para autoestimularse. Más adelante, dos tíos muy parecidos el uno al otro, tanto en la indumentaria como en sus rasgos generales, se besaban furiosamente, como un par de gemelos incestuosos. En una zona de sofás continuos, una hilera de individuos amontonados hasta formar un solo cuerpo de miembros semovientes se manoseaban con manifiesta fruición. Otros simplemente mostraban con ostentación su desnudez, o sus complicadas y a menudo aspaventosas caricias solitarias; alguno, más interesado en la pasión de los demás que en la suya propia, iba masturbándose desganadamente por aquí y por allá, como poniendo a prueba el talento de los demás ejecutantes. También se veía a quien, como nosotros, daba un paseo por el recinto, o se detenía brevemente ante algún conjunto meritorio, o se sentaba en una silla a fumar. Caminamos, habiendo de sortear a veces a alguien con el culo en pompa que se introducía un rotulador de fosforito en el ano, o despropósito semejante, hasta agotar el primer lado del cuadrado. Parecía evidente que la intención de mi guía era rodear todo el perímetro de la barandilla hasta acabar por donde empezamos, de modo que me limité a seguirla. Poco más adelante, llegados a un entrante más recogido que prolongaba el primer rincón que encontramos, una pequeña aglomeración de diez o quince personas mereció que Beatriz abandonara un momento el rumbo para acercarse. La verdad es que tanta concurrencia despertó también mi curiosidad y la seguí de buen grado. El corazón de la reunión, parcialmente oculta tras los que observaban de pie, lo constituía un curioso trío formado por una pareja madura que se me figuró matrimonio —los dos igualmente rollizos, vestidos de señor notario y esposa—, y una delicada joven de purísimos ojos azules que no podía pasar de los dieciocho años. Estos tres personajes, al contrario de los vistos hasta el momento, parecían concentrados sólo en su complicado tejemaneje, indiferentes a la expectación que pudieran concitar. La señora, sentada sobre la moqueta y apoyando los hombros en la parte baja de un sofá, abría las varicosas piernas todo lo que su constitución le permitía y se hacía hueco en la mullida entrepierna con las manos, centro del que emergía, como una flor carnosa, la vulva abierta y la protuberancia blanquecina de un clítoris desasosegado por el estímulo del anular de la derecha, instrumento que también usaba alternativamente para penetrarse la vagina. El hombre, completamente vestido, tenía la bragueta bajada y de ella emergía la cabeza del pene, morada y tersa como una garrapata sobrealimentada bajo el michelín del vientre. Aquí es donde intervenía la muchacha que, sentada en el sofá junto al hombre, le tomaba delicadamente la corona del glande con dos dedos y, a juzgar por las instrucciones que él le dirigía con un punto de vehemencia contenida, trataba de imprimir el toque justo para mantener al propietario del órgano al borde de la eyaculación. La mujer, disfrutando discreta pero largamente de sus propias maniobras, miraba fijamente la bragueta del hombre, él miraba del mismo modo la entrepierna de ella, la muchacha alternaba la atención entre sus responsabilidades manuales y la expresión facial de la respetable pareja, y los espectadores, en un silencio sólo perturbado por las instrucciones del hombre —«más rápido», «para», «así»— y los leves quejidos de la señora, asistían a aquel ejercicio de precisión como si fuera una partida de billar a tres bandas. Como me daba nosequé mirar directamente la acción principal, me puse a observar a los observadores, algunos de ellos sentados en los huecos que el trío dejaba en los dos grandes sofás enfrentados.

El conjunto tenía auténtica calidad pictórica, como uno de esos cuadros renacentistas en los que todo el mundo parece haberse quedado congelado alrededor del centro de la composición. A lo más, alguien se atrevía a mover el brazo para llevarse el cigarrillo a la boca, o los ojos para cambiar momentáneamente el centro de atención de uno a otro de los oficiantes. Lo peor era que se respiraba una tensión insoportable, como si todos estuvieran esperando a que se dilucidara el tanto para ponerse a aplaudir. Eso me daba un especial mal rollo y busqué consuelo en mi Havana, pero el tintineo del hielo rompió por un instante la concentración de la joven de ojos azules y estuvo a punto de producirse un cataclismo, un desequilibrio fatal del sublime montaje. Cayeron sobre mí varias miradas reprobatorias, empecé a sentirme ridículo —sí: yo—, con mi camisa chillona y mis exabruptos de neófito, y busqué alguna complicidad en la mirada de Beatriz. Afortunadamente la encontré: estaba tan pendiente de mí y de mis reacciones como de lo que ocurría a nuestro alrededor. Puse cara de dar aquello por visto y reanudamos la marcha por el siguiente lado del cuadrado.

—Oye, la moqueta de esta planta me da dolor de cabeza —dije.

—Ya nos vamos.

Parecía divertirle mi incomodidad. Aligeramos el paseo, pero aún se detuvo un momento ante una hilera de tres diminutas habitaciones delimitadas por paredes de cristal y ocupadas casi completamente por una cama grande. Dos de ellas estaban vacías, pero en la otra una pareja joven, completamente desnuda —creo que fueron las únicas personas que vi completamente desnudas, los demás lo estaban siempre a medias—, copulaba con ese espíritu gimnástico de las películas porno con banda sonora maquinorra,
chump, chunga-bum, chump, chunga-bum.

—Esto es lo que yo llamo el Escaparate —dijo Beatriz, señalando aquella especie de acuario.

—Éstos parecen profesionales.

—Puede que lo sean. Una vez vi metido en una de estas a Rocco Sifredi. Vino a Barcelona por el festival de cine erótico.

—Ya. ¿Oye, y te conoces todo el infierno?

—Bueno, hay zonas con las que no he podido. Hieren mi sensibilidad. No soporto el mal olor, por ejemplo, y tampoco me gusta nada ver sangre. ¿Quieres que bajemos un poco más? La siguiente planta todavía es tolerable.

—Me apetece más tomar un poco el aire.

—Muy bien. Entonces vamos arriba.

Estábamos ya lejos de la galería central, de regreso a la zona de ascensores, pero hicimos otra parada en unos lavabos para meternos la segunda raya. Naturalmente ya no le valía el billete de antes y me pidió otro.

—¿Qué hay en las plantas altas?

—El cielo.

—Ya, pero qué hay.

—Si el infierno es la tierra, la materia, la carne, puedes suponer que el cielo es el aire, la mente, el espíritu. Abajo vas a satisfacer el cuerpo, arriba a reconfortar el alma. Hasta el segundo piso todavía hay contacto físico, pero a partir del tercero nadie se toca, todo lo más se habla.

—Y en el séptimo hay terapia de grupo y un confesonario.

—Bueno, no exactamente.

—¿Y a qué planta vamos?

—Al ático.

—Guau.

—No creas, los extremos se tocan. Lo más alto y lo más bajo se comunican directamente con la ciudad. La realidad es el cielo y es el infierno. Pura alegoría, como ves.

En efecto, el último piso estaba ocupado por una especie de snack central rodeado por un solárium que mostraba de nuevo la ciudad. Todavía era oscuro, debíamos estar en algún momento entre las cinco y las seis de la mañana. El aire se me antojó puro y limpio, lo aspiré bien hondo —Beatriz también lo hizo— y nos sentamos en una mesa de la desolada terraza esperando que se acercara algún camarero. Beatriz quiso otro Campari y yo me decidí por una botella de vodka helado y un vaso largo con hielo. Me tragué casi sin respirar la primera medida hasta el límite de los cubitos y, sacudido de pies a cabeza por el escalofrío, seguí a tragos cortos desde ahí. Mientras, a Beatriz le dio por teorizar. El Bosco, Goya, el Golem, Guy de Maupassant, las brujas de Baroja, Nietszche, los Cantos de Maldoror..., una empanada de referencias cuyo denominador común trataba de postular confusamente a base de ideas que la conducían invariablemente a otro universo: Fausto, Fredy Krugger, Dorian Gray y vuelta a empezar.

—Oye, ¿tú eres puta? —le pregunté cuando empecé a hartarme de tanta cultura.

—¿Perdona?

—Que si eres puta..., prostituta...

—¿Por qué lo preguntas?

De repente se me había ocurrido una idea un poco loca.

—Nada, curiosidad. Pensé que esto era un burdel.

—Pues no exactamente.

No supe si la negativa era por lo del burdel o por su condición de prostituta, pero me dio igual.

—Verás, te voy a ser franco... Soy detective privado. Ando buscando a alguien por encargo de su familia y es posible que tú puedas facilitarme alguna información. A cambio de una pequeña retribución, por supuesto.

—Lo sabía.

—¿El qué?

—Que eras detective. Me lo pareció en cuanto te vi.

¿Noté una leve ironía?

—Pues pensé que no se me notaba.

—Das el perfil. Y además soy buena psicóloga.

—Excelente, ya lo veo... Oye, antes has dicho que conocías a los habituales del lugar...

—A casi todos los que se dejan ver por el bar. Pero no quiero líos.

—No pretendo meterte en ningún lío. ¿Te dice algo el nombre de Sebastián Miralles?

No le cambió la cara.

—¿Le ha pasado algo a Sebastián?

—¿Lo conoces?

—Sí. ¿Le ha ocurrido algo?

—No lo sabemos. Desapareció hace unos días y su familia me ha encargado que haga algunas averiguaciones.

—¿Te ha contratado Gloria?

Joder: la familia que se pervierte unida permanece unida.

—¿También conoce a Gloria?

—Sí.

—¿Y a Lali, Eulalia Robles?

—También.

¿Por qué me extrañó la manera como dijo «también»?

—¿Los has visto por aquí últimamente?

—Hace un par de semanas que no.

—¿Vienen juntos?

—A veces...

—He pensado que quizá su desaparición tenga algo que ver con el hecho de que frecuenten este lugar. ¿Crees que tiene algún sentido?

Me miraba con cara de póquer:

—Oye, me parece que ya te he contado demasiado.

—No has dicho nada que yo no supiera ya.

—Pero en un lugar como éste la discreción es fundamental.

—Mira, yo no doy detalles de la investigación a nadie: busco al tipo, si lo encuentro, bien, y si no, presento un informe general y cobro la minuta mínima, sin más.

—¿Y quién dices que te ha contratado?

¿Y por qué me pareció que se estaba burlando de mí y no creía en absoluto que fuera detective?

—Gloria. Ella me dio esta dirección —le repetí la pregunta que había quedado colgada—: ¿Crees que su desaparición puede tener algo que ver con este sitio?

—Éste tiene fama de ser uno de los lugares más seguros de la ciudad.

A partir de aquí fue ella la que quiso saberlo todo sobre el caso, cómo, cuándo, por qué y para qué, y comprendí que ya había agotado la fuente y a partir de ese punto empezaba a ser ella la que obtenía información. De hecho no había averiguado nada nuevo excepto que el trío Lalalá frecuentaba también en grupo aquel edificio, cosa que ya no me parecía del todo rara.

Llegados a este punto amanecía ya el último día de primavera, aunque la atmósfera conservaba aún el fresco de la noche y parte de su oscuridad perforada por las farolas. A la botella de vodka helado le faltaba ya un buen cuarto de litro y empecé a tener ganas de irme a casa. Le conté a mi guía que llevaba tres días sin dormir y eso la convenció de dejarme marchar sin atosigarme con más preguntas. Incluso se ofreció a acompañarme hasta el salón de la planta de entrada.

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