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Authors: Pablo Usset

Tags: #humor, #Intriga

Lo mejor que le puede pasar a un cruasán (27 page)

—Perdona, pero tengo que bajarte porque se me van a doblar las piernas y nos vamos a romper la crisma.

Debí decirlo tan serio que a ella le dio la risa. Lo que faltaba. Las pocas fuerzas que a mí me quedaban no eran suficientes para alzarla a pulso, necesitaba su colaboración, de lo contrario se iba a rasgar todo el vestido contra el estucado basto del muro. Ella seguía riéndose y a mí se me contagió un poco, así que nos fuimos escurriendo hasta quedar semicaídos en una posición difícil: yo con los calzoncillos a media asta y ella con las faldas subidas y las bragas colgando de un zapato.

Lástima de foto.

—Oye, no me he puesto condón —dije, cuando logramos recuperar cierta verticalidad y, con ella, la dignidad necesaria para decir algo coherente.

—Da igual. No me voy a quedar embarazada, seguro.

—¿Y el sida, y tal?

—No te preocupes, normalmente siempre uso condón. Lo de hoy ha sido una excepción.

—No, si lo digo por ti: es que soy bastante promiscuo.

—¿Y cuando eres tan promiscuo usas condón?

—Sí: siempre.

—Entonces...

Bué.

—Oye, tengo un capricho.

—Qué.

—Me gustaría verte las tetas. Al final no te las he visto de cerca.

Se enrolló y me dejó vérselas. Me las mostró incluso con orgullo. Tomé la derecha sobre mi mano y la besé, tomé la izquierda y la besé también, después la ayudé a ponerse bien los sujetadores y entonces fue ella la que me depositó un beso transversal sobre el bigote de Errol Flynn. Es una pena que yo sea básicamente soltero porque la vida de pareja tiene cosas bonitas, como cuando los chimpancés se despiojan mutuamente y tal.

—Oye, ¿sabes que hasta te encuentro tierno? —dijo, mientras terminaba de recomponerse la indumentaria.

—Pues no me conviene que se sepa.

—Yo no pienso decírselo a nadie.

—Bueno, de todas formas no iba a ser fácil que te creyeran.

Seguían temblándome las piernas como si las tuviera de gelatina. Ella dijo que le iría bien pasarse por el lavabo y le pedí que me siguiera por la parte alta de la terraza hasta entrar por mi habitación. Le indiqué la puerta del baño.

—Debe de haber toallas en algún armario. Debajo del lavabo, me parece.

La dejé tras la puerta y busqué un sitio donde sentarme a fumar un cigarrillo tranquilamente. Lo encontré sobre mi vieja cama, y fue entonces cuando caí en la gravedad de mi transgresión. Y caí porque de pronto me encontré a mí mismo deseando volver a besarle las tetas a aquella advenediza que andaba cacharreando en mi cuarto de baño; sí: mi cuarto de baño, al fin y al cabo. Ir de putas es una cosa: en cuanto tienes ganas de volver a besar a la de turno el taxi te ha situado a dos kilómetros del lugar de los hechos y no hay riesgo de sucumbir a la tentación, pero este individuo, este hermoso individuo al que me moría de ganas de volver a sostener en ese delicuescente abandono que me chorreaba por los huevos —todavía notaba el cosquilleo de una gota detrás del escroto, tuve que darme un meneo en el paquete para enjugarla en el algodón de los calzoncillos—, iba a salir del baño de un momento a otro, y yo..., yo no podía permitirme el lujo de exponerme a su presencia.

Así que fui a esconderme a la vieja habitación de mi Estupendo Hermano.

Estaba vacía.
The First
va a todas partes con todo su pasado a cuestas, piano incluido. Pero quedaba la cama. Y me eché un momento confiando en que enseguida se me pasaría el tembleque.

Bienvenido, señor cónsul

Dormido sobre la vieja cama de
The First
, me molestaban los zapatos —cómodos pero al fin y al cabo nuevos, casi lo peor que pueden ser unos zapatos—, y me pasé el poco rato que duró aquella siesta extemporánea soñando que flotaba sobre la corriente plácida de un río de aguas turbias, sentado a horcajadas en un tronco y con las piernas hundidas en el caudal. Entonces empezaban a llegar las pirañas: diminutas pirañas con dientecillos de borzog. La cosa es que al despertar me di cuenta de que había dejado la colcha hecha un asco, arrugada y sucia por el roce agitado de los zapatones.

El cielo visto desde el ventanal que daba a la terraza era nocturno. Entré en el baño. Nada más bajarme la bragueta para mear, una reminiscencia me llegó a las narices y me retrotrajo a la reciente escena de la terraza: olor a ella, mezclado con el de su perfume, supongo que algo también de mi propio olor, más difícil de identificar por ser tan conocido. Zas: erección de adolescente. Qué endemoniadamente bien huelen las mujeres, nada hay que pueda comparársele, quizá sólo el regusto de una buena pipa, delicioso y sutilmente acre. «El Tarro de las Esencias», titulé, en un arrebato lírico. Desde luego aquella línea de pensamiento no era la más propicia para que cediera la erección y, por mucho que traté de ganar ángulo de tiro, acabé meando toda la tapa del váter. Me negué, por supuesto, el placer de hacerme una paja rememorando el episodio: cometer un error es humano, pero cometer dos seguidos empieza a ser sospechoso. A cambio, me remojé la polla con agua deliberadamente fría a modo de penitencia. Aquello me aflojó la trempera pero no me libró del zumo de ella, ya reseco, que me acartonaba la pelusa de los huevos. No me gustan esos aparatos, pero no tuve más remedio que sentarme en el bidet y hacerme un lavaje más detenido. Mientras duró la maniobra, avergonzado por el gravísimo desacato a una norma fundamental de mi código de supervivencia, me puse a silbotear cualquier cosa para disimular. A menudo disimulo ante mí mismo: silbo, tarareo, me hago el sueco. Pero lo peor estaba aún por llegar: la prueba de fuego iba a ser encontrarme otra vez con ella. No me acordaba de cómo había que tratar en sociedad a una mujer con la que acaba uno de echar un polvo, ¿debía mostrarme especialmente amable, atento, solícito?, ¿cruzaríamos miradas de complicidad?, ¿nos rozaríamos los codos en la mesa?, ¿tendría que llevarla al cine los domingos? Me invadió el pánico escénico y a poco me largo de allí sin despedirme. Pero no lo hice. «Ahora jódete y apechuga», me dije, y abandoné los aposentos de mi Estupendo Hermano camino de la planta baja.

La costumbre en casa es tomar la segunda ronda de licores en el salón y todavía estaban todos sentados a la mesa, así que no debía de haber pasado mucho rato durmiendo. Bueno, en realidad estaban todos menos Ella.

—Pablo José, hijo: ¿dónde te habías metido?

—En mi habitación. He entrado un momento y me entretenido mirando mis cosas. Hacía años que no... veía... mis cosas.

Demasiadas explicaciones. Miento mal muy pocas veces, pero cuando me ocurre resulto un desastre, no hay nada más chirriante que el fiasco de un experto. En cualquier caso, siempre que no haya dinero de por medio, la gente se deja engañar con relativa facilidad.

—Pues Carmela acaba de marcharse. Tiene una actuación a las diez y se le hacía tarde. Me ha pedido que la despida de ti.

—Ah..., bien.

—Ha estado un buen rato sola en la terraza... Ni siquiera has tomado café con ella.

Mi Señora Madre se dirigía a mí pero haciendo partícipes del diálogo al resto de los contertulios, de modo que consiguió que la conversación anterior a mi llegada —si es que la hubo— quedara definitivamente abortada. Su tonillo vacilaba entre el reproche y la picardía, actitud que se reflejaba también en las otras siete caras que poblaban la mesa. Estaba visto que no iba a librarme de la sesión.


I què, Pau, com va la feina?...

Ése era tío Frederic el Convergente, que no soporta que lo llamen Federico pero que siempre me llama Pau. Lo habitual es que empiece con una pregunta inocente y termine tentándome con vacantes directivas en institutos oficiales de nomenclatura inaudita (siempre previa filiación a la
cosa nostra
, por supuesto). Durante años no supe cómo interpretar esa insistencia absurda, pero acabé comprendiendo que aquellas ofertas descabelladas eran sólo una forma velada de burla.

Contesté a la pregunta con todo el laconismo del que soy capaz, por ver si se podía capear a palo seco. Pero nanái: tratando de fachear terminé por encapillar olas por popa, y tío Félix, aproximándose a sotavento con la artillería armada, no me dio tiempo a poner la amura de través.

—Lo que tendría que hacer es buscarse una novia y casarse. Seguir soltero a su edad no puede ser sano.

Sentenció vuecencia el general. Por lo menos se abstuvo de puntualizar con un «¡Ar!» el consejo, con la edad va perdiendo aire marcial. Pero el fuego cruzado se prolongó durante un rato, y en la parte baja de mi arrufo empezó a acumularse agua. De momento no solté trapo, pero comoquiera que SP entró también en acción, no tuve más remedio que darle aire a tormentín y foque, y para cuando mi Señora Madre se unió al coro yo ya había soltado la escandalosa y estaba dispuesto a correr el temporal cargando jarcias. Incluso la candidata a Estupenda Suegra se metió en el ajo; sólo tía Asunsión y el Padre de la Novia me dejaron tranquilo, aunque sin hacer tampoco nada por ayudar. Tía Salomé, como de costumbre, fue la más difícil. Se empeñó, con ese aire de inteligencia tan característico de los aficionados a la divulgación científica, en saberlo todo acerca de mis «desengaños amorosos». Se conoce, a la luz del saber de tía Salomé, que mi evidente misoginia sólo encontraba explicación en la reacción neurótica ante una precoz frustración de índole sentimental. Tanto insistió que terminé por soltarle los brioles a la gavia de mesana y le hice notar, con prosopopeya que no podría reproducir ahora, que quizá el mío no fuera un caso de misoginia sino de lata misantropía. Ni por estas: cuanto más teorías científicas colecciona la gente más le cuesta usar el sentido común. Tanto daba, la cuestión es que había terminado el café y por tanto quedaba cumplida la cortesía exigida a toda cena familiar. Logré despedirme con los consabidos besos y apretones de manos, y mi Señor Padre, en un gesto con escasísimos precedentes, se empeñó en acompañarme a la puerta. Ya me esperaba algo así, no sé, que buscara la oportunidad de rematar la conversación interrumpida en la Sección de Arte Contemporáneo. Pero en aquel momento yo le guardaba rencor y me mantuve a distancia. Había sido muy feo que justo después de habernos sincerado ante el cuadro se hubiera metido conmigo en la mesa; compinchado, para mayor agravio, con dos de nuestros peores enemigos comunes. SP es una plasta, pero tengo que reconocer que en general lo enaltece cierta nobleza de carácter, así que atribuí su falta de
fair play
a las veleidades que comporta la edad. Sin embargo, me quedó una pizca de resquemor.

—Espera, tengo que cambiarme de ropa. He dejado mi camisa en tu vestidor.

—No te olvides de llevarte también esa chaqueta.

—Lo siento, si quieres librarte de ella tendrás que incluirla en el testamento, con los veinticinco mil millones que me tocan.

El pobre viejo no recordaba qué había hecho mal y no entendió a qué venía mi displicencia, pero hizo una mueca que contenía algún trazo de sonrisa, como celebrando por cortesía una broma que en realidad se le escapaba. He llegado a pensar que algunas veces soy demasiado duro con él, seguramente porque soy un sentimental y un blando: eso es lo que soy. Entré en la cocina a despedirme de la Beba y al volver al corredor casi me dio pena verlo allí esperándome, patéticamente aferrado a sus muletas. Hasta le di un palmetón reconciliatorio en el hombro, no muy fuerte, para no desequilibrarlo:

—Cuídate —le dije.

—Cuídate tú. Ya no te pido que pases por aquí, pero llama al menos por teléfono. Y no se te ocurra decirle una palabra de este asunto a tu madre.

Me metí en el ascensor sintiéndome absurdamente culpable de algo y pensé en qué podía hacer para sacudirme el mal rollo. No me apetecía emborracharme —sólo me emborracho a gusto cuando soy completamente feliz—, pero no se me ocurría qué otra cosa podía hacer con mi cuerpo mortal. Sólo al encontrarme al volante de la Bestia entendí que iba a dedicar las próximas dos horas a batir récords de velocidad. Enfilé la Diagonal camino de la A7 sin perder de vista el retrovisor. Paré en la gasolinera de Molins de Rey para que Bagheera abrevara a sus anchas antes de emprender el desmarque. Salió también de la vía tras de mí un Opel Kadett blanco, un modelo GSI anticuado. Pedí que me llenaran el depósito y entré en la tienda a por tabaco. Uno de los dos tipos que iban en el Opel entró también y compró una botella de agua. Unos treinta años, aspecto algo rudo pero nada facineroso; evitó cuidadosamente mirarme a la cara. Me pasé por el lavabo y al salir estaba aún el Opel, con el tipo rudo fingiendo que comprobaba la presión de las ruedas. Se incorporaron de nuevo al tráfico poco después de hacerlo yo, los vi por el retrovisor, y rodé un buen rato a menos de cien sin que me adelantaran. Ya no había duda de que eran los tipos contratados por SP para que me siguieran, pero lo iban a tener peor que crudo.

Una hora y media después, absorto en la delicia de redibujar la autopista, me encontré de pronto con las cúpulas del Pilar y tuve que hacer un cambio de dirección de regreso a Barcelona.

Me preocupaba hasta qué punto el seguimiento al que me había sometido SP era detallado. Aparte de las simples cuestiones de pudor, ¿me habrían visto haciendo guardia nocturna en la calle Guillamet, metido en la Bestia con la Fina?; y si era así, ¿cómo lo habrían interpretado?: ¿habrían adivinado mi interés en el número 15? Había miles de circunstancias que ignoraba.

Ahora sé que hacía bien en seguir dándole vueltas al asunto, pero en aquel momento me sentí ridículo: evidentemente a
The First
lo habían secuestrado para pedir un rescate: era sólo cuestión de horas que alguien se pusiera en contacto con SP. Pero aun así, me acercaba ya de regreso a Barcelona dando un rodeo para entrar por la Meridiana, cuando decidí pasarme por Jenny G. Estaba claro que la idea tenía que ver con mi reticencia a dar la aventura por terminada, pero me engañé a mí mismo aceptando que sólo pretendía celebrar la resolución del misterio y despedirme a lo grande de Bagheera y la tarjeta de crédito. Pronto sería de nuevo Pablo Baloo Miralles, peatón sin blanca. Y entonces caí en la dolorosa constatación de que entre vivir para siempre en Internet y el efímero placer de conducir en vida un Lotus Esprit, prefería sin duda el Lotus. Pero era ya demasiado tarde para cambiar de vida.

Bajé por Villarroel y encontré un parquin que prometía por medio de un cartelón amarillo estar abierto toda la noche. Me metí en él y desde allí mismo tecleé en el teléfono móvil de
The First
el número conveniente. El reloj de la pantalla digital daba las tres y cuatro minutos de la madrugada.

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